El tema debiera ser: ¿Hasta cuando los padres admiten su
fracaso en relación a las opciones universitarias de sus hijos? Estudiar arte:
¿es una opción? De inmediato, una joven
o un joven indolente me responderá que es una opción. ¡Pero si ni siquiera sabe
si eso que él cree que es arte, en su docta ignorancia, resulta ser una opción! Las opciones que
ellos creen son el encubrimiento de la decepción ante una exigencia mayor, que
no están en condiciones de responder. Sin embargo, los padres están asustados.
No saben qué hacer.
Ante esta ausencia de saber, un rector me dijo una vez: ayudamos a los padres cuyos hijos están
desorientados; de hecho, que más desorientación que creer que estudiar arte es
una opción. Los estudios de arte,
entonces, serían como una prolongación de la casa, pero en formato no-doméstico, a la espera de un asentamiento
mayor, que va contra los planes de toda escuela que debe mantener la
fidelización, sobre todo en los últimos años.
De este modo, lo que promueven es un quinto año falso bajo la forma de
un diplomado.
Hay otras escuelas que siguen siendo espacios para la
formación de una buena conyugalidad cristiana.
He conocido mujeres jóvenes, brillantes estudiantes, que contraen
matrimonio con jóvenes exitosos que se las llevan con beca fuera del país. Cuando
regresan, la mayoría se convierte en artista-de-medio-tiempo y pasan a
configurar una especie de circuito paralelo, con sus propias restricciones y
mecanismos de validación. Estoy hablando
a partir de estadísticas no autorizadas.
Los programas de estudios de las escuelas están pensados
para satisfacer las manías de control académico de profesores que no están
dispuestos a perder el lugar que su disciplina ocupa en una malla y que termina
por justificarse a si misma, en función de criterios de auto-reproducción
laboral y no en respuesta a una problemática artística.
Aquellos que sostienen una problemática tienen serios
problemas de convivencia académica, porque una escuela no está para acoger a artistas
que tienen la mitad de su cabeza puesta en su propia producción de obra. Una escuela necesita unos frustrados
reproductores de conocimiento, con
cursillos de historia del arte que se asemejen lo más posible a comentarios de
diapositivas sobre arte universal, que sea. Luego vendrán los indicios de arte
contemporáneo, navegando todo lo que se pueda, pero sin leer un solo
libro. Enfin, algunos, de autores
españoles que se caracterizan por un generalismo abismante.
Pero no se vaya a pensar que existe una relación necesaria
entre escuela e inscripción en la escena.
Las bondades de una escuela son de orden banal, de una ingenuidad que
raya en la indolencia. Las inscripciones son situaciones de reconocimiento
directo de grupos decisorios que combinan los intereses de curadores (brokers),
galeristas y coleccionistas, de acuerdo
a una “teoría local” de validación y colocación de obras en un nicho más o
menos estricto del arte internacional.
Hay directores de escuela que piensan que su rol es el de asegurar
servicios post-venta, y hacen que a sus alunos se les enseñe a
preparar dossiers y fabricar portfolios. Algunos, más astutos, apuestan por promover
a sus egresados haciéndolos participar en concursos, en becas, en residencias,
pero no manejan las condiciones de atribución.
Al final, lo que funciona es la operatividad de la noción de capital
cultural según Bourdieu; lo cual encubre mal los efectos de la lucha de clases
en el imaginario ilustrativo de este país.
Sin embargo, hay que distinguir entre fallas estructurales
de inscripción y ausencia total de empleabilidad para los egresados de una
escuela de arte. Eso lo saben todos los
docentes-artistas y no es posible, si respetamos los principios del movimiento
estudiantil en su lucha por la calidad ética y formal de las prácticas de
enseñanza, seguir aceptando este estado
de cosas.
Pero claro: la precarización del empleo no hace más que
fortalecer una escena , que al final de cuentas nada tiene que ver con la
creación, sino con la reproductibilidad académica de un espacio universitario en el que se castiga el lucro.
De este modo, las escuelas no forman artistas. El
reconocimiento como tal de los artistas
y la habilitación de su inscripción en una escena específica, depende de
procesos “un poco más” complejos, que pueden y deben prescindir de las
escuelas. Sin embargo, “las-madres-de-chile” exigen la validez de un
diploma y hacen la vista gorda sobre el fraude que toleran. Quizás haya que regresar a formas
pre-universitarias de transmisión de saberes, donde el diagrama de las obras
sea el único criterio de delimitación de las responsabilidades sociales.
Si las propias universidades fueran consecuentes con sus
exigencias formales, debieran cerrar la admisión en arte y terminar de titular
a los rezagados. Ninguna escuela tiene
calidad moral, ni andamiaje ético, ni rigor académico para asegurar la reproducción de las más
mínimas habilidades analíticas y poiéticas.
Los pocos artistas consecuentes que conozco deben resistir
con cinismo ante los estragos de la depreciación de la transferencia. Un buen curso no hace escuela. Las escuelas no son importantes sino gracias
al trabajo de grupos minoritarios de profesores que hacen el trabajo más
pesado. Una escuela es tan solo un
aparato garantizador de ficción. El
problema de la inscriptividad apenas
depende de la escuela.
Entonces, el cierre de la escuela exige de los estudiantes
disponer de una voluntad de
autoformación que tenga claridad sobre la filiaciones, para definir de manera estratégica un trabajo, en un
cuadro de exigencias que los obligan a
estar directamente informados.
Los estudiantes de hace veinte años eran revisteros. Hoy día
(mal) viven de Internet. Han perdido la pasión por las materialidades.
Pero ese es un problema grave. Los
artistas, a lo mejor, debieran regresar a la materia. Debieran simplificar sus procedimientos y
abaratar cada vez más sus producciones, porque la compositividad y el montaje
pueden ser reconvertibles desde un pedazo de papel de cuaderno y un lápiz de
grafito y una caja de lápices de colores.
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