En alguna antigua conversación con un artista totémico de la
escena plástica chilena, recuerdo haber retenido la observación según la cual
el arte servía mejor que la técnica para
estudiar el estado de una sociedad. He
recordado esta observación a propósito
de lo que se ha escrito en la prensa acerca del Centro de Arte Contemporáneo.
Este es el mejor indicio de cómo están
de mal las cosas en el campo de
las artes, como subordinación simbólica e indicativa de la miseria del campo
político.
Todos los grandes cultores de la crítica institucional están
a sueldo, o del gobierno, o de las universidades que le hacen la política de
blanqueo al CNCA.
Todos se preguntan,
al mismo tiempo, ¿cómo voy ahí? Al
parecer, lo que hay que repartir es muy poco; y por la rareza del objeto, es
valioso.
Nunca antes había sido tan patética y evidente la
pusilanimidad política de los artistas visuales y de la crítica. Por cierto que hay excepciones. Si esta fuera
la anticipación mitológica de la sociedad chilena, entenderíamos que las
colusiones de todo tipo le pertenecen
como condición de existencia. Desde ahí, entonces, se entiende perfectamente
que la oligarquía ha dominado este país porque opera desde la (in)formación privilegiada como un atributo
natural de su dominio. Los plebeyos que
le reproducen en su nombre encubierto la
regulación de la sensibilidad ascendente no hacen otra cosa que diferir sus enseñanzas.
La razón de por qué no puede haber obras como “antes”,
reside en que esas obras no dependían de la garantización partidaria. Salvo el CADA, claro está, brazo del arte
sociológico del Mapu-OC y de los comunistas, en la coyuntura de sustitución
partidaria de 1981.
En el caso de artistas como Dittborn,
Leppe, Duclos, por mencionar a
algunos, es la primera vez, desde 1970, que las obras se autorizan de si
mismas, porque el golpe militar terminó con el hipo/stalinismo de la Facultad de Bellas Artes de la Universidad de
Chile. ¿No les parece que haya que
leer la famosa columna del crítico Romera en el Mercurio de febrero del 74? Aprenderían
mucho sabiendo cómo desde la prensa se “leía” a la Facultad: como responsable de la
catástrofe del arte chileno.
Lo que todos si saben de sobra es que el Golpe Militar dio acceso a la dinámica abierta del mercado de arte,
porque había que tener con qué decorar
los interiores de las sedes financieras y de las empresas, cuyos directivos
experimentaron en carne propia el miedo al socialismo. Una vez conjurado este
peligro se abrió un poder comprador de pintura, como nunca antes. La Facultad fue sustituida por el
Mercado. La única galería que existía, o
casi la única, dependía simbólicamente de la garantización de la Facultad o del
Museo, según el caso. Lo que no le
impidió participar en la salida “trucha” del país de obras de arte pertenecientes a grandes personajes de
la oligarquía, cuando Allende fue
elegido presidente. Sacaron del país no solo sus inversiones, sino muchas obras
de arte.
Entonces, después del
golpe militar hubo un tipo de obras que se sustrajo del dominio de las dos
instituciones que acabo de mencionar. Sin embargo, tuvieron que pasar a lo
menos cinco años para que la irreductibilidad
temporal de éstas se diera a ver.
Lo curioso es que cuando se dieron a ver
–en torno a 1980-, fueron eufóricamente
aplaudidas por la crítica mercurial. ¡Ya nadie sabe para quien trabaja!
Sin embargo, a poco andar, “a buen entendedor pocas palabras”.
Los propios artistas vieron con pavor de que ser saludados por esa crítica les quitaba oportunidades de ser
recuperados por la oposición democrática;
es decir, que su mención los “banalizaba” y los hacía correr el riesgo
de ser considerados como “cómplices” de la dictadura. De hecho, desde ciertos sectores comunistas,
ese fue el rumor que se hizo correr en un comienzo sobre los trabajos de Leppe
y de Dittborn. A este último, incluso,
le reprocharon no usar fotografías de los detenidos-desaparecidos en sus obras.
Pero todo fue entrando en su cauce cuando la oficialidad de la Oposición
Democrática de entonces, garantizó políticamente los trabajos del CADA, que
fueron hecho, prácticamente para ser
garantizados, que era la única manera de inscribirse en una historia de
resistencia. Así las cosas, los
comunistas fueron perdiendo la partida en la escena plástica, al punto que
varios de ellos, de reconocida trayectoria, abandonaron el partido porque ya no
les reportaba ninguna ganancia. El negocio del reconocimiento había sido
desplazado.
Al estudiar la posición del arte comprometido, lo que más
debiera llamar nuestra atención es la facilidad para formular la hipótesis de
“ocupar todos los frentes”, porque de ese modo se iba ganando terreno. Y tenían
toda la razón. Fue así que toda la izquierda artística participó –en los años
ochenta- en los Encuentros de Arte Joven, organizados por el Instituto Cultural
de Las Condes. Había que ganar terreno. Y de
manera análoga, muchos artistas
participaron en el Concurso de la Colocadora Nacional de Valores; entre
ellos, Gonzalo Díaz, que ganó el gran premio en 1980, o en el 81, no estoy
seguro. Y el CADA, probablemente en
1982, ganó el mismo premio con una instalación llamada Traspaso cordillerano.
Nada de esto me
autoriza a sostener que eran actos de complicidad. Era ganar terreno en
territorio hostil, sin duda. Pero se tiene que saber, entonces, que siempre los
artistas tuvieron un espacio de negociación tolerada a espacios institucionales
durante la dictadura. Incluso, los
mayores riesgos en este sentido fueron experimentados en exposiciones que
tuvieron lugar en galerías privadas, en la propia Plaza del Mulato. De modo que, la existencia de la escena
plástica era de tal manera consistente,
bajo la dictadura, que nos enfrentamos a la situación en que el arte oficial era el arte de la oposición
democrática, suficientemente
garantizado en la escena internacional por las mejores alianzas
institucionales. Con lo cual quiero decir que los artistas tenían un reconocimiento internacional que
les permitía disponer de una retaguardia simbólica que, en el plano interno, se
traducía en la mantención de célebres y persistentes iniciativas, como lo fue
el Festival Franco-Chileno de Video-arte, que funcionó entre 1981 y 1989, a lo
menos.
Sin embargo, cuando afirmo que las obras de los artistas más
relevantes de la escena de los ochenta,
como Leppe y Dittborn, se autorizan de si misma, quiero decir que no buscaban
la garantización de la oficialidad partidaria de la izquierda. Esto duró hasta
que con la plata de los socialistas españoles, se organizó la gran exposición ChileVive, en 1987, armada para sostener
la hipótesis de existencia de una resistencia artística consistente, cuya exhibición
colaboraba con el fortalecimiento del apoyo internacional a la oposición
democrática en la perspectiva de la Campaña del NO, en la que trabajaron no
pocos de los mismos artistas, reconvertidos en hábiles publicistas del nuevo
proceso, al punto de que la estética de dicha campaña tomó prestada muchas de
las banderas formales que los artistas no-garantizados enarbolaron a comienzos
de los ochenta. Todo bien.
Solo que la Transición Democrática necesitó, en un primer
momento, a los neo-expresionistas, para decorar la apertura. Y recurrió al
prestigio de un gran artista chileno de fama internacional, que proporcionara
la prueba de que el arte y la cultura
estaban siempre con la izquierda. Fue
cuando le dieron el premio nacional a Matta, en desmedro de Nemesio
Antúnez. Hasta que avanzados los gobiernos de la
Concertación, Lagos permitió el acceso
al Olimpo a los artistas “conceptuales” que
inicialmente no habían sido garantizados, o que manifiestamente hasta ese momento no habían requerido de las jubilaciones correspondientes,
declarándolos como soportes ineludibles
de la escena artística oficial de la Transición. Ese fue el nacimiento de la crítica
institucional, que se transformó en la empresa de banalización discursiva de
toda infracción formal; mejor dicho, que sometió las infracciones formales a
la fondarización, legitimada por los
intercambios de fuentes laborales entre ARCIS y la Facultad.
La pragmática de la infracción regulada por la tolerabilidad
de las negociaciones con la nueva institucionalidad cultural fue lo que definió el horizonte de espera del arte
chileno contemporáneo.
Es notable el esfuerzo de la Obra Institucional de Camilo Yáñez por desmontar el andamiaje de
semejante horizonte y edificar la nueva historia del arte chileno, bajo nuevas
condiciones de extorsión blanda.
¿Y de qué otro modo podría ser? La pusilanimidad política de
los artistas favorece la permeabilidad de una superficie de
recepción extraordinaria, que no espera
más que nuevas recompensas por servicios rendidos.
1980 se inaugura en el Museo de Bellas Artes el Sexto Concurso Colocadora Nacional de Valores.Premio Salón: Gonzalo Díaz,(tríptico Los hijos de la dicha o introducción al paisaje chileno). Premio pintura : Carlos Ortúzar. Premio gráfica: Gonzalo Mezza(Video instalación Cruz del Sur).Premio Escultura: Hernán Puelma (Duda Demografica).
ResponderEliminarGRACIAS POR LA PRECISIÓN.
EliminarDe Nada Justo, otra precisión,1981 se inaugura en el Museo Nacional de Bellas Artes el Séptimo Concurso Colocadora Nacional de Valores.Premio Salón: Diamela Eltit y Lotty Rosenfeld ( Traspaso cordillerano,instalación en neón y vídeo). Premio pintura : Gilda Hernández (El jardín de infancia de Isabel la Católica. Premio gráfica: Jaime Leòn Premio Escultura: Aura Castro(Mujer maleta y amortajada).
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