lunes, 20 de junio de 2016

¡CIERREN LAS ESCUELAS!


El tema debiera ser: ¿Hasta cuando los padres admiten su fracaso en relación a las opciones universitarias de sus hijos? Estudiar arte: ¿es una opción?  De inmediato, una joven o un joven indolente me responderá que es una opción. ¡Pero si ni siquiera sabe si eso que él cree que es arte, en su docta ignorancia,  resulta ser una opción! Las opciones que ellos creen son el encubrimiento de la decepción ante una exigencia mayor, que no están en condiciones de responder. Sin embargo, los padres están asustados. No saben qué hacer.

Ante esta ausencia de saber, un rector me dijo una vez:  ayudamos a los padres cuyos hijos están desorientados; de hecho, que más desorientación que creer que estudiar arte es una opción.  Los estudios de arte, entonces, serían como una prolongación de la casa, pero  en formato  no-doméstico, a la espera de un asentamiento mayor, que va contra los planes de toda escuela que debe mantener la fidelización, sobre todo en los últimos años.   De este modo, lo que promueven es un quinto año falso bajo la forma de un diplomado. 

Hay otras escuelas que siguen siendo espacios para la formación de una buena conyugalidad cristiana.  He conocido mujeres jóvenes, brillantes estudiantes, que contraen matrimonio con jóvenes exitosos que se las llevan con beca fuera del país. Cuando regresan, la mayoría se convierte en artista-de-medio-tiempo y pasan a configurar una especie de circuito paralelo, con sus propias restricciones y mecanismos de validación.  Estoy hablando a partir de estadísticas  no autorizadas.

Los programas de estudios de las escuelas están pensados para satisfacer las manías de control académico de profesores que no están dispuestos a perder el lugar que su disciplina ocupa en una malla y que termina por justificarse a si misma, en función de criterios de auto-reproducción laboral y no en respuesta a una problemática artística.

Aquellos que sostienen una problemática tienen serios problemas de convivencia académica, porque una escuela no está para acoger a artistas que tienen la mitad de su cabeza puesta en su propia producción de obra.  Una escuela necesita unos frustrados reproductores de  conocimiento, con cursillos de historia del arte que se asemejen lo más posible a comentarios de diapositivas sobre arte universal, que sea. Luego vendrán los indicios de arte contemporáneo, navegando todo lo que se pueda, pero sin leer un solo libro.  Enfin, algunos, de autores españoles que se caracterizan por un generalismo abismante.

Pero no se vaya a pensar que existe una relación necesaria entre escuela e inscripción en la escena.  Las bondades de una escuela son de orden banal, de una ingenuidad que raya en la indolencia. Las inscripciones son situaciones de reconocimiento directo de grupos decisorios que combinan los intereses de curadores (brokers), galeristas y coleccionistas,  de acuerdo a una “teoría local” de validación y colocación de obras en un nicho más o menos estricto del arte internacional.

Hay directores de escuela que piensan que su rol es el de asegurar servicios post-venta,  y  hacen que a sus alunos se les enseñe a preparar dossiers y  fabricar portfolios.   Algunos, más astutos, apuestan por promover a sus egresados haciéndolos participar en concursos, en becas, en residencias, pero no manejan las condiciones de atribución.   Al final, lo que funciona es la operatividad de la noción de capital cultural según Bourdieu; lo cual encubre mal los efectos de la lucha de clases en el imaginario ilustrativo de este país.

Sin embargo, hay que distinguir entre fallas estructurales de inscripción y ausencia total de empleabilidad para los egresados de una escuela de arte. Eso lo saben todos  los docentes-artistas y no es posible, si respetamos los principios del movimiento estudiantil en su lucha por la calidad ética y formal de las prácticas de enseñanza, seguir aceptando este estado  de cosas. 

Pero claro: la precarización del empleo no hace más que fortalecer una escena , que al final de cuentas nada tiene que ver con la creación, sino con la reproductibilidad académica de un espacio  universitario en el que se castiga el lucro.  

De este modo, las escuelas no forman artistas. El reconocimiento como tal de los  artistas y la habilitación de su inscripción en una escena específica, depende de procesos “un poco más” complejos, que pueden y deben prescindir de las escuelas.  Sin embargo,  “las-madres-de-chile” exigen la validez de un diploma y hacen la vista gorda sobre el fraude que toleran.    Quizás haya que regresar a formas pre-universitarias de transmisión de saberes, donde el diagrama de las obras sea el único criterio de delimitación de las responsabilidades sociales.

Si las propias universidades fueran consecuentes con sus exigencias formales, debieran cerrar la admisión en arte y terminar de titular a los rezagados.  Ninguna escuela tiene calidad moral, ni andamiaje ético, ni rigor académico  para asegurar la reproducción de las más mínimas habilidades analíticas y poiéticas.  

Los pocos artistas consecuentes que conozco deben resistir con cinismo ante los estragos de la depreciación  de la transferencia. Un  buen curso no hace escuela.  Las escuelas no son importantes sino gracias al trabajo de grupos minoritarios de profesores que hacen el trabajo más pesado.  Una escuela es tan solo un aparato garantizador de ficción.   El problema de la inscriptividad  apenas depende de la escuela.  

Entonces, el cierre de la escuela exige de los estudiantes disponer de una voluntad de  autoformación que tenga claridad sobre la filiaciones, para definir  de manera estratégica un trabajo, en un cuadro de exigencias  que los obligan a estar  directamente informados. 

Los estudiantes de hace veinte años eran revisteros. Hoy día  (mal) viven de Internet.  Han perdido la pasión por las materialidades.  Pero ese es un problema grave. Los artistas, a lo mejor, debieran regresar a la materia.  Debieran simplificar sus procedimientos y abaratar cada vez más sus producciones, porque la compositividad y el montaje pueden ser reconvertibles desde un pedazo de papel de cuaderno y un lápiz de grafito y una caja de lápices de colores.


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