En la entrega de ayer señalé que la columna de Nicolás Bär
en El Mercurio del 21 de febrero
colaboraba, al menos, en una cosa: en separar a los museos de los centros
culturales. Pero que por otro lado, se incorporaba en un debate sobre el
financiamiento privado de los centros culturales, dejando la duda de si lo
patrimonial, entonces, debiera ser de exclusiva carga del Estado.
Y digo bien, se incorporaba, porque el debate ya había sido
lanzado por Magdalena Aninat, en una carta dirigida al director del
diario, el viernes 19 de febrero, en la que planteaba el tema de
la filantropía, en el sentido de cómo
entender un tipo de inversión privada con
efectos públicos. Lo
cual deja la vara bastante alta en relación a lo que muchos encargados de finanzas
de instituciones culturales esperan de la empresa privada; a saber, obtener
recursos poniéndose a disposición de los
proyectos comerciales de las empresas.
No dejemos pasar por alto
la consideración “políticamente incorrecta” de que un proyecto comercial
debe ser considerado, desde su misma concepción, como un “proyecto cultural”,
porque su acción determina el modo cómo un conjunto social
percibe la calidad o miseria de su vida cotidiana. En este terreno, cuando la “irregularidad” de determinadas prácticas empresariales y de sobredeterminadas prácticas políticas definen los marcos de la socialidad y de la
credibilidad pública, entonces tenemos que un proyecto empresarial es por
si mismo un PROYECTO CULTURAL.
El desarrollo de la filantropía es algo más complejo que
discutir sobre recursos destinados por
las empresas al “lavado de imagen” y a la compensación de comunidades por la
drástica modificación que sus actividades producen en un entrono
determinado.
Pero Nicolás Bär señala de inmediato un criterio que a estas
alturas resulta fatal en el respeto que las empresas deben tener hacia los proyectos culturales,
porque da a entender de manera directa que un encargado de financiamiento deben someterse al “entusiasmo” del público y
de los donantes. Aún si así fuese
considerado, los entusiasmos del público no se igualan a los entusiasmos de los
donantes. El encargado de finanzas se fabrica a la medida la función de un mediador entre público y donantes, montando una ficción desde la cual se impone siempre el deseo de éste último.
La política de relación con los donantes no debe estar
subordinada a objetivos pragmáticos de corto plazo. No se debe hablar ni de
entusiasmo ni de seducción. Lo que confunde las cosas es el uso indiscriminado
de palabras y conceptos empleados para hacer
viable un proyecto por parte de un donante puesto en condiciones de poder. Eso es más que evidente. Así no hay negociación posible. Para
este modelo de financista, la ignorancia es la garantía de la adulación.
Sobre la adulación no se puede levantar
proyecto alguno. Eso es entender nada
del asunto. Eso es pensar que los empresarios o los encargados de marketing son
idiotas.
Quienes trabajamos en este sector hemos aprendido a conocer a un tipo de empresario que interviene de
acuerdo a su mal-gusto-estructurado convertido en sentido común. Es preciso ir más allá de ese sentido común
empresarial y convertir el deseo de
donación en un concepto en que la inversión privada sea pensada como efecto público.
Solo si hay vanidad empresarial;
es decir, respeto por si misma,
valoración ética de la distancia entre inversión y ejecución, es posible
asegurar simbólicamente la inversión privada como un proyecto cultural en si
mismo.
Pero, ¿qué es un proyecto cultural? ¡Por favor! Estoy
hablando de algo que va más allá de la ley de donaciones. Quisiera poner como problema central en este debate la estructura ritual del don en la sociedad contemporánea.
Un proyecto cultural, por ejemplo, no es el sinónimo de un
teatro. Más bien es susceptible de tener
como formato de ejecución un centro
cultural; pero puede haber proyectos que sugieren el montaje de otras formas de
intervención.
Es aquí que las cosas se confunden. Un teatro no es un
centro cultural. Tiene otra lógica de
funcionamiento. Un centro cultural no es,
necesariamente, un centro artístico. Un centro cultural es un dispositivo de
investigación y de expresión de un imaginario local. No tiene que ver, de manera estricta, con las
“artes”.
Un proyecto cultural tiene que ver con el destino y calidad
de vida de comunidades específicas. Si un teatro puede contribuir, mejor aún.
Pero a lo mejor, el destino de un
teatro en regiones debe convertirse en
un centro de arte de primer nivel, ya
sea por la compleja calidad de su programación, como por su carácter de centro
internacional de residencias. Es decir, debe responder a la pregunta acerca
de cómo intervenir en el desarrollo
regional, colaborando en la producción de diferenciación. Lo cual significa satisfacer demandas de un
imaginario que corresponde a un público específico y extremadamente cooperante,
que se ha puesto como objetivo innovar en la práctica artística
específica. Y ciertamente, no
corresponde a la lógica de la masividad, sino a la de la intensificación de las
prácticas. La masividad, en este caso,
no se mide en la inmediatez de la presencia, sino en la larga duración de sus
efectos en superficies de recepción determinadas.
Nicolas Bär está obsesionado con los costos fijos. No habla de programación de calidad. Los costos fijos son una “política cultural de
facto”, porque determinan comportamientos institucionales. ¿Por qué las empresas debieran dar dinero a empresas-del-espectáculo camufladas de centro cultural? Esa es la perversión que corroe la
sustentabilidad de los teatros en las regionales.
El teatro siempre fue el emblema imaginario de toda
burguesía regional, que cristalizaba en
su edificación el destino de su
reconocimiento simbólico como clase local dominante. En otros casos, la relación con el territorio
reproduce un modelo colonial que borra las distinciones y privilegia las
programaciones para migraciones temporales de turistas de intereses
especiales.
Estamos de acuerdo en que es necesario que se cultive el
espíritu filantrópico. Pero este no
tiene nada que ver con destinar recursos
para hacer sustentables
instituciones que fueron concebidas desde la partida con un modelo de
gestión fallido, porque ni su misión ni su función fue el producto de una
lectura de los imaginarios locales.
El espíritu filantrópico contemporáneo se debe a la realización de proyectos
culturales ligados, más que nada, a las habilidades, facultades y
capacidades organizativas demostradas
por comunidades en su esfuerzo por
cambiar el estado de cosas existente. Esta
distinción supone separar el Arte de las
prácticas culturales. La cultura
incorpora a las prácticas artísticas en la especificidad discriminante de sus
diagramas, pero opera en la filigrana de los vínculos sociales asociados a las
formas de producir, de consumir, de morir, de vivir los duelos, etc. Y claro, eso también tienen sus “gastos
fijos”, pero están ligados a la materialidad reproductiva de la vida cotidiana.
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