domingo, 12 de junio de 2016

EL CONVERSATORIO DEL 11 DE JUNIO.


En el conversatorio sobre Ejercicio Forense, más de alguien dejó flotando la pregunta de por qué hoy día no se hacían obras como antes.  No por menos graciosa, dicho propósito encubre una decepción visible, que la sección más integrista de la  prensa mercurial aprovecha para criminalizar el arte contemporáneo insuficiente.   A Balmes le encantaba relatar una anécdota en la que una  persona le confesaba con bastante decepción que las antigüedades de hoy no eran tan buenas como las de antes.  


Estas observaciones remiten a la necesidad de definir qué era ese “antes” y qué entender por “antiguo” en la escena plástica.  La respuesta está en el trabajo de historia y no en la “memorialidad”.  Porque hay quienes pretenden que esas horas pasen a ser “memorializadas”,  porque resulta más rentable incorporar esas obras de “antes” al mercado del arte político y declarar el poder que ejercen como “situaciones cultuales”. 

Si permanecemos en el terreno de la historia, entonces debemos subordinarnos a la historia de las obras, de sus condiciones de producción, de sus contextos, etc.  En cambio, lo que se hace habitualmente es sobre-metaforizar una descripción para arrancarla de sus determinaciones iniciales y poder sobre/ponerle unos atributos destinados a justificar las iserias del presente.

Camilo Yáñez participó como si hubiese sido un representante de Revolución Democrática, pero fuera del gobierno. Su discurso acerca de la responsabilidad del Estado en la situación actual del arte chileno omitió olímpicamente el hecho que fue el Estado Concertacionista el que inventó el régimen mixto para dirigir instituciones de las que quería hacerse cargo, y que des/musealizó sus propios activos favoreciendo una política de cultura del espectáculo.  Fue ese Estado, con funcionarios que hasta el día de hoy ocupan cargos decisivos, quienes son los responsables de lo que Camilo Yáñez denuncia, al punto de pensar que no se entendía si estaba en el gobierno o no, porque su discurso esgrimía un diagnóstico que obligaba a reclamar la responsabilidad del funcionariato aludido de modo elusivo.  ¡Pero nada! Camilo Yáñez nos trajo una solución: un Centro de Arte Contemporáneo, justamente, para producir obras como “antes”. 

Sin embargo, esa línea no prosperó en la conversación. Rodrigo Vergara sostuvo una interesante hipótesis sobre el comienzo del formalismo y de las implicancias de la CIA en la promoción de un arte que prescindía de lo “político” para sustentarse.  Carlos Gallardo intervino para agregar un aspecto no menos crucial para entender la historia del formalismo; a saber,  el trabajo de los formalistas rusos y, valga mencionar, la represión de la que son objeto por parte del realismo socialista. 

La vuelta es  larga.  Sentarse un sábado por la mañana para discutir sobre el valor de un rescate de obras que habían sido puestas bajo silencio inmediatamente de producidas,  solo declara el valor de iniciativas autónomas que, desde un espacio privado de exhibición, ligado a una colección específica, se trabaja de manera más rigurosa que en un sin número de espacios universitarios, en los que se supone está asentada la facultad de producir conocimiento.  En el fondo, lo que más le hubiese convenido a Camilo Yáñez hubiese sido expropiar D21 para incorporarla a un área social de la economía del arte. 

El problema que quedó flotando  fue el de la  “producción de antigüedad” relativa a ciertas obras que marcaron un momento.  Esto quiere decir que hay obras que han tenido una posteridad singular y significativa.  La obra es eso: el momento de su  producción efectiva y el montaje del discurso de su posteridad.  Es decir, de cómo resiste al tiempo. Por lo tanto, de qué manera “no envejece en el discurso”.  Por eso me resistí en un comienzo a llamar a esta obra de Duclos, “obra temprana”. Desde su enunciación (producción) ya se planteó como “obra antigua”, porque la coyuntura poseía una complejidad que la sostuvo y la aceleró, en una circulación polémica determinada.  Es así que hablar de esta obra de  Duclos  de 1981 obliga a pensar en la interferencia interlocutiva y polémica de las obras de Dittborn y de Leppe, relativa al empleo retórico de algunos elementos comunes, como el cajón (paralelepípedo con que parodian el cubismo tardío) y los enunciados textuales que se desmarcan del “dadaísmo recuperado” de El Quebrantahuesos.  Es decir, que si no hubiese sido por la re/lectura que hizo Kay  en 1975, de esta edición de collages de 1952, no tendríamos en los años dos mil la interpretación  que hace Camnitzer de dicho material como  si éste fuera el precursor del “conceptualismo chileno”. 

Ya con el cajón y el recorte de los textos me basta para reconstruir la “antigüedad contemporánea” de estas obras, que siguen amenazando los  sueños de carrera de  unas generaciones actuales a las que “se les ha dado todo”; es decir, que no han conquistado nada por si mismas, que no  han luchado  por  disponer de las plataformas de promoción que les son ofrecidas como si éste fuera un derecho natural; y  para quienes la subordinación al poder político es condición de amarre sustitutivo, pero solamente  cuando fracasan en el mercado.   Hay otros, que fracasaron incluso antes de “mercadizarse”, porque esperaban que la Chile se recompusiera y  pasara a definir las coordenadas del arte chileno, como lo hacía en la democracia de “antes”.  Pero no; nada de eso ocurrió. Hoy, solo tienen su fracaso como base curricular de una enseñanza cada vez más ruinosa.

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