martes, 23 de febrero de 2016

LA FATALIDAD PROBLEMÁTICA DE LOS GASTOS FIJOS


En la entrega de ayer señalé que la columna de Nicolás Bär en El Mercurio del 21 de febrero colaboraba, al menos, en una cosa: en separar a los museos de los centros culturales.  Pero que por otro lado,  se incorporaba en un debate sobre el financiamiento privado de los centros culturales, dejando la duda de si lo patrimonial, entonces, debiera ser de exclusiva carga  del Estado. 

Y digo bien, se incorporaba, porque el debate ya había sido lanzado por Magdalena Aninat, en una carta dirigida al director del diario,  el  viernes  19 de febrero, en la que planteaba el tema de la filantropía,  en el sentido de cómo entender un tipo de inversión privada con  efectos públicos.   Lo cual deja la vara bastante alta en relación a lo que muchos encargados de finanzas de instituciones culturales esperan de la empresa privada; a saber, obtener recursos  poniéndose a disposición de los proyectos comerciales de las empresas. 

No dejemos pasar por alto  la consideración “políticamente incorrecta” de que un proyecto comercial debe ser considerado, desde su misma concepción, como un “proyecto cultural”, porque su acción determina el modo cómo un conjunto  social  percibe la calidad o miseria de su vida cotidiana.  En este terreno, cuando  la “irregularidad” de  determinadas prácticas empresariales y  de sobredeterminadas prácticas políticas  definen los marcos de la socialidad y de la credibilidad pública, entonces tenemos que un proyecto empresarial  es por si mismo un PROYECTO CULTURAL.

El desarrollo de la filantropía es algo más complejo que discutir sobre  recursos destinados por las empresas al “lavado de imagen” y a la compensación de comunidades por la drástica modificación que sus actividades producen en un entrono determinado. 

Pero Nicolás Bär señala de inmediato un criterio que a estas alturas resulta fatal en el respeto que las empresas  deben tener hacia los proyectos culturales, porque da a entender de manera directa que un encargado de financiamiento  deben someterse al “entusiasmo” del público y de los donantes.  Aún si así fuese considerado, los entusiasmos del público no se igualan a los entusiasmos de los donantes.  El encargado de finanzas  se fabrica a la  medida la función de un mediador  entre público y donantes,  montando una ficción desde la cual se  impone siempre el deseo de éste último. 

La política de relación con los donantes no debe estar subordinada a objetivos pragmáticos de corto plazo. No se debe hablar ni de entusiasmo ni de seducción. Lo que confunde las cosas es el uso indiscriminado de palabras y conceptos empleados para  hacer viable un proyecto por parte de un donante puesto en condiciones de poder.  Eso es más que evidente.  Así no hay negociación posible.   Para  este modelo de financista, la ignorancia es la garantía de la adulación.  Sobre la adulación no se puede levantar proyecto alguno.  Eso es entender nada del asunto. Eso es pensar que los empresarios o los encargados de marketing son idiotas. 

Quienes trabajamos en este sector  hemos aprendido a conocer a  un tipo de empresario que interviene de acuerdo a  su mal-gusto-estructurado convertido en sentido común.   Es preciso ir más allá de ese sentido común empresarial y  convertir el deseo de donación en    un concepto en que la  inversión privada sea pensada como efecto  público.  

Solo si hay vanidad empresarial; es decir,  respeto por si misma, valoración ética de la distancia entre inversión y ejecución, es posible asegurar simbólicamente la inversión privada como un proyecto cultural en si mismo.

Pero, ¿qué es un proyecto cultural? ¡Por favor! Estoy hablando de algo que va más allá de la ley de donaciones.   Quisiera poner como problema  central en este debate la estructura  ritual  del don en la sociedad contemporánea. 

Un proyecto cultural, por ejemplo, no es el sinónimo de un teatro.  Más bien es susceptible de tener como formato de ejecución  un centro cultural; pero puede haber proyectos que sugieren el montaje de otras formas de intervención.

Es aquí que las cosas se confunden. Un teatro no es un centro cultural.  Tiene otra lógica de funcionamiento.  Un centro cultural no es, necesariamente,  un centro artístico.  Un centro cultural es un dispositivo de investigación y de expresión de un imaginario local.  No tiene que ver, de manera estricta, con las “artes”. 

Un proyecto cultural tiene que ver con el destino y calidad de vida de comunidades específicas. Si un teatro puede contribuir,  mejor aún.  Pero  a lo mejor, el destino de un teatro  en regiones debe convertirse en un centro de arte de primer nivel,  ya sea por la compleja calidad de su programación, como por su carácter de centro internacional de residencias.   Es decir, debe responder a la pregunta acerca de  cómo intervenir en el desarrollo regional, colaborando en la producción de diferenciación.  Lo cual significa satisfacer demandas de un imaginario que corresponde a un público específico y extremadamente cooperante, que se ha puesto como objetivo innovar en la práctica artística específica.  Y ciertamente, no corresponde a la lógica de la masividad, sino a la de la intensificación de las prácticas.  La masividad, en este caso, no se mide en la inmediatez de la presencia, sino en la larga duración de sus efectos en superficies de recepción determinadas.

Nicolas Bär está obsesionado con los costos fijos.  No habla de programación de calidad.  Los costos fijos son una “política cultural de facto”, porque determinan comportamientos institucionales.  ¿Por qué las empresas debieran dar dinero a empresas-del-espectáculo  camufladas de centro cultural?  Esa es la perversión que corroe la sustentabilidad de los teatros  en  las regionales.

El teatro siempre fue el emblema imaginario de toda burguesía regional, que  cristalizaba en su edificación  el destino de su reconocimiento simbólico como clase local dominante.  En otros casos, la relación con el territorio reproduce un modelo colonial que borra las distinciones y privilegia las programaciones para migraciones temporales de turistas de intereses especiales. 

Estamos de acuerdo en que es necesario que se cultive el espíritu filantrópico.  Pero este no tiene nada que ver con destinar recursos  para hacer sustentables  instituciones que fueron concebidas desde la partida con un modelo de gestión fallido, porque ni su misión ni su función fue el producto de una lectura de los imaginarios locales. 

El espíritu filantrópico contemporáneo  se debe a la realización de proyectos culturales ligados, más que nada, a las habilidades, facultades y capacidades  organizativas demostradas por comunidades  en su esfuerzo por cambiar el estado de cosas existente.  Esta distinción supone separar  el Arte de las prácticas culturales.  La cultura incorpora a las prácticas artísticas en la especificidad discriminante de sus diagramas, pero opera en la filigrana de los vínculos sociales asociados a las formas de producir, de consumir, de morir, de vivir los duelos, etc.  Y claro, eso también tienen sus “gastos fijos”, pero están ligados a la materialidad reproductiva de la vida cotidiana.

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