Las curatorías realizadas por académicos suelen ser extensiones de la matriculosis que
afecta a las instituciones. Es decir, operaciones de relaciones públicas. En
este sentido, es dable pensar que Album de Chile es coherente en su
corrección política con los objetivos que el Instituto de Estética (PUC) se propone alcanzar, para hacer lo que
toda entidad académica debe realizar para producir la ilusión de investigación.
Los coloquios son una excusa para mantener las formas, y de
paso, legitimar y garantizar un sentido común respecto de un objeto determinado; en este caso, la
imagen.
Resulta maravilloso aprender que la instalación del concepto “Cultura de la Imagen” (Hughes:
1965) ha abierto numerosas posibilidades de pensar la importancia que tienen las imágenes en la configuración de los modos
de ver y habitar el mundo que nos tra(u)ma. Desde que Debray describió el momento actual
como histórico , debido al peso que
ha adquirido lo visual en la vida cotidiana, es evidente que
existe un predominio claro de la
imagen en todas las instancias de la vida. ¡Esto es un gran logro epistemológico!
Hay que saludar la iniciativa de una entidad
académica para organizar un simposio
destinado a recoger versiones sobre el rol de las imágenes en la
construcción simbólica del poder, en la deconstrucción de lo real y en la
reconfiguración de las identidades. Tres
objetivos de importancia excepcional y que señalan todo lo que falta en términos de investigación real. No existe bibliografía nacional acerca de
ninguno de estos temas, que pudiera ser tomada con seriedad. Por esta razón, Album de
Chile ha sido una experiencia curatorial que reproduce la falla de su propia retaguardia académica.
Album
de Chile, sin embargo,
somete los propósitos investigativos a la inconsistencia de su propuesta,
porque si se tratara de una ilustración anticipada del simposio, entonces éste
se ha visto completamente fragilizado. Este es el riesgo cuando se trabaja con tácticas académico-políticas sobre las que se
inventa el triángulo poder-realidad-identidad.
Ciertamente, no es un asunto que sea
consciente. Es así como trabaja el formato combinado de exposición y simposio.
En ningún momento ni área de la
exposición fue considerado el contenido de las formas estéticas y de los procesos antropológicos como
determinantes de una narración museográficamente fundmentada. Es curioso que
tratándose del poder de la imagen, la imagen
del poder no haya sido siquiera cuestionada, en el entendido que la
situación estética y antropológica de la Araucanía, por poner un ejemplo,
parece estar domesticada por el síndrome
sernatur de la memoria social. Entonces,
todo se vuelve homogéneo. Y en esta misma perspectiva, ¿qué decir de la
representación de la catástrofe? ¿Basta la exhibición de una fotografía de la
bandera emblemáticamente embarrada
por el 27F? Porque si de banderas se trata, entonces, hay otras tantas banderas
en la historia de los movimientos sociales que aquí brillan por ausencia.
Ahora, en lo relativo a lo real, Album de Chile
no alcanza a discutir ni la puesta en
escena comunicacional ni la historicidad de las técnicas. A lo más, la
exhibición de algunos especímenes
exógenos en vitrinas mal adecuadas, para hacer de los “aparatos
antiguos” un refrito patrimonial.
En lo que concierne a la identidad, no ha sido posible adelantar
el discurso que al respecto diseña el dispositivo expositivo, ilustrando
–vuelvo a repetir- una homogene idad que la realidad no sostiene ni permite. Debemos
entender que las fotos de los mutilados de guerra son exhibidas como la prueba
de un exhibicionismo morboso de primer grado, que no se hace cargo de las conexiones de estas
imágenes con las de los fotógrafos más relevantes de la fotografía colombiana
contemporánea, como síntoma de la ineludibilidad de las mutilaciones que son sometidas, también, al efecto de
código.
Porque estas mutilaciones exigen la
concurrencia de las fotografías ya sancionadas por la noción de “fotografía
patrimonial”, que Margarita Alvarado ha puesto en función. Ni una sola. Sin embargo, en el encuadre de la exposición
también adquiere importancia lo que el curador deja fuera. El problema mayor es
esta imágenes están exigidas por una especie de obligación contextual, ya que
es el mismo Estado, en esa misma coyuntura, pone en escena la mutilación social y cultural
como proyecto desplazado de ocupación
territorial.
¿Cómo puede ser posible pensar una teoría contemporánea para unos estudios visuales academizados, sin
siquiera proporcionar visibilidad a imágenes problemáticas? Justamente, por que
aquí no hay problemas.
Es probable que, al ser un álbum una
inversión simbólica que encubre los crímenes de toda historia familiar,
entonces, esta exposición encubre la criminalidad cómplice de la imagen-país. ¿Serán
conscientes de eso? Lo dudo, porque de lo contrario hubiesen tenido que abordar
con cinismo la operación de exotización de la diferencia, para garantizar una
homogeneidad inclusivamente forzada (estética novo-mayorista). Aquí no hay cinismo siquiera, sino flagrante
ingenuidad.
¡Tanto gasto! ¡Tanta energía académica invertida en convencer a invitados extranjeros eminantes, para validar la estética instituida por un poder
universitario que solo busca el
mejoramiento de su razón burocrática como excusa necesaria! Este es el contexto de una exposición que
conecta con una inversión académica destinada a fijar de manera implícita el canon de lo pensable, en este terreno.
Es decir, lo que hace falta en esta exposición que adelanta un simposio es,
justamente, la contra-imagen de la Nación.
La
idea propuesta por el simposio sostiene la exposición. ¿No será posible pensar que la
exposición se haya colgado del simposio? De todos modos, en términos del inconsciente institucional, si el objeto
es comprender la producción y
circulación de las imágenes en América Latina, entonces la exposición –como
dispositivo- adelanta el fracaso del propio simposio –como aparato
estético-.
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