jueves, 10 de diciembre de 2015

HOMO VIATOR



En estos días se levanta la exposición de Eugenio Téllez en el MAVI.  Durante las discusiones previas al montaje, al ver las obras en el taller de Santiago,  realicé unas tomas fotográficas con el IPhone. En un costado, me impresionaron unos dibujos de sombras; mas bien, de hombres cuya sombra propia se excedía del campo que Téllez les había asignado.  La manera de organizar las fuerzas gráficas permitía definir el rol de estas zonas delimitadas, generalmente en la zona inferior de las pinturas.  Todo eso era una aproximación a la presión gráfica anotada como comentario al margen de la pintura.  En este contexto, era necesario proporcionarle a la pintura el espesor referencial para sostener  y soportar anotaciones en su propio campo.  De este modo, es posible retener  que en  Eugenio Téllez, el dibujo es siempre un dispositivo de persecución en el seno de una pintura que le debe a los procedimientos del grabado sus principales atributos.  



En la Escuela de Bellas Artes, sin embargo, el grabado era lo que menos le interesaba.  Había entrado, una vez, por equivocación, a la sala de grabado,  y había encontrado a unos personajes manchados de tinta que preparaban una plantas con la actitud de  un avaro contador auditor.  Cerró la puerta y no volvió a pasar por ahí.

Más que nada, ocupaba su tiempo en el taller que con su compañero de curso, Enrique Castro-Cid ocupaban en La Chimba y desde el cual se conectaban directamente con los poetas y escritores de la generación del 50. Por esta razón, ninguno de los dos  establece relaciones de  dependencias con los artistas-docentes de la Facultad de comienzos de los años sesenta.   La infraestructura de su enseñanza se levanta en el espacio literario, en la cercanía de Luis Oyarzún.  Esta es la estructura de  relaciones que  les proporciona una imagen adelantada en que la miseria informativa y el control endogámico los conducen a dejar el país, con la hipótesis de no regresar. 

Lo cual hace de Eugenio Téllez, de Castro-Cid, unos viajeros consecuentes y complejos, que no están dispuestos a caer en la trampa del hijo pródigo.  De algún modo, destruyen la subordinación pánica de “lo natal”.  Por eso, elaboran  el desarraigo y el desplazamiento como prácticas habituales de quienes, simplemente, se ha puesto en  marcha, sabiendo que no hay regreso.

Eugenio Téllez se instala en  Paris en plena Guerra de Argelia.  Eso hace la diferencia con todo. No es lo mismo estar allí, luego,  en marzo de 1962, cuando se firman los Acuerdos de Evian.   En este momento,  Balmes y sus amigos del Grupo Signo exponen en Madrid.  Esto no es anecdótico.  Ese año,  Sartre escribe el prólogo de Los condenados de la tierra.  Fanon pasa a ser un contra-y-seña.  La revolución argelina y los movimientos de liberación pasan a ser un referente de intercambio que redefine la búsqueda de una identidad artística.  Aunque de inmediato se hace evidente la contradicción interna de la historia de dichos movimientos. La historia está hecha para ser repetida, como tragedia, como farsa.  En todo viajero que porta consigo los afectos de la ruptura con el Natal se aprende lo que significa ser carne de cañón.  Por eso, es preciso entrar en estas consideraciones para dimensionar su trabajo y conectarlo con el momento de la partida. 





Eugenio Téllez  permanece en Paris trabajando con Hayter, directamente,  primero como “massier” (aprendiz y asistente) y luego como  coordinador general del taller. Es allí donde recibe  a otro joven chileno que se ha inscrito en el taller: Juan Downey. A los dos años, este  último se traslada a Nueva York.   Luego, al cabo de un tiempo, Téllez se convertirá en profesor visitante en la Universidad de Illinois.  Desde Chicago visitará constantemente Nueva York y conocerá de cerca la escena  a la que se aproximan  Castro-Cid y Downey. Estamos hablando de la segunda mitad de los sesenta y los tres mencionados  trabajan con  la galería Fagen.

Luego Téllez se instala en Montreal y recupera el contacto con artistas quebecquois que había conocido en Paris.  ¿Por qué menciono esto? Al escribir el texto para el muro de ingreso en el MAVI,  pensamos –ambos- en la palabra Dieppe. Era otro santo-y-seña que iba más allá de un hecho bélico en el que una nación entera  resiente  el vacío a flor de piel.  La  obra de Téllez se ha construido siguiendo el rigor  del desembarco en playas hostiles. En los setenta convirtió su pasaporte en un cuaderno de dibujo, para consignar  las últimas líneas de  repliegue de  cuerpos a los que se  les sustrajo  el derecho de figurar  la historia.  Desde ahí reproduce para nosotros las sombras del combatiente interminable, cuyo cuerpo yace (siempre) tendido en la memoria como playa o como estepa.   

Mientras comienza el desmontaje, me obsequia  la traducción francesa de la novela de Theodor Plievier, Stalingrado, subrayada y anotada por él mismo.  Es decir, dibujada en los márgenes.  Entiendo el por qué  de las sombras propias en las pinturas que he mencionado al comienzo; porque además, poseen un alcance suplementario en relación a los límites del esfuerzo humano, por un lado, y por otro, a lo que significa el cuerpo representado en una situación también límite, que es la de un ejército en desbandada, que anticipa el derrumbe del Estado que lo sostiene.

Desde los primeros capítulos, el relato del trabajo de la compañía de castigo, encargada en enterrar a los muertos recogidos en las trincheras y en medio de la estepa, congelados, cubiertos de barro, de sangre y de excremento,  hasta la constatación de las manchas grises recortadas en la bruma, caminando como sombras en el espacio de la indiferencia objetiva de la derrota,  son elementos que en la pintura de Eugenio Téllez se verifican como  sobrevivencias de  máquinas de guerra que ya funcionan solas, para si mismas,  operando sobre las ruinas como destino.  Pero bajo la condición de una humanidad arruinada, en la que es posible acoger  la textualidad de un gran poeta, metamorfoseada por la imaginería del traficante de armas.   Frente a esa condición del conocimiento de la historia, no cabe más que la figura del pintor frente a una tela instalada sobre el caballete ortopédico, pero en la que su cuerpo no es más que la sombra de si mismo, coincidiendo con la regulación del calce entre referente y diferido.


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