lunes, 14 de diciembre de 2015

TEMPLO LAICO


En la columna en que me referí a una de las frases magistrales recolectadas por Camilo Yáñez del basural arqueológico de la prensa impresa, escribí de manera incorrecta el título de una lámina.  El nombre correcto es Nadar con tiburones es fascinante.  Lo más probable es que me haya dejado impresionar por la imposibilidad de nadar, en la piscina.  Ni para bañarse, ni para tomarla.  Entonces, lo que permanece es la fascinación por las palabras encubridoras.  
Según el Diccionario de la Real Academia,  fascinar deriva del latín “fascinare” y tiene tres acepciones: 1.  Engañar, alucinar, ofuscar. / 2.  Atraer irresistiblemente. /  3. Hacer mal de ojo. En La Tercera del domingo pasado,  Enrique Correa  realiza una operación de inteligencia  actuando como un sujeto que logra  satisfacer en un mismo discurso, estas tres decepciones.
Pasar  a la fascinación de nadar entre tiburones es una declaración que puede ser asociada a la necesidad de regresar desde la  Cultura  (tecnología de la natación) a la Naturaleza (asociación con la voracidad  criminal de los escualos).  Sin embargo, ésta es –por encima de todo- una Cultura.  Esta última define la condición de un regreso a los orígenes del pacto social, afirmado en su versión antagónica; es decir, nada hay más horroroso que nadar entre depredadores sociales.  La barbarie está escondida en el concepto mismo de cultura (Benjamin).  ¿No debiéramos reconocer en cada acto de voracidad, un acto verdaderamente político? ¿No podríamos hacer de un acto de veracidad, la base de una (nueva) política cultural? ¡No seamos (tan) estúpidos!

Lo que podría uno  preguntarse, a partir de los afiches producidos por Camilo Yáñez y sus expansiones murales, es ¿a que tipo de pensamiento pueden dar lugar estas imágenes de letra? (Imágenes a la carta).

¿Cuál sería su contribución al conocimiento de las relaciones entre imagen y palabra, como “falso problema” del arte chileno de los últimos cuarenta años? Camilo Yáñez, en esta saga,   se sitúa en la filiación dittborniana más eficaz, porque reproduce el punto de vista según el cual las imágenes y las palabras, juntas, forman lo que Didi-Huberman llama “una tumba de la memoria”, declarando de inmediato tres elementos en juego, que se combinan con las tres acepciones de la palabra “fascinante”: “Sabemos que toda memoria está siempre amenazada por el olvido, todo tesoro amenazado por el pillaje, toda tumba amenazada por la profanación” (Cuando las imágenes tocan lo real).  En la historia del arte reciente, manipulada  por las curatorías de precursividad, tenemos  que soportar el pillaje de  fuentes,  el olvido de  precedentes y la profanación  documentaria. 

Entonces, olvido, pillaje y  profanación de la lengua política pasan a ser el fondo semántico sobre el que Camilo Yáñez intenta rescatar la imagen de la palabra verdadera, en el terreno de la literalidad del inconsciente político chileno, que funciona como dispositivo de depuración. 
Hay una obra que hace función de argumento por inversión y que favorece la hipótesis de Camilo Yáñez. Hablo de Estadio Nacional, el video que  fue armado a partir de  dos cosas muy simples: una larga secuencia por la faena de desmantelamiento del Estadio Nacional (para habilitar su reforma) y una canción de Victor Jara (El niño Luchín) en la versión de Carlos Cabezas.  Imagen y palabra, marcando el espacio y el tiempo de la memoria. (Esta obra fue presentada en “L´envers du décor”, en Paris, en el Espace Vuitton, en marzo del 2010.  Y también, en Dislocación, en el Museo de Berna, por la misma fecha).  La brutalidad reformadora se asienta sobre la banda sonora de una “canción de cuna”, para redoblar su eficacia en la inversión del  sistema de arte local entendido como un “niño Luchin”, con el  muñeco de trapo  como antecedente de la disposición objetual en el arte chileno, ¿verdad? 



Mientras visito la sala CCU durante el montaje, Camilo Yáñez me habla –profusamente- de la obra de Jeremy Deller y del catálogo de su exposición El ideal infinitamente variable de lo popular (Madrid, México, Buenos Aires; no llegó a Santiago).  En éste,  Dawn Ades  escribe un ensayo -Las historias inglesas de Jeremy Deller-  donde reproduce el argumento del artista acerca de su trabajo que montó en la Bienal de Venecia del 2013 :  Admite haber utilizado la idea del pabellón en la Bienal como, según sus palabras, un “templo laico”: un espacio no religioso, no confesional, no sectario, pero con rituales
y alusiones sagradas y religiosas en la colocación de los objetos, la iconografía y la relación entre las salas”. 
Camilo Yáñez ha realizado una idea similar: hacer de una sala de eventos corporativos  que funge como sala de exhibición -como todo en el arte chileno,  nominando las cosas por inflación de la cobertura-; digo, hacer de todo eso un “templo laico”,  ordenado por el rito de la diseminación de la palabra,  como si se ordenara como un  fragmento de “historia sagrada”, que viene a recuperar la táctica visual que Gonzalo Díaz ensayara en su “batalla de Lonquén”, en diciembre de 1989. 
Lo curioso es que el día del arribo de los camioneros a Santiago, al salir de la Galería Gabriela Mistral, Mario Navarro me habló –también- de Jeremy Deller.

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