En La Tercera del
domingo 14 de febrero, Denisse Espinoza publicó una crónica muy documentada
sobre la exposición (en)clave Masculino,
señalando que este “ejercicio reflexivo ha permitido, sobre todo, estudiar,
restaurar y exhibir una serie de obras que no salían de los depósitos desde más
de 60 años. Otras, nunca, desde que
ingresaron al edificio”.
La última frase marca el carácter de una crónica en la que
Denisse dice, obviamente, más de lo que
se escribe. En verdad, la exhibición de
obras que estaban en los depósitos hace que se perciba la diferencia entre un
edificio y un museo. De hecho, el que la
palabra depósito entre en circulación es un gran avance en relación al debate
que ya se ha planteado. Desde su
formación, un museo es un dispositivo de construcción de visibilidad. Y de este modo, una exposición como ésta ha
obligado a estudiar y restaurar algunas piezas; lo cual demuestra hasta qué
punto resulta crucial que determinadas exposiciones sean procedimientos de
desarrollo y manejo de la propia colección.
Esta exposición es importante por dos cosas que tienen que
ver con cuestiones internas del museo. La primera es que la reciente
adquisición de algunas piezas responde a
una necesidad planteada por un relato determinado. Para el caso, el actual ingreso a la
colección de Prometeo encadenado de Pedro Lira pone en el
debate la cuestión del discurso de expansión. Es de esperar que la política actual de
adquisiciones responda a un relato coherente sobre la necesidad y justificación
historiográfica de las recientes inclusiones.
La adquisición del manual de reconstrucción de la obra de
Juan Pablo Langlois satisface la vieja hipótesis implícita según la cual éste
artista sería el “precursor” del conceptualismo chileno y del
“instalacionismo”, en una coyuntura en que ambas palabras no existían en la
escena interna. Las designaciones posteriores destinadas
a “arreglar” unos decursos para establecer soluciones de
continuidad y progreso en la marcha ineluctable del arte chileno
hacia un paradojal reconocimiento
mundial subordinado, han dominado el trabajo de los historiógrafos.
La segunda cosa importante que plantea Denisse Espinoza en La Tercera es que esta exposición permite
conocer la historia de los ingresos de las obras a la colección. En esta sola
crónica ya sabemos de dos casos significativos. El de Prometeo, obviamente, pero lo que nos sorprende es conocer el caso de la donación Braden, en
1962.
El caso es ejemplar y nos dice mucho sobre el modo cómo la
colección se fue constituyendo y de qué modo la musealidad chilena se estructuró
como “depósito de retaguardia”. Obras
enviadas durante la segunda guerra mundial para huir del despojo ingresan por
la donación de compradores cuyo gesto puede ser entendido como un saludo
cultural anticipativo de la aceptación
criolla de la Doctrina Kennedy. Lo que
no se esperaba la Braden Copper Company es que en 1967 se llevara a cabo la “chilenización”
del cobre.
Lo que hace la Braden en 1962 es similar a lo que realiza
Rockefeller en 1942, cuando envía a Lincoln Kirstein a recorrer América del Sur
para adquirir las primeras obras de la colección latinoamericana del MoMA, en un esfuerzo cultural por colaborar con las relaciones políticas que
conducirán al gobierno de Chile a romper con las fuerzas del Eje, el 23 de
enero de 1943.
Ya que todavía está
montada La exposición pendiente y que Siqueiros sigue a la orden del día,
debo mencionar que tanto el pintor como el señor Braden están unidos por la
historia y que la crónica de Denisse
Espinoza los hace comparecer para que sus menciones reproduzcan las tensiones bajo las cuáles las
piezas de una colección adquieren valor. Braden es nombrado embajador en Cuba hacia el
final de la segunda guerra. Amigo de
Rockefeller y admirador de su contribución al esfuerzo de guerra, sin embargo
le critica su complacencia con los artistas “rojos”. Cuando Siqueiros llega a La Habana, después de haber estado en
Chile pintando el mural de Chillán,
espera la visa de ingreso a EEUU,
ya que Rockefeller le ha prometido una
exposición en el MoMA.
Pero no. Las cosas no son tan simples. Braden comenta en
algún lugar que sería difícil que ingresara a los EEUU un sujeto que participa
en un intento de asesinato (el de Trostky). Pero lo que no se espera Siqueiros
es que se lo relacione con la sospecha de asesinato de Bob Sheldon, que por más
trostkysta que fuera, era ciudadano norteamericano. Su cadáver fue encontrado en un terreno que
pertenecía al suegro de Siqueiros. Braden describe que los gritos de furia de
Siqueiros se escucharon por toda La Habana cuando se enteró que la visa le era
negada. Fue entonces que, en compensación,
los americanos le ofrecieron la
realización de un mural sobre Lincoln y Martí.
Lo anterior sirve para entender de qué modo Braden sabía que
las relaciones culturales allanan las conversaciones de política real, como lo
expresaban los mismos empresarios chilenos que a partir de 1964 forman parte de
la Sociedad de Amigos del Museo de Arte Contemporáneo, que es la “fuerza
social” privada con que Nemesio Antúnez
cuenta cuando inicia su etapa como director de dicho museo.
¿Cómo explican los investigadores de la Chile de hoy esta curiosa situación, en la que un museo de una universidad nacional se
disponga para ejercer su dependencia
política respecto de un empresariado que le permitirá montar, entre otras
cosas, la ya famosa “De Cézanne a Miró”?
Pero la historia de la colección del MNBA define el carácter
del arte chileno en lo que va del siglo XX. Es decir, el siglo XX todavía no termina, para
el MNBA. Como lo señala Marianne Wacquez, conservadora de la colección, “Es
sabido que la comisión que en 1910 fue a comprar obras a Europa eligió las
academicistas y despreció a las vanguardias, y eso ha marcado la colección
hasta hoy”. Y agrega: “es el reflejo de cómo era Chile en esa época, no tiene
sentido criticar esas decisiones del pasado, sino preocuparse del presente”.
Justamente, reescribiendo la historia del ingreso de las
obras a la colección y estudiando el efecto de su manejo hasta el momento en
que Nemesio Antúnez se hace cargo del
museo, para convertirlo en un “centro cultural” y afectar gravemente la
definición de su misión, omitiendo la historia de rapacidad que define a su
propia clase de origen. El populismo
sesentero le permite encubrir la
responsabilidad de los agentes de
falla que armaron las primeras
colecciones. De este modo, el presente exige hacerse cargo de la reconstrucción
de las fallas señaladas por el manejo de
las obras por incluir.
Ya mencioné, en otro lugar, el siguiente relato. Cuando Bart de Baer, asistente de Jan Hoet en
documenta 9 (1992) vino a Santiago, lo acompañé a saludar
a Nemesio Antúnez, quien nos hizo una pequeña visita guiada por el depósito. Al
salir, Bart nos dijo que podríamos armar una
extraordinaria exposición con las peores obras europeas de nuestra
colección. Dado que había un gran interés de una cierta crítica europea por
recomponer el destino de los pintores que a fines del siglo XIX dominaban la
escena académica. Al director del museo
no le gustó para nada el comentario. Al
parecer, había gente de su familia que
había estado involucrada en las primeras adquisiciones de la colección
del museo. No hay que olvidar que este museo
fue concebido como parte de un complejo
“jardín de invierno” de la oligarquía, que emulaba en clave local los ecos
funcionales del modelo de un “cristal
palace”.
Ahora, tener una colección con malas obras no hace de ello
una mala colección. La buena colección
depende, sobre todo, de su manejo.
Podríamos tener la mejor colección de pinturas europeas de segundo
orden, para ser fieles a nuestra condición original de “depósito de retaguardia”.
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