En el conversatorio sobre Ejercicio Forense, más de alguien dejó flotando la pregunta de por
qué hoy día no se hacían obras como antes.
No por menos graciosa, dicho propósito encubre una decepción visible,
que la sección más integrista de la
prensa mercurial aprovecha para criminalizar el arte contemporáneo
insuficiente. A Balmes le encantaba
relatar una anécdota en la que una
persona le confesaba con bastante decepción que las antigüedades de hoy
no eran tan buenas como las de antes.
Estas observaciones remiten a la necesidad de definir qué
era ese “antes” y qué entender por “antiguo” en la escena plástica. La respuesta está en el trabajo de historia y
no en la “memorialidad”. Porque hay
quienes pretenden que esas horas pasen a ser “memorializadas”, porque resulta más rentable incorporar esas
obras de “antes” al mercado del arte político y declarar el poder que ejercen
como “situaciones cultuales”.
Si permanecemos en el terreno de la historia, entonces
debemos subordinarnos a la historia de las obras, de sus condiciones de
producción, de sus contextos, etc. En
cambio, lo que se hace habitualmente es sobre-metaforizar una descripción para
arrancarla de sus determinaciones iniciales y poder sobre/ponerle unos atributos
destinados a justificar las iserias del presente.
Camilo Yáñez participó como si hubiese sido un representante
de Revolución Democrática, pero fuera del gobierno. Su discurso acerca de la
responsabilidad del Estado en la situación actual del arte chileno omitió
olímpicamente el hecho que fue el Estado Concertacionista el que inventó el
régimen mixto para dirigir instituciones de las que quería hacerse cargo, y que
des/musealizó sus propios activos favoreciendo una política de cultura del
espectáculo. Fue ese Estado, con
funcionarios que hasta el día de hoy ocupan cargos decisivos, quienes son los
responsables de lo que Camilo Yáñez denuncia, al punto de pensar que no se
entendía si estaba en el gobierno o no, porque su discurso esgrimía un diagnóstico
que obligaba a reclamar la responsabilidad del funcionariato aludido de modo
elusivo. ¡Pero nada! Camilo Yáñez nos
trajo una solución: un Centro de Arte
Contemporáneo, justamente, para producir obras como “antes”.
Sin embargo, esa línea no prosperó en la conversación.
Rodrigo Vergara sostuvo una interesante hipótesis sobre el comienzo del
formalismo y de las implicancias de la CIA en la promoción de un arte que
prescindía de lo “político” para sustentarse.
Carlos Gallardo intervino para agregar un aspecto no menos crucial para
entender la historia del formalismo; a saber,
el trabajo de los formalistas rusos y, valga mencionar, la represión de
la que son objeto por parte del realismo socialista.
La vuelta es
larga. Sentarse un sábado por la
mañana para discutir sobre el valor de un rescate de obras que habían sido
puestas bajo silencio inmediatamente de producidas, solo declara el valor de iniciativas
autónomas que, desde un espacio privado de exhibición, ligado a una colección
específica, se trabaja de manera más rigurosa que en un sin número de espacios
universitarios, en los que se supone está asentada la facultad de producir
conocimiento. En el fondo, lo que más le
hubiese convenido a Camilo Yáñez hubiese sido expropiar D21 para incorporarla a
un área social de la economía del arte.
El problema que quedó flotando fue el de la
“producción de antigüedad” relativa a ciertas obras que marcaron un
momento. Esto quiere decir que hay obras
que han tenido una posteridad
singular y significativa. La obra es
eso: el momento de su producción
efectiva y el montaje del discurso de su posteridad. Es decir, de cómo resiste al tiempo. Por lo
tanto, de qué manera “no envejece en el discurso”. Por eso me resistí en un comienzo a llamar a
esta obra de Duclos, “obra temprana”. Desde su enunciación (producción) ya se
planteó como “obra antigua”, porque la coyuntura poseía una complejidad que la
sostuvo y la aceleró, en una circulación polémica determinada. Es así que hablar de esta obra de Duclos
de 1981 obliga a pensar en la interferencia interlocutiva y polémica de
las obras de Dittborn y de Leppe, relativa al empleo retórico de algunos
elementos comunes, como el cajón (paralelepípedo con que parodian el cubismo
tardío) y los enunciados textuales que se desmarcan del “dadaísmo recuperado”
de El Quebrantahuesos. Es decir, que si no hubiese sido por la
re/lectura que hizo Kay en 1975, de esta
edición de collages de 1952, no tendríamos en los años dos mil la
interpretación que hace Camnitzer de
dicho material como si éste fuera el
precursor del “conceptualismo chileno”.
Ya con el cajón y
el recorte de los textos me basta
para reconstruir la “antigüedad contemporánea” de estas obras, que siguen amenazando
los sueños de carrera de unas generaciones actuales a las que “se les
ha dado todo”; es decir, que no han conquistado nada por si mismas, que no han luchado
por disponer de las plataformas
de promoción que les son ofrecidas como si éste fuera un derecho natural;
y para quienes la subordinación al poder
político es condición de amarre sustitutivo, pero solamente cuando fracasan en el mercado. Hay otros, que fracasaron incluso antes de
“mercadizarse”, porque esperaban que la
Chile se recompusiera y pasara a
definir las coordenadas del arte chileno, como lo hacía en la democracia de
“antes”. Pero no; nada de eso ocurrió.
Hoy, solo tienen su fracaso como base curricular de una enseñanza cada vez más
ruinosa.
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