Nunca
escuché pronunciar tanto la palabra mitigar que en Valparaíso. Su uso es sorprendente
porque remite a que ya hubo una catástrofe y que ya no se puede hacer más que …
hacer menos intenso… el daño.
Mitigar
es una palabra fatal, que autoriza la siguiente hipótesis: “musealidad, en la
medida de lo posible”. Eso va contra la afirmación de vanidad. Un Estado-Nación
valida la ficción orgánica del museo solo cuando es capaz de convertirlo en
aglutinante de la vanidad de la clase dirigente.
La
paradoja es que lo hace en el momento del quiebre de su imaginario, después de
la guerra de 1891. La oligarquía de 1900 le otorga a la edificalidad del museo el
rol de conjura monumental para mitigar la angustia que corroe a don Alejo, en El lugar sin límites de José Donoso. El
museo aparece, justamente, en la coyuntura del Centenario, para sintomatizar su
falla. Es decir, la falla de un Estado. La historia de las colecciones como
expresión diagramática de dicha falla.
La
dictadura de Ibáñez responde desde una política anti-oligárquica. El ministro
Ramírez quiso poner a las artes al servicio de la industria y montó un proyecto
de artes aplicadas industrialista. En
cambio, la dictadura de Pinochet satisfizo la necesidad de re-oligarquizar a la
sociedad chilena, re/nobiliarizando el deseo de disponer de los emblemas de la
pintura clásica chilena. Sin embargo, esta dinámica no tuvo como escenario el
museo. De este modo, a poco andar, éste comenzó a comportarse en la continuidad
de un modelo de plebeyización anterior a 1973.
Lo cual ha tenido (sus) efectos en los mercados y en la escritura de
historia.
El
efecto en los mercados del arte ha sido deficiente, porque la legitimidad del
museo no es apta para garantizar grandes inversiones de carrera. El efecto en
la escritura de arte, en cambio, se ha dejado sentir en proporción directa a la
ausencia de trabajo en las universidades que otorgan diplomas en historia. En
ese sentido, el museo posee una ventaja. Sea cual sea su diligencia y/o
indigencia, una exposición, por si misma, es un discurso en acto que supera todas las tentativas del discurso
académico. Es este último el que necesita al museo como escenario para el
enunciado ritual de ponencias que después publicará en soportes que no pueden
competir con un catálogo, que es el soporte que recoge la escritura-en-riesgo y que hace avanzar las cosas. Por malo que sea
un catálogo, siempre representará una iniciativa propositiva. Por mala que sea una exposición en el MNBA,
siempre será útil. De ahí que no se valore suficientemente al museo como
plataforma trans-editorial[1].
En definitiva, no hay malas exposiciones. Sino solo exposiciones menor o
mayormente indicativas.
La
situación actual, en relación a la rentabilidad
cultual, se caracterizaría como la de una re/plebeyización (anti/oligarca),
en el supuesto que las prácticas de arte se constituyan efectivamente como
conciencia crítica de la cultura. Ya no
lo son. Y es por eso que solicitan directamente al museo cumplir con un rol que
no les reditúa. Más bien, la duda sobre
el valor inscriptivo del museo se instala cuando se reconoce la existencia de
una grave deflación formal del arte chileno, obstruido por la mutación política
de la decoración pública. Justamente, porque el museo apela a lo mejor que
tiene: su pasado. Las operaciones de arte contemporáneo lo desmontan como
dispositivo de aceleración formal, porque lo niegan, haciendo ostentación de lo
que no es; es decir, un centro de arte contemporáneo.
El museo, sin embargo, es
un lugar de trabajo especulativo contemporáneo, que toma por objeto de
trabajo su propia in/suficiencia productiva. Lo cual conduce a pensar que el
museo se sostiene por un suplemento de expectativa en virtud del efecto de estilo de su arquitectura.
Dicho
sea de paso, en relación a la arquitectura, lo pondré de la siguiente manera:
la conmemoración oligarca se delata bajo condiciones de estilo francés. A lo
largo del siglo veinte, la conmemoración experimenta severos cambios. Los presidentes
de la república, por ejemplo, ya no necesitan hacerse (de) un monumento; sus
obras públicas lo serán. Ahí tenemos la Villa Frei, San Borja y la UNCTAD, como
re-localización de los afectos políticos
del estilo institucional.
El
brutalismo edificatorio de los sesenta-setenta será el marco adecuado para la
reconfiguración plebeya de las prácticas de arte de corte (más) conceptual[2].
Pero la variante SERVIU sería la clave en la determinación de valor del racionalismo de pobre. En esa lucha, el
museo no cumplió el rol que se esperaba. No tenía cómo. Sin embargo, el
desarrollo del patrimonialismo desde 1990 en adelante, lo re/ubicó en un punto
extraño, por no decir anómalo, en el horizonte
de espera; como ya lo he sostenido, prolongando el modelo culturalista de
la Promoción Popular, pero usando un léxico de consejo-de-la-cultura.
[1] Las tentativas de convenio que en el último tiempo se
han evidenciado entre universidad y museo, por ejemplo, ni siquiera han sido
provechosas para la primera. Porque en
este caso, un museo siempre tendrá mayor capacidad de tensionamiento del
discurso historiográfico. Eso es lo que
se llama efecto ideológico del aparato.
[2] Resulta jocoso admitir que la arquitectura
post-moderna chilena está en el origen de la apertura de un nuevo mercado de
pintura neo-expresionista en la coyuntura de los ochenta. Pero solo durará
hasta el crash de 1982.
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