miércoles, 27 de julio de 2016

NOTA SOBRE EL TRABAJO DE GIANFRANCO FOSCHINO PARA EL MUSEO DE ARTES VISUALES.


Hace algunos años nos encontramos Gianfranco Foschino y yo en Bogotá.  El estaba en una residencia de arista y yo dictaba unas conferencias en la Universidad Central.  Nos encontramos algunas veces y nos fuimos a recorrer el centro de la ciudad, para comer en unos restaurantes populares de gastronomía paisa. En ese trance,  caminamos por unas veredas atiborradas de vendedores ambulantes, hasta que nos detuvimos en un vendedor de libros que ocupaba una gran extensión. Fue ahí que Gianfranco Foschino tuvo un encuentro con la literatura de los mares australes. Recogimos viejas ediciones de Edgar A. Poe, de  H. Melville y de Julio Verne. Todo era una pequeña justificación para sostener la narrativa de lo que sería su próximo proyecto.  Había viajado a Bogotá a presentar parte de su trabajo, centrado principalmente en la construcción de tomas de situaciones insulares. En el sentido que, incluso, las tomas de escenas urbanas, están construidas siguiendo la lógica de la insularidad, del autoabastecimiento y de la recuperación de los signos más elementales del clima.

Por ese entonces, me hizo ver un video que consistía en el recorrido de circunvalación de una isla desierta en medio de los canales del sur.  Lo que hasta ese entonces había caracterizado su trabajo era el registro perverso de situaciones  apenas perturbadas por el movimiento de un elemento que  irrumpía en el cuadro. En el caso, es la ya famosa pieza  en que instala la cámara delante de una casa de campo que permanece fija y  que de súbito es cruzada por unas gallinas que  picotean.  En definitiva, todo lo que buscaba Gianfranco Foschino era reproducir una escena en que unas gallinas perturbaran la sólida estabilidad del encuadre, señalando una especie de herida en la cuenca misma de la imagen fija, en apariencia.

En el fondo, eran falsas instantáneas, amenazadas por un principio de rendimiento cero de la imagen.  Así, de fijar la cámara, se sube a un dispositivo flotante y realiza el contorno de la isla, justamente, para fijar en el movimiento, su in/abordabilidad.  Lo que buscaba era un lugar imaginario entre la Isla Mocha y la Isla de la Esfinge entre los hielos. Es decir, una especie de literal centro magnético para fijar todas las variaciones posibles.  El contorno de la isla sería solo un indicio para reproducir el estado pánico de la endogamia; es decir, aquel estado definido por la ausencia de  alteridad.  Lo cual nos hace pensar que en esa isla ni siquiera sería posible  reproducir un mito “robinsoniano”, porque lo que ha puesto en condición es el principio  mismo de la inhabitabilidad.  

Sin embargo, las novelas polares que encontramos en la vereda exigían de nuestra parte una correspondencia geográfica.  Finalmente, lo que siempre está en juego en esas novelas es el deseo de lo inconmensurable, de la conquista de un espacio más allá del clima. Porque si una cosa es segura, es que la navegabilidad es la otra condición para le representación del abandono, cuando la realidad se resume en la permanencia inestable sobre un navío que indefectiblemente va a zozobrar y que su forma de presentarse, siempre, es bajo la forma desplazada de la barca de Caronte.

Entonces, pensamos –desde ya en ese momento- en la concepción de esta exposición para el Museo de Artes Visuales.   Lo cual suponía pasar a otro estadio en su búsqueda. Digamos, en su insistencia insularizante. De modo que de las islas de los canales del sur, apegadas al continente, debía pasar a las islas de los mares del sur austral.  ¡Que duda cabía!  Su próximo destino sería  la Isla Rey Jorge, en el grupo de las Shetland del Sur.  El comienzo del extremo de los extremos. 

Solo en los extremos puede, Gianfranco Foschino,  cumplir con todos los requisitos que supone el montaje de una obra extremadamente personal, donde deja los indicios para la reconstrucción de un arriesgado punto de vista, en el borde externo de un deseo de materialización límite de lo sensible, en lo que a definición del paisaje se refiere.  En efecto,  “el paisaje no es naturaleza: es cultura proyectada en las montañas, en los océanos, en los bosques, en los volcanes y en los desiertos”[1].

Los romanos, como lo recuerda Bodei, hacían esa clásica distinción entre loci horribili y loci amoeni. ¿Acaso Gianfranco Foschino convierte a los primeros en los segundos? ¿Desde cuando produce este vuelco? Desde el comienzo de su trabajo, sin duda, pero en sentido inverso. Ahora,  hace que un lugar horrible se transforme en un “lugar sublime”. Hasta entonces, la separación entre lo bello y lo sublime demostraba que lo bello no era capaz de provocar esa “carne de gallina” escalofriante.  La plataforma de transferencia fue la novela polar, que encubría, por lo demás, los indicios de un rito funerario.

Lo que va a exhibir Gianfranco Foschino en el Museo de Artes Visuales serán piezas decisivas y distintivas de este método profundo que hace surgir la imaginación material.   El agua, sustancia de la vida, es también una sustancia de la muerte mediante una ensoñación ambivalente. El héroe del mar es un héroe de la muerte. El primer trupulante es el primer hombre vivo que fue tan valiente como un muerto.  Es así como recurro al análisis realizado por Gaston Bachelard en El agua y los sueños, traduciendo el ejemplar de la veinticincoava reimpresión de esta obra, publicada por vez primera en 1942, para elaborar una hipótesis sobre el carácter de Gianfranco Foschino como un “niño maléfico”.

Me explico:  citando a Marie Delcourt, Bachelard señala que cuando se quería condenar a los vivos a una muerte segura se les abandonaba en el mar. Marie Delcourt descubrió bajo el camuflaje racionalista de la cultura tradicional, cual era el sentido mítico de estos niños, a los que en muchos casos se les impedía tocar la tierra porque podrían “mancharla”, perturbando  su fecundidad.  De este modo, para impedir la propagación de la peste es preciso devolverlo de inmediato a su elemento; es decir, a la patria de la muerte total que es el mar infinito o el río mugidor.  ¡Por eso Gianfranco Foschino desembarcó en las islas del  extremo sur! Porque sabía que podría ocupar el lugar del “salvado de las aguas” y así poder rehacer un mundo.
Lo anterior solo se podía convertir en programa de trabajo, si las piezas reproducían las condiciones de formación de una gran río; la vertiente que daría lugar a una gran cuenca, con su historia sedimentaria.  Faltaba el primer viaje que es un viaje de muerte; y no se muere realmente más que siguiendo el hilo del agua. Todos los ríos conducen hacia el Gran Río de los Muertos.  Se puede entender que todas las almas, sea cual sea la forma de sus funerales, deban subir a la barca de Caronte.  Esta es la leyenda estricta del barco de los muertos, mil veces renovada en el folklore.

En esta exposición , la pieza central  recoge la proyección de las aguas turbulentas de un fragmento  diminuto del río Futalelfú. Estamos en Aysén, cerca de la costa de los grandes canales.  Gianfranco Foschino se convirtió en el tripulante de la nave de los muertos para poner un pie a tierra como si fuera un niño milagroso.  Descender para instalar la cámara fue el primer acto cultural; es decir, de colonización técnica, mediante el cual se manifestará su psiquismo hidrante.

Luego, las otras dos imágenes decisivas recuperan la monumental presencia de las montañas. En un caso, las montañas fijan la movilidad inmóvil de un cielo cargado de nubes extremadamente negras. Solo sirven, en un caso,  como escala inferior de referencia para sostener la epopeya de la suspensión corpuscular.  En otro, como horizonte en altura marcado por las ranuras formadas por los nacientes cursos de agua que fijan la gravedad poética de las creaturas nacidas para morir en las aguas.


Justo Pastor Mellado
Curador
Santiago, abril 2016



[1] Bodei, Remo. Paisajes sublimes. El hombre ante la naturaleza salvaje, Ediciones Siruela, 2011, pág. 24.

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