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miércoles, 30 de mayo de 2018

UNA HIPÓTESIS SOBRE LA INVENCIÓN DEL PAISAJE DEL VALLE CENTRAL.



 El lunes 28 de mayo comencé la serie de clases sobre historia del arte para primer año de la Escuela de Arquitectura de la Universidad de Talca. Lo que hice fue abordar cuestiones de reproducción de la imagen, ligadas al conocimiento que podemos tener del territorio, desde las primeras xilografías de Alonso de Ovalle hasta las pinturas de Rugendas, pasando por el Atlas de Claudio Gay. Era importante señalar que el conocimiento que tenemos del territorio está definido por las formas de la reproducción mecánica de la imagen. Salvo en el caso de la pintura, que por lo demás, no fue decisiva para la configuración de un imaginario propio del valle central. A menos, puedo sostener, en la idea que del territorio se podía hacer la oligarquía chilena de todos los tiempos. En el entendido que, como lo he sostenido en otro lugar, la sola existencia de una escuela de arquitectura en Talca, bajo dominio plebleyo, marca una distinción simbólica cuya evidencia determina a su vez un efecto de conocimiento consistente.

La consistencia de dicho conocimiento fue verificada por la presencia de Talca en la penúltima Bienal de Arquitectura de Venecia.  En el intermedio de la clase pude entrevistar al decano Juan Román, sobre la evaluación que hacía de la curatoría. En verdad, de ese tema ya había conversado con el encargado del área de arquitectura del Ministerio de las Culturas, de las Artes y del Patrimonio, Cristóbal Molina (ver en www.ceda.cl).  Juan Román planteó la preocupación de continuar haciendo lo que hay que hacer, como una exigencia ética y académica.  Ya editaremos esta entrevista y ésta será publicada en la web ya mencionada.  Gran parte de esta entrevista está destinada a la permanencia del concepto de Ciudad-Valle-Central, que ha sido, a mi juicio, una de las grandes invenciones referenciales de la escuela. En tal sentido, enfoqué el curso hacia la rentabilidad nocional que podía tener una estrategia de aproximación a  la invención del paisaje del valle central.  Lo que hago, a estas alturas, no es más que reproducir el interés ya estructurado como política de escritura para sostener las invenciones del paisaje en determinadas escenas locales.

Frente a las imágenes proyectadas de  pinturas como “El huaso y la lavandera” y “El malón”  de Rugendas  puedo sostener una hipótesis acerca de cuáles son los  indicios suficientes que permitan distinguir la dupla operativa de Civilización y Barbarie para definir un modelo de poblamiento.  Por otra parte, el arribo de los colonos alemanes  al sur de Chile en 1850 está planteado en esa  perspectiva. Y en general, la Pacificación de la Araucanía. Aunque de todo eso, curiosamente, no hay pintura.

Ciertamente, la pintura se remite a reproducir algunas escenas costumbristas del valle central; pero no en grado suficiente.  Rugendas, Smith,  algunas láminas en el Atlas de Gay acuden en mi auxilio para acomodar una hipótesis que no se revela como decisiva, sino a partir de la presión  crítica de una cierta literatura.  La hipótesis del trabajo en que me he empeñado consiste en señalar la preeminencia de la literatura, que en condición de “sociología menor” termina por perseguir a la propia historia. Para ello me he referido a la obra de Eduardo Barrios, “Gran señor y rajadiablos”, publicada en 1948, y que “resume” una ficción de asentamiento que tiene lugar en la segunda mitad del siglo XIX, y cuyo escenario geográfico se extiende entre Chillán y Melipilla. El caso es que a propósito de esta novela es posible sostener una hipótesis subordinada acerca del rol de las remontas en la configuración de un poder militar que se verifica en la guerra del Pacífico, puesto que los regimientos de caballería son formados probablemente a partir del traslado de un patrón de hacienda que se va a la guerra con toda su peonada.  Conducir a unos “hombres de a caballo” que se transfieren de las tareas de arreo a las de un regimiento en operaciones remite a la reproducción en campaña de las relaciones sociales que producen la existencia del propio valle central.  Con el atributo orgánico de que el personaje de la novela llega a ocuparse de las remontas del ejército chileno durante la ocupación de Lima. Para lo que hay que tener en cuenta que la guerra hace funcionar la economía del valle, en relación al trigo y al carneo de animales que son salados y conducidos al frente, para alimentar al ejército en campaña. Pero en la novela, el patrón dirige también la represión del bandolerismo que asola la comarca y arruina la economía local.

Para colaborar con esta hipótesis de invención del paisaje del valle central, recurrí a la novela de José Donoso, “El lugar sin límites”, que forcé para convertirla en la continuación de la primera que he mencionado, dado que en ésta última existe una trama de decepción compartida en cuanto a que los patrones de hacienda demuestran carecer del poder político que los pondría en situación de conducir lo que podríamos denominar “desarrollo regional” anticipado. El patrón de hacienda de Donoso carece de poder en la élite santiaguina y no logra conseguir que el tren pase por su fundo, que lo condena a quedar “fuera de la historia” (de poder); es decir, fuera de la modernidad eléctrica.

En cuanto a las representaciones del gran norte y del sur y el sur austral, allí no hay pintura, sino fotografía. La idea es que en el gran norte coinciden dos tecnologías de la extracción: por un lado, la industria de extracción del salitre como primera modificación monumental del paisaje, y en segundo lugar, la fotografía, como máquina de captura de un paisaje sometido a la medida de las instalaciones industriales, respecto de las cuáles la figura humana (obrera) pasa a ser una ilustración del poderío del maquinismo extractivo, en desmedro de las condiciones de existencia social.  De todo eso, no hay pintura. Solo fotografía.

Finalmente, en el sur de la colonización alemana ocurre un fenómeno extraordinario. Las dos tecnologías sucesivas de ocupación del territorio son la cocina de hierro y la fotografía. La cocina es el centro de la casa como fábrica de socialidad mínima. La cocina se convierte en una unidad productiva gracias a la cocina de hierro. Y cuando las condiciones de sobrevivencia son aseguradas y los colonos pueden exhibir sus éxitos sociales, aparece la fotografía para documentar la adquisición de su consciencia inscriptiva, mediante el registro del paisaje y de las poses familiares.  En la medida que se puede disponer del poder de manejo del ocio y es posible  exhibir los blasones de la nueva posición adquirida.

Es por eso que adquieren valor los álbumes de familia; porque son la base  para  una crónica de la colonización “blanda”.  Así lo pude confirmar cuando trabajamos con Samuel Salgado en el estudio de algunos álbumes de colonos que pertenecen a la colección de CENFOTO. Mientras que  en el gran sur, la fotografía supone el registro de la pérdida; es decir, solo son retratados aquellos que están a punto de desaparecer, a manos de quienes introducen la tecnología del mismo registro; curiosamente, dos curas; Agostini y Gusinde.  Cuando no, son los retratos de los “cazadores de indios”, que completan la “obra civilizatoria”.


domingo, 3 de diciembre de 2017

ARTE Y POLÍTICA: LA COYUNTURA DE 1957.


 Hace unos días escuché unos propósitos sorprendentes sobre las falencias en el trabajo de historia.  Es curioso, pero es una afirmación que ya formulé en el 2000 cuando armé la exposición en el MNBA, justamente para satisfacer una demanda de ese tipo; es decir, pensar que al formar un equipo de investigación curatorial  en el seno de una iniciativa museal, al menos resolvíamos la falencia del aparato universitario en este terreno.  Falencia endémica, por cierto, que  se arrastró durante toda la dictadura, al punto que toda la producción textual de dicho período fue realizada fuera de la universidad. Y así fue como se mantuvo la misma falencia a lo largo de la década del noventa,  que fue la fecha en que formé el equipo que contribuyó, más bien que mal, a montar la exposición que titulé “Historias de transferencia y densidad”. En efecto, ese era el sentido que tenía la mención al texto “El curador como productor de infraestructura”  en la columna anterior.  No hemos hecho más que vivir acarreando esa falencia que hoy día parece haber sido  descubierta.  Lo que hay que decir,  es que en este trabajo hay que saber distinguir lo que hay de historia y lo que hay de novela en los textos que vamos a considerar para dar cuenta de las complejidades  de la escena de arte.  Prefiero reproducir el chiste de que la historia queda a cargo del aparato universitario y que la novela es el único recurso que tenemos los independientes para hacer avanzar algunas hipótesis acerca de la verosimilitud que adquiere, bajo ciertas condiciones, el trabajo de escritura.

Sigo, entonces, con “la novela de Escámez”, que en 1957 pinta este mural en la Farmacia Maluje, que no es reconocido por la oficialidad del arte santiaguino,  manejada por lo  mejor que ese sistema local de arte puede exhibir: Luis Oyarzún.  Pensemos que los comunista cosmopolitas de filiación hispano-francesa todavía no logran copar los cargos de dirección de la escuela de bellas artes. Eso es algo que va a ocurrir ya a partir del regreso del viaje orgánico del Grupo Signo a Madrid, que tiene  lugar en 1962. Es decir, el ejercicio del poder efectivo en la Facultad de “la Chile” se realiza desde 1965 en adelante, de manera más precisa.  De modo que los conductores del sistema de arte chileno no son los comunistas, sino los restos de profesores post-impresionistas que dominan la Facultad en términos casi familiares.

Un tipo como Julio Escámez, que representa a los comunistas muralistas y nerudianos  tenía que enfrentar a dos grupos; a saber, los post-impresionistas  y los comunistas hispano-francófilos.  Pero eran grupos que operaban en Santiago. En Concepción, Escámez no tenía oposición, porque estaba “apañado” por el grupo de arquitectos que se habían instalado en la zona en ese momento y que todos ellos habían sido alumnos de Ventura Galván  en arquitectura  “de la Chile”.  Discúlpenme, pero he escrito de esto hasta el cansancio. No sé si es “historia falente”, pero de todos modos, intento señalar los términos en que se daba el conflicto  intra-comunista, al interior de la escena artística,  en la coyuntura de 1957.  Digamos que, toda la región de Concepción estaba afectada por el muralismo mexicano y que la propia universidad,  desde esos años,  que no era precisamente comunista, ponía en funcionamiento un aparato discursivo que apelaba a  la presencia de  “la América Morena”, a tal  punto que el mural de la Pinacoteca, en 1963,  lleva por título “Presencia de América Latina”.
Una  persona como Violeta Parra no hubiese tenido el efecto que tuvo si no hubiese estado en Concepción, habilitada por la universidad. Para eso le pasó una pieza en la Sociedad de Bellas Artes, que la propia universidad sostenía, para que allí abriera un museo del folklore.  De este modo, siempre, en Concepción,  ocupó un lugar de respeto y era admirada. Es fácil encontrar un indicio de todo esto. Tomemos, por ejemplo, la reproducción de la entrevista que le hace en 1962,  don Mario Céspedes, un brillante hombre de la radiofonía universitaria.  Está accesible en la red. Me lo advirtió, un día, emocionado, Juan Carlos Ramírez. En esa entrevista, ella habla de que está componiendo “El gavilán”. Y canta.  Estamos en 1962.

La imagen de Violeta Parra, como ya saben, aparece en el mural de Escámez. No es casual. Encarna una visión, si se quiere, ruralista, de la artes populares. No es la visión que tienen los comunistas hispano-francófilos de Santiago.  Pero estos últimos tiene el poder decisional y desplazan a los muralistas de la garantización político-académica, durante el movimiento de reforma. Un indicio de esta actitud es el despido de Tomás Lago de la dirección de Museo de Arte Popular Americano. Los reformistas lo castigan por  representar el discurso de ese comunismo  estético agrario, que está presente en el muralismo mexicano y que forma parte del imaginario de los artistas penquistas de 1957.  Es en ese contexto que estos artistas recuperan la cerámica de Quinchamalí como referente formal.

El mural de Escámez, entonces, representa el momento de mayor tensión en las relaciones entre arte y política en un momento de ascenso de la ideología social-cristiana, que le va a  arrebatar  estas banderas estéticas  y las  va a trasladar hacia Santiago, introduciendo esta cerámica en las costumbres del progresismo citadino de entre 1962 y 1964.  

Esto es lo que podría señalar como anticipación de mi ponencia del lunes 4 de diciembre, para contribuir al debate sobre los efectos de las prácticas curatoriales en el desarrollo de nuestro trabajo. Para poder sostener la hipótesis de la exposición del 2000, en el MNBA, tuve que montar la hipótesis de existencia de una escena local que había existido en oposición a la escena santiaguina, definida por el poder decisional de la Facultad  “de la Chile”,  que estaba experimentando un deslizamiento importante de poderes, en que los post-impresionistas pierden la partida y son reemplazados por los reformistas, de dominancia hispano-francófila.  





lunes, 8 de febrero de 2016

LA LECCIÓN DE GEOGRAFÍA (3)


Hay que seguir con La lección de geografía.  Tengo otra hipótesis. Pero que limita con la ficción novelesca.  La mancha del  mapa en el cuadro  no reproduce el territorio del Norte,  sino el Valle Central.  Hasta me atrevo a sostener que Eduardo Barrios se basó, en parte, en esta pintura para escribir la primera parte de Gran señor y rajadiablos.  El maestro en cuestión es nada más ni nada menos que el cura Valverde, el tío que educa al sobrino, José Pedro.  Tenemos a un tío y a un sobrino. Filiación perturbada. José Pedro queda huérfano. Su tío lo acoge. Después muere en un asalto a las casas del fundo.  José Pedro va a poner fin al bandolerismo, al tiempo que se encargará de las remontas del Ejército durante la Ocupación de Lima.  Será el patrón emblemático de la regimentación del territorio.  Sin embargo, se va a aferrar a conceptos señoriales que amparan privilegios que van a enfrentarse con los conceptos jurídicos del gobierno republicano, como señala Luis Hermosilla en “Representación burlesca de los blasones en Gran Señor y Rajadiablos (REVISTA CHILENA DE LITERATURA Noviembre 2011, Número 80, 171 – 183).  

La novela fue publicada en 1948.  Pero la trama se extiende entre 1840 y 1900.  La pintura de Valenzuela Puelma pudo perfectamente retratar la primera enseñanza de José Pedro Valverde. Sin embargo, el pintor era muy distante del proyecto oligarca y su pulsión territorial pasaba más bien por  las perturbaciones que la construcción del ferrocarril  iba a provocar en el universo hacendal.  De modo que la ficción no me sirve para evocar la hacendalidad, sino justamente su enfrentamiento.  Lo cual confirma esta otra hipótesis según la cual en el campo de la pintura se libra otra batalla, que puede ser análoga a la que se sancionó en el plano político de una guerra civil que da curso a la inseguridad simbólica de la oligarquía.  

Si todo lo anterior habilita la aparición de indicios verosímiles, en 1884 el Prometeo encadenado  de Pedro Lira  viene a encarnar el castigo perpetuo que le está reservado al  héroe  que trae  consigo  la Civilización; siendo ésta resistida `por quienes difícilmente desean abandonar el terreno de la Barbarie.   Es decir, les basta con la “civilización” que tienen.  He ahí la figura ominosa del águila-condorizada que refleja el carácter de un Estado rapiña que desconsidera republicanamente los antiguos fueros. 

Ahora bien: esta hipótesis no habría sido posible sino a partir de la lectura del texto de José Bengoa,  Valle Central: imaginarios,  interpretaciones, ensoñaciones, publicado en TALCA (Revista de la Escuela de Arquitectura, Universidad de Talca, Número 2, junio del 2008), en que señala –entre otras cosas no menos importantes-: “la instalación republicana se  realizó sobre el territorio del Valle central”; “El Estado de Chile se construyó en los hombros de la sociedad que existía en el Valle Central”; “No es el Estado el que construye la sociedad del Valle Central. Esta sociedad ya estaba constituida”.   La rapiña  es la manifestación  del no entendimiento de  esta determinación.  Eso es lo que el maestro (el cura Valverde) le enseña a José Pedro. Más allá de los deseos  de Valenzuela Puelma, la pintura hace el efecto de  síntoma, al señalar la existencia simbólicamente distintiva de un territorio  de cuyo mapa ésta se hace cargo de representarse como poder, en la imagen.

Hay que continuar con Bengoa.  La hipótesis que sostiene es de una utilidad extraordinaria. El territorio del Valle Central en el siglo XIX es equivalente al territorio de Chile.  De eso, no hay pintura. Ya lo hemos sostenido, en otro lugar. La Pax Hacendal  se da a entender en la literatura. Claro que sí: Orrego Luco, José Donoso. Porque una cosa es cierta: “sin duda sorprende que en el Valle Central la Pax Hacendal haya durado hasta bien entrado los años sesenta del siglo veinte. Se mantuvo el control de la tierra, del paisaje, y sobre todo de la gente. Por ello cuando se rompió, el golpe fue de una rudeza inaudita”.

Lo que no dice Bengoa es qué fue lo que causó la ruptura.  Es decir, lo hace de un modo elusivo que no parece justificado  en el texto.  Lo que rompió las lealtades y los imaginarios dependientes entes patrones y subordinados fue  la   Campaña de Alfabetización durante el Gobierno de Frei Montalva.  Es muy raro que Bengoa no haya mencionado a Paulo Freire y  “el método de concientización”. Lo cierto es que si los campesinos aprendían a leer, en consecuencia, aprendían a leer que tenían derechos y se sindicalizaron.  Eso rompió las lealtades imaginarias.  Fueron severamente castigados por este atrevimiento.  Esa fue otra “lección de geografía”.

No existe, hoy día,  un artista chileno dispuesto a  realizar una obra análoga a la  pintura de  Valenzuela Puelma.  El lugar  de la producción  de  imagen para el territorio  del Valle Central se ha desplazado.  Si la pintura de Valenzuela Puelma reproduce “après-coup” la apropiación adecuada a la misión histórica que le corresponde a la elite del siglo XIX,  ésta ya deja de cumplir ese rol a todo lo largo del siglo XX.  Es como si hubiese  “abandonado sus deberes”.  (Lo de misión histórica es un chiste marxista, por cierto).  De ahí, su función (estructuralmente) ilustrativa del discurso de la historia.

Entonces, desde hace un buen tiempo a esta parte, esa función reclamada en este discurso le ha correspondido a la arquitectura. Por eso afirmo que es la arquitectura la que define el campo de la visualidad.  Las artes visuales orgánicas  han pasado a cumplir la tarea de los contratistas  en  neo-decoración pública. 

Al final de su artículo, Bengoa se hace una pregunta que adquiere casi ribetes apocalípticos: “¿Qué quedó de la ruralidad? ¿Qué quedó del imaginario del Valle Central? ¿Qué quedó del imaginario del Valle Central de Chile que acompañó gran parte de nuestra Historia?”. Y agrega: “Asistimos a un tiempo de ruralidad quebrada”.

Cuando pienso en la arquitectura chilena, es preciso hacer algunas distinciones.  Tomo partido por el trabajo de TALCA y la invención del concepto Ciudad-Valle-Central, como respuesta  -nueva lección de geografía- al quiebre señalado por Bengoa.  

sábado, 6 de febrero de 2016

LA LECCIÓN DE GEOGRAFÍA (2).


Una pintura como la de Valenzuela Puelma, La lección de geografía, ha pasado a ser una de las más populares entre la crítica y los artistas.  Hace algunos años, Antonio Guzmán presentó en la Fundación Migliorisi (Asunción, Paraguay) una pequeña “instalación pictórica”  en la que proyectó una imagen de esta pintura, a la que le sobreimprimió otra, dibujada por él, de un Pinocho con la nariz muy larga, que sustituyó la imagen del niño.  Junto a la proyección,  por un lado, se desplegaba una serie de dibujos de escolaridad perturbada y perturbadora, en que un maestro con cabeza de burro castigaba a los infantes que tenía a su cargo.  Mientras que por el otro lado,  Antonio Guzmán exhibió dos o tres sacos (chaquetas) colgados dando la espalda. 

No entraré a repetir la hipótesis que ya se ha hecho obvia.  Esta pintura realizada en 1883, probablemente expresa la voluntad de una obra por legitimar mediante la imagen la incorporación de nuevos territorios.  Por cierto, es una lectura muy conveniente para la corrección política contemporánea y diseña el modo cómo se debe representar la voracidad de una clase política para la que la pintura no hace más que ilustrar su pulsión incontenible.

Es preciso agregar que en el momento  en que Valenzuela Puelma realiza esta pintura está teniendo lugar la Guerra de Pacificación de la Araucanía, con lo cual podemos inferir que la pintura garantiza el despojo y encubre una aniquilación.  De todos modos, lo que representa es siempre el acomodo entre Poder de la Imagen e Imagen del Poder.  Obvio, ¿no?

Recuperé un archivo de la obra de Antonio Guzmán en Asunción y lo imprimí, recortando la hoja y  pegando un fragmento en un cuaderno  de apuntes.  Lo descubro en estos días, mientras preparo el ensayo para el catálogo del envío chileno a la Bienal de Arquitectura de Venecia.  La pintura de Valenzuela Puelma puede ser entendida como la voluntad del manejo del territorio.  La instalación de Antonio Guzmán, en cambio, puede ser advertida como la prueba del manejo del cuerpo.  El mapa se aprende copiando sus trazos y coloreando las zonas de conflictividad.  El Pinocho que miente sobre sus legítimas intenciones exhibe la marca de su competencia,  mostrando  la metamorfosis del  cuerpo del pincel en nariz de palo fálico dispuesta a depositar en un instante la cantidad de grumo que asegure la ley de fidelidad imaginaria.  No deja de ser un chiste, ¿verdad?, toda esta psicoanalización de pacotilla que provee de materiales de gran valor para el desarrollo de nuestras investigaciones.





¿Con qué ropa? se pregunta Antonio Guzmán.  Lo que caracteriza al maestro del cuadro es la dimensión  prescriptiva  de su “percha” como preceptor.  El niño-Pinocho es tan solo un verificado receptor de voluntad territorial.  Ya lo he mencionado en otro lugar. Existe un  juego de palabras entre “mapa de Francia” y mancha de la polución nocturna sobre la sábana de Luis XV cuando era un adolescente. Podía engendrar a una sucesión; podía identificar su cuerpo con el cuerpo del Estado.  Hay algo de eso en el Valle Central de Chile: la diseminabilidad de los hijos de la oligarquía jugando cada verano, entre sí, a poner la nariz.

A propósito de la ropa, cuando Balmes quería pintar un cuerpo nunca pintaba un cuerpo, sino raramente. La mayor parte de la veces pintaba una camisa o una  chaqueta.  Pintaba por ausencia dando a ver el vacío. Era la única zona  gráfica que se confundía con las hilachas del sentido faltante. En cambio, para Antonio Guzmán, la saturación de los cuerpos se da a ver en los detalles de sus costuras significantes, en los cierres de la representación oligarca de la transmisión  de sentido.  De este modo, Guzmán recupera la política de línea que horada la superficie de retención de la seminalidad hacendal.

La mancha  vendría a ser un significante  pictórico chileno porque sería recogida en un pañuelo con el monograma del autor del grumo.   La firma del título de propiedad  pone de manifiesto la prueba de seminalidad que la pintura chilena proporciona a sus propios referentes.  La pintura certifica el dominio simbólico de la tinta y del empaste, como fiel  expresión de la ideología del trazo inicializante con que con los copistas reproducían la primera letra de los capítulos convirtióndola en un espacio visual.  En la cuenca de la ilustración del paisaje humano reside la visualidad de la letra.  ¿Qué es lo que el maestro del cuadro de  Valenzuela  Puelma le enseña al infante-Pinocho?  Que su su mano  señala el alcance de la transmisión vigilada y que la nariz de Pinocho devela  el valor de la palabra perturbada que denomina la veracidad del campo de la pintura. 


lunes, 7 de diciembre de 2015

REPLAY


En la entrevista a Iván Navarro, La Tercera publicó una fotografía de una visita de niños a su exposición. Ante la acusación de que la crítica no se había manifestado sobre este evento, el diario responde por anticipado y le fija al artista el marco para sus respuestas. Los niños son el público privilegiado en la estrategia de formación de audiencias del Centro de Arte  de Corpbanca/La Tercera. Lo que explicaría por qué en la cadena de la  competencia, no hubiese aprobación crítica suficiente.  Lo que propone  el diario desde la partida es que los niños dicen la verdad, por lo tanto, tienen razón sobre la crítica.   Operación básica.

Si se trata de verificar la eficacia de las descripciones y comentarios sobre su exposición en Corpartes, hay que remitirse sin más a los textos de Waldemar Sommer y Alejandra Villasmil.  Ahora, en relación a RELAY, hay que buscar el folleto al que me he referido.  Ni siquiera me llegó desde Santiago, sino que lo recogí en una galería en Valparaíso, cuando fui a participar en la mesa redonda de La Sebastiana en Homenaje a Pasolini.  ¡Cuestión de fortalecer los debates reales del arte chileno! Hay que hablar, mejor, de Pasolini.  

De todos modos, debo mencionar que este folleto y esa obra allí mencionada poseen un antecedente sobre el que nunca hablé.  Debo remontarme a marzo del 2010,  a la exposición en el Espace Vuitton, en Paris.  Estuve allí. Muchos hubiesen deseado que no estuviese. Pero estuve. Lo lamento.  Allí, Iván y Mario Navarro presentaron una pieza que me cargó.  Era como llevar agua a Venecia.   No sé si me explico.  Pero como siempre lo he discutido, hay obras malas realizadas por grandes artistas. Y en la trayectoria de un artista, siempre encontraremos obras malas. Lo cual no disminuye ni mi respeto ni mi admiración por los mencionados. Era una obra denotativamente política y no debía dejar de interesarme.  Por cierto que no. Yo sabía de todo eso: es decir, del modelo francés de la guerra psicológica,  de la guerra de Argelia, de la OAS, de la fuga de sus miembros relevantes a Sudamérica, de la participación de los franceses en la teoría y práctica de la contrainsurgencia en la Escuela de las Américas, etc. 

Sin embargo, la pieza me pareció fallida. Aún eso, es opinable. Digo,  mala. Torpe.  A escasos metros de allí, en el Petit Palais, Boltanski hacía el montaje que luego trajo Beatriz Bustos al MNBA el año pasado. Pero regreso al Paris del 2010. Me fascinó  “el tema” de la obra de Iván y Mario Navarro. Pero eso no basta.  Guardé silencio. No insistí. Me resultaba evidente que hay silencios que son elocuentes.  Incluso, pedagógicos. Lo que no me quita el valor ni la precisión crítica para referirme a otras obras de ambos, por separado.  Sobre todo, porque  este año de 2015, mientras Iván Navarro exponía en Rosario Norte, yo escribía el ensayo sobre el montaje de Mario Navarro en la Alameda.  O sea, en Galería Gabriela Mistral. Una exposición difícil y compleja, totalmente refractaria, sobre la que nadie ha querido decir absolutamente nada.   ¿Es preciso que alguien se queje por eso?  No corresponde.  Hay que dejar que el tiempo de la exhibición cuaje y demuestre a los idiotas lo que debe ser demostrado.

Recuerdo que el día de la mesa redonda en Gabriela Mistral  fue el arribo de los camioneros de la Araucanía.  Era el regreso del miedo. Cada cual produce el miedo de su conveniencia. Mientras debatíamos –en un país donde no hay debate de arte- veíamos cómo los camiones circulaban por la Alameda y comenzaban los primeros disturbios.  Un camión transportaba a otro camión, quemado. Sobre la plataforma, el despojo, la prueba de la ausencia del Estado de Derecho. No exageremos. A juicio de no pocos agentes del campo artístico, bien merecido se lo tienen, por pinochetistas. Al final, los hechores de los incendios en la Araucanía satisfacen la realización de deseo de los artistas. Los camioneros querían, a su vez, reemplazar a la Pequeña Gigante y al Tío que se la sentaba, a vista y paciencia. Pero no pudieron. Su espectáculo no tenía visa y no estaba garantizado por Santiago a Mil.

Tuvimos que terminar rápido el debate para poder salir a tiempo y no quedar atrapados.  En Rosario Norte lo único que lo puede  atrapar a uno es el taco que se forma a la salida de las oficinas, en esas sedes corporativas donde se organizan variadas y diversas colusiones, incluyendo las informativas.

Pero dije que me iba a referir al folleto de la obra en el  campus de la Andrés Bello. Eso venía de una investigación que Iván había realizado, desde su conocimiento del  extraordinario libro de Marie-Monique Robin, Escuadrones de la muerte: la escuela francesa, que dio origen al documental del mismo título en que se describe los métodos empleados por las fuerzas de seguridad argentinas durante  la  “guerra sucia”  de 1976 a 1982,  basados en las técnicas que los  militares  franceses  emplearon durante la batalla de Argel.  Quienes ya éramos lectores de Los condenados de la tierra en 1970, sabíamos perfectamente lo que esta batalla había significado para la elaboración de los principios de la guerra psicológica.   Desde ahí en adelante  comenzamos a conocer los nombres de Trinquier, Lacherey, Aussaresses.  Todo bien. Esos nombres están en el “guión”.

En el folleto RELAY, el curador de la muestra de Rosario Norte escribe una introducción sobre la obra para el Campus Bellavista, muy interesante: Actos inermes, actos impunes. Lástima: no tuve el placer de conocerlo. No me fue presentado. Es que nunca estuve considerado en esa política de comunicaciones.  Todo bien. Solo que me incomoda recibir lecciones refritas.  Ya. Estoy hablando de la dislocación de los nombres como sustracción del carácter de una ciudadanía. Cuestión de saber de qué modo los nombres no corresponden a la designación de los cuerpos. Pero eso es todavía alargar de manera interminable la rentabilidad asociada a los acontecimientos que no dejan de durar.  Al final,  el texto es mas elocuente que la obra y  podría haber sido publicado como separata en Punto Final, que es la revista que  publicó en forma de separata el manual del guerrillero de Carlos Marighela en el mismo momento que comenzaba a ser construida la Remodelación San Borja.

Por cierto, la obra resulta ser un buen ejercicio que pone en situación la condición vestimentaria en su rol de  soporte de letra.  Eso es. La letra luminosa, en bucle, para hacer visibles palabras claves (etiquetas) y demostrar la existencia restringida de un universo significativo. Paulo Freire en Central Park.  Maravilloso.  Una letra ominosa, que recuerda la magnífica exposición de Iván Navarro en Matucana100, que tanto molestó a prominentes agentes de la crítica chilena con conexiones de  diversa magnitud en el mundo anglosajón y que le reprocharon todo esto, ya.  

En este folleto me agradó encontrar  ese tono antiguo de propaganda de los años setenta, con el grano grueso, como si estuviera impreso en serigrafía.  Considero que es una buena táctica gráfica para des/localizar las presentaciones del trabajo.  Pero la hipótesis del curador debiera ser puesta en relación con la pieza teatral de Ariel Dorfman (La muerte y la doncella), que aborda una problemática que fascina en el mundo anglosajón, que es para quien finalmente son producidas estas obras.  Los relatos de las cosas, a veces, son más eficaces que las obras. Aunque la visualidad garantiza su inscripción en un imaginario que las legitima como expresión ineludible del dolor que la constituye.

Nosotros, afectados gravemente por el síndrome de la localidad, no alcanzamos a comprender la proyección universal del problema y seguimos empantanados en la dupla “ni perdón ni olvido”, porque es en esa frase herida, en esa herida de la f®ase, que mantenemos a distancia la irremediable certeza de que todo eso, puede volver a tener lugar, pese a las colusiones de Brodsky  en el negocio de la memoria.