El Museo Nacional de
Arte debe ser la casa del arte chileno. Esta noción de casa está definida como
una persona moral que instala un dominio y perpetua la transmisión de su nombre
con la sola condición de que su continuidad se exprese en el lenguaje del
parentesco formal y de las alianzas institucionales.
Repito lo que he sostenido en columnas
anteriores: debe ser el lugar en que sea factible reconstruir los conflictos y
antagonismos que habilitan una filiación
y una residencia, como síntomas de
los imaginarios de una Nación. ¿Y donde se verifican esos síntomas? Sin lugar a
dudas, en las colecciones. Sabiendo, todos, de antemano, que un museo es
siempre algo más que la suma de sus colecciones. Y sin embargo, nunca se habla
de ellas, en sus modos de formación. Se las da “por hecho”. Pero no hay
“historia” sin historia material de las colecciones.
La cuestión del MNBA requiere, entonces, ser
abordada desde dos perspectivas: la primera, simbólica,
y la segunda, orgánica; es decir, desde la filiación
y desde las condiciones de residencia.
Es la única manera de asumir la discontinua
continuidad del paso perturbado de una pre-modernidad escolarizada hacia
una contemporaneidad acelerada por la pragmática
del signo. Esto impone al MNBA superar las clasificaciones convencionales
entre pre-moderno, moderno, contemporáneo de ayer, contemporáneo de hoy, etc.
Es más que probable que el siglo XIX, en
pintura, se haya prolongado en demasía, hasta la proximidad de los años
cincuenta. Y que los períodos de la historia
de las modernizaciones en la formación política chilena no coincida con las
“modernizaciones” en la f®actura de la imagen, como la marca registrada de su
avería simbólica.
No hablaré de nuevo de las grietas en los muros
del museo para el terremoto de 1985, interpretadas como un hallazgo conceptual.
La verdad es que el propio museo fue
concebido para colmar la grieta que hacía evidente el quiebre de la unidad de
clase de la oligarquía, después de su guerra de 1891.
¿Qué entender por casa del arte? La mediagua
pintada por Voluspa Jarpa flotando sobre un trozo de hielo desprendido es una imagen dialéctica, porque involucra la
idea que el habitar precede al edificar. El museo fue construido en 1910, pero
su habilitación estaba precedida por una voluntad de poder específica, que en
esa fecha no tenía como concretarse, porque ya se había diluido la voluntad
política que había definido la construcción del edificio.
La operación de Gonzalo Díaz, cuando en 1997 recompuso
las hileras de alzaprimas en la sala Matta fue apenas una advertencia, que
pretendía instalar la certeza que su obra era la que sostenía todo ese
acumulado de discontinuidades que reconocíamos entonces como un museo. Nadie lo quiso leer de este modo. La fuerza del arte consiste en acondicionar el
lugar de su propia emergencia. La casa posee un espacio de anticipación, que no
se confunde con la edificación, pero que ya precisa un habitar inferior. En 1988, Díaz produjo Banco (Marco) de Pruebas. Me detengo en los marcos de una de sus
piezas gráficas. A la izquierda del larguero inferior Díaz incrustó una repisa
sobre la cual instaló la figura de un caballo de madera con la cabeza
cortada.
Esta es una de las obras que anticipó la
cuestión del deseo de casa en el arte
chileno. Habitar precede a edificar. El
arte chileno era habitado antes, mismo, de que el museo fuera edificado. El
museo pasó a ser síntoma de la noción de casa del arte chileno, porque su
edificación ya había comenzado a ser acondicionada como residencia. De ahí, el
interés que he manifestado por las cuestiones de filiación y residencia;
justamente, porque permiten responder la
pregunta: “¿de donde viene?”.
¿De donde viene esta pintura chilena, a la que
le atribuyo el no haber podido copiar bien el Modelo? Por esa falta, Leppe y
Cía la condenó a ser lapidada. ¿Esa era la verdadera performance de la pintura
chilena? Su lapidación. Es decir, su conversión en mala-mujer y mala-madre.
Siempre he sostenido que la escena chilena no es más que una delegación de
disputa bíblica, además de ser ilustración del discurso de la historia. Ilustra
porque delega; delega porque ilustra. Salvo “honrosas” exclusiones.
El remordimiento por haber ajusticiado a la
madre-pintura llevó a Leppe y Cía a levantar una animita. Es así como se debe entender la aparición de la
instalación en Chile. Esa es la gran diferencia con otras escenas. Cuando Jorge
Glusberg, por ejemplo, hablaba de
instalaciones, siempre se refería a Nueva York. Yo preferí remitirme a una
historia local de las formas de reparación
que se vinculaba con momentos de mayor
densidad de la cultura popular; sobre todo en lo que se refiere a ritos
funerarios. La “muerte de la pintura”, declarada por mucha gente en los
ochenta, tendría como parangón reversivo la edificación de esta animita-naturaleza muerta-instalación,
que al final de todo, se ha convertido en la gran marca académica de una
deflación formal de proporciones. Me pregunto por qué en las colecciones del
MNBA no hay (verdaderas) instalaciones.
Al parecer, en lo que a arte contemporáneo se refiere, ni la “oferta” ni la “prospección”
ha sido del todo rigurosa. ¿Cuestión de criterios? Eso, desde ya, es un factor
de polémica que tampoco ha sido suficientemente puesto de relieve. Lo que una
colección define, también, es la dimensión de sus faltas. Todo eso puede
convertirse en política de reparación. El asunto ni siquiera es económico, en
sentido estricto, porque es preciso saber primero cual es la falta que se debe
colmar para determinar la política de obtención de recursos que permita
adquirir las piezas que (efectivamente) faltan. Para eso no basta con citar los
párrafos más adecuados sobre “males de archivo” y parálisis conjetural. Se hace
necesaria la documentación de la construcción-de-falta como distinción, en el
seno del museo, de lo que se debe entender por biblioteca y
centro-de-documentación-del-museo.
Incluso, desde antes que se hubiese popularizado
la palabra instalación, recién a partir de los años ochenta, se canceló la
precisión historiográfica sobre el uso de la palabra happening. Con el agravante de que solo mediante una operación
discursiva fue decretado como atributo escenográfico/conceptual y fue cancelada
la historia anterior. Eso tuvo lugar en 1979, una década antes que Díaz
decapitara los caballos de madera y los dispusiera sobre la repisa, para hacer
la separación elocuente entre aquello que está “dentro de la casa” y aquello
que está “fuera de la casa”.
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