He escrito dos columnas referidas a la crítica curatorial.
La primera, bajo el título Cazadores de
precursividad, en octubre del 2015; la segunda, Producción de conocimiento,
en enero del 2016. En ambas
columnas, la cita de rigor proviene de un texto sobre curatoría escrito por
Hans Ulrich Obrist. Luego, ejerzo la
crítica sobre algunas operaciones, sin nombrar directamente a sus
responsables. En Chile, los operadores
del arte no resisten crítica alguna. No responden abiertamente, sino como
universitarios; es decir, apelando a una
lealtad laboral que posterga el debate crítico. Por mi parte, carezco de carrera académica. Solo puede sostenerme por mi experiencia de
escritura.
En el ejercicio de la crítica fijo el estatuto de unos manejos expositivos que han sido validados por
unos procedimientos analíticos que, a fin de
cuentas, desconsideran abiertamente el
trabajo que he realizado desde hace años. De modo
que, en justicia, solo ejerzo el derecho a fijar una posición defensiva.
Existe en el “ambiente” del arte local una particular consideración según la cual la crítica sería un tipo de deslealtad institucional. La cercanía con ciertas comunidades académicas establecería deudas
mínimas, habilitadoras de compromisos no
escritos que se mantendrían gracias al manejo de extorsiones afectivas de baja
intensidad. Todo lo cual debiera
conducir a una abstención de juicio para
instalar una cierta impunidad respecto
de la cual toda abstención crítica sería en algún momento recompensada.
En Cazadores de
precursividad menciono la existencia de una tendencia reciente en la escena
nacional, que se caracteriza por
inventar “precursores” a la medida de una frenética carrera por la invención de un “hallazgo” destinado
a revolucionar los estudios históricos.
El procedimiento consiste en forzar antecedentes para determinar una “anticipación” (inédita) respecto de obras que han sido reconocidas como referenciales para un período. De este
modo, determinados artistas son
sindicados como tesoros descubiertos a
destiempo, cuya aparición editorial los convierte en removedores
del lugar que en el conceptualismo chileno –por ejemplo-, habrían adquirido “otras” obras. Estas últimas ya conformarían un coto privado
de caza del que solo sacan provecho los veteranos de la crítica literaria y del
comentario de arte fuertemente contaminado por
los residuos de un discurso percolado,
al punto que los jóvenes
lobos deben escudarse en nuevas
terminologías para saturarlas con los efectos de un pasado-que-no-cesa de ofrecer tesoros-humanos-vivos
de acuerdo a unas conveniencias de
boliche.
También ocurre que determinados artistas en crisis de
reconocimiento, contratan el concurso de
académicos menores que son arrendados como ventrílocuos, para cumplir la
función de editar la-voz-directa-del-artista
como privilegiado criterio de verdad de las obras y de su inscripción.
En otros casos, el asunto
ha consistido en inventar a
toda costa la vigencia de artistas geométricos que son incorporados a la
historia internacional de un movimiento, forzando las relaciones de una dudosa dependencia
discipular.
Una artista viaja,
tiene un encuentro con un (gran) referente, no lo ve más de dos o tres
veces en el curso de una estadía larga y de esa relación se concluyen
influencias formales decisivas.
En otros casos,
buscando fortalecer
aproximaciones correctivas y
recuperadas para satisfacer mitos actuales
sobre el arte durante la Unidad Popular, se recurre a inventar el lugar de artistas de segundo orden, buscando a propósito confundir los términos sobre sus propios roles
durante dicho período. Lo curioso es que
esto coincide con la puesta fuera de circulación pública de quienes en ese momento
ocuparon un lugar hegemónico. El punto
es que este tipo de re/estimación tardía
opera como una cortina de humo para fortalecer alianzas académicas retrasadas
(pero de fondecytación inevaluable).
En Producir conocimiento celebré que se hubiese puesto fin a “los “ejercicios de colección” en el
MNBA y reitero el argumento. Saludé lo que fue, en un momento, una exitosa forma de “revisitar” la
colección, pero que en el curso del tiempo se convirtió en un
gesto arbitrario y manierista que terminó
por causar un grave daño a la práctica curatorial.
La arbitrariedad se ha manifestado en la promoción de
brutales interferencias de colecciones, en provecho de una marcación literal y
recreativa que hace “dialogar” obras
contemporáneas con obras del siglo XIX, cuya
contigüidad no hace más que adelgazar las obras de referencia, mediante ejercicios
que desestiman la especificidad contextual de las obras. Mediante esta operación se favorece obras
contemporáneas a costa de un castigo formal de las obras de una colección, cuya
contextualidad productiva es manipulada en provecho de operaciones actuales de promoción de carreras.
El manierismo, en cambio,
es la expresión ostentatoria de
una endogamia referencial que especula desde
la fragilidad museal. La conversión en especulación escenográfica de procedimientos de policía técnica reproduce evidentes asociaciones entre práctica forense y crítica de arte, forzando la “invención de
fuentes” para promover falsas condiciones de resistencia institucional. El propósito es convertir dichas operaciones en heroicos
actos de crítica institucional. Sin
embargo, dicha crítica es una imposición
categorial posterior que elabora una ficción de profesionalización facilitada
por la fragilidad institucional
que se tuvo a cargo.