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jueves, 21 de marzo de 2019

BLOQUE DE LENGUA


La disputa en torno a “Residencia en la Tierra “  y  “Canto general” era una excusa para abordar las relaciones entre la poesía de Neruda y la de Parra, en el terreno de las traducciones. Debiera agregar al debate la traducción de Raúl Zurita. No está mal. Al menos hay un bloque de lengua. Un frente de la poesía, en palabras de González Tuñón. Pero no. No es el mismo frente. No todos serán reconocidos en una misma lengua, valga repetirlo. Son diversas lenguas, son múltiples estratos, para una misma cuenca semántica, por decir.

Ahora, el tema, por sí mismo, tampoco parece justificado. Me enfrenté a él desde la lectura de “Violeta y Nicanor”, la novela de Patricia Cerda publicada por Planeta en el 2018. El bloque cambia de frente. En este caso, el de la articulación filial de doble registro, en que Violeta y Nicanor expresarían una misma lengua, la primera, siendo su estrato arcaico, el segundo, su expresión erudita (académica).




En el fondo, hay otra distinción: la cantora popular desafiliada, por un lado, y el poeta-profesor institucional (sobre afiliado), por otro. Quien descubre el habla popular es Violeta, escuchando hablar a los borrachos en el mercado de Chillán. Nicanor aprende que existe la décima espinela leyendo al profesor Lenz. Violeta la traía consigo, en el cuerpo. Y aquí empiezan los problemas. Porque la novela plantea, siempre, un enigma. A saber: ¿de qué manera Nicanor sostuvo a su hermana? Es una pregunta sin retorno. ¿Qué significó para Nicanor, la presencia de Violeta? Es una pregunta sobre la noción de sostén. El hermano sustituye al padre faltante y la hermana completa el ciclo de la transmisión maternal de la lengua. Violeta sostiene a Nicanor, porque traza un itinerario ascendente desde el vitalismo rural a la urbanización del pensamiento.

Él es quien le dice que recopile canciones. Él sabe de la reproducción impresa de la palabra y no quisiera que la voz de Violeta se la llevara el viento. El posee sentido práctico. Sabe que la radiofonía es la antesala de la discografía[1].

Violeta le rompió una guitarra en la cabeza a Pablo de Rhoka por hablar mal de su hermano; pero nunca dejaron de ser amigos. En cambio, Julio Escámez fue un ilustrador permanente de Neruda. Violeta nunca fue nerudiana. Era abajista. Neruda, arribista. De algún modo, la figura del gavilán le cae encima, también, al vate. Pero una pena grande de amor está en el origen de una de sus más extraordinarias composiciones; que significa una “vuelta de tuerca” en la tradición del canto a lo humano. La estructura es la de una tragedia griega. Es preciso recordar que en Tereo y Filómela, el violentador es convertido en gavilán, mientras la víctima, en ruiseñor.

La novela de Patricia Cerda está construida a partir de dos registros paralelos, que en un momento determinado, uno de ellos se adelgaza para incorporarse en el otro relato, para transformarse en una puesta en abismo que conduce a una fatalidad institucional. La narradora omnisciente combina la ficción biográfica de los hermanos –Violeta y Nicanor- con la ficción biográfica de quien ha venido –desde lejos- al país, a sufrir la experiencia de sus instituciones bibliográficas fallidas, para estudiar las primeras publicaciones del hermano, y se descubre atraída por lo está fuera de la biblioteca, en la calle, en el Paseo Ahumada[2], reproduciendo en diferido la imagen degrada de la edición prínceps convertida en repetición terminar, conjurando la ansiedad por el origen  mediante el recurso a la expansión lenguajera de Violeta.

Sin embargo, la novela de Patricia Cerda no relata la vida de dos hermanos como entidades separadas, sino que construye un bloque significante, donde no se sabe quién es el que hace el trabajo de infraestructura. La novela es ese bloque textual que se expone como una encarnación específica del espíritu del siglo, buscando instalar un efecto historiográfico destinado a desplazar el daño analítico provocado por la vertiente Sarmiento, para reivindicar a Lastarria como un intelectual orgánico que supera la maniquea dicotomía colonialista mediante la articulación reversiva, que pone la barbarie en el centro de la “civilización” y que descubre una cultura en el seno de la “barbarie”, como condición operativa  de la lengua-violeta-nicanor,  como bloque.




[1] Patricia Cerda estaba en Paris, la semana pasada, para discutir con sus editores la posibilidad de que una de sus novelas fuese traducida al francés. Era la única escritora chilena que participaba en Livre Paris. Es decir, una plataforma de negocio editorial; no una feria de libreros.

[2] La recurrencia al Paseo Ahumada en la novela de Patricia Cerda no puede ser desestimada. Esto es un guiño a la obra de Enrique Lihn. Sugiero lectura complementaria de la siguiente nota de Francisca Lange,  http://www.letras.mysite.com/el221006.htm

viernes, 19 de enero de 2018

VIOLETA PARRA EN CONCEPCIÓN: 1957-1960.

El libro de Fernando Venegas, “Violeta Parra en Concepción y la frontera del Biobío: 1957 – 1960” recientemente publicado por la Universidad de Concepción con el apoyo del CNCA viene a demoler dos prejuicios santiaguinos. El primero, según el cual los historiadores del arte  serían quienes habrían recuperado las crónicas periodísticas  como fuentes para la historia; el segundo, que reducía la existencia de “arte y política” a un género, poco menos que inventado en los años ochenta, para dar cuenta de la preeminencia de un grupo de obras plásticas en la escena artística, y que tendrían por efecto la supuesta renovación de prácticas que se han dado en llamar “insubordinadas”.  En verdad, ya me he referido a la base argumental y a la trama política bajo las cuáles estos prejuicios se han instalado en la “joven crítica” santiaguina, desconociendo la especificidad de contextos y declarando una primacía metodológica que encubre, si no, algún tipo de ignorancia, al menos una evidente “mala fe” analítica.

Sin embargo, los prejuicios mencionados solo circulan en el reducido coto privado de caza en que se ha convertido el comentario académico de  la glosa. Lo que este libro viene a consolidar es el esfuerzo de las escrituras  que  trabajan sobre las condiciones locales de escritura, no solo de la historia social, sino de la literatura y  de las instituciones de reproducción del saber.  En este sentido, Violeta Parra sería un hilo conductor para el estudio de los efectos que tuvo en la organización de la cultura chilena contemporánea la “política cultural” llevada a cabo por la rectoría de David Stitchkin en la Universidad de Concepción, justamente, en la coyuntura de 1957-1960.  Hilo conductor que sería un síntoma indicativo de la singularidad de un formato de intervención institucional, como las Escuelas de Temporada, en el seno de un gran aparato de Extensión Universitaria.  Pero todo esto  solo permite el acceso a un contexto complejo, en el seno del cual, el arribo de Violeta Parra constituye un momento de relevancia mayor que sobrepasa el rol atribuido, obligando a Fernando Venegas a abordar  la reconstrucción del diagrama de trabajo de la artista.




Cuando se dice que un investigador se ve obligado a enfrentar un problema, se omite los antecedentes por los cuáles el problema se constituye. Obligación que responde, en suma, a los obstáculos que la propia historia local plantea, como es el caso de la posición de la cultura popular en la mencionada coyuntura y del creciente proceso  de “descampesinación”  en la región, que “no va a significar necesariamente la pérdida de esa cultura campesina”  (Venegas, 213) en cuyo rescate y conservación Violeta Parra jugará un rol determinante. Justamente, ese era el temor que la asolaba: la pérdida de un canto.  ¿Y cómo va a enfrentar ese desafío?  Recuperando la palabra y el canto en el momento de su mayor amenaza. Ya con solo eso, Violeta Parra ocupa un lugar en lo que hoy día podríamos denominar “historia patrimonial” chilena.  

El gran aporte de este libro reside en el hecho de contextualizar la fase de creación poética propiamente tal, que proviene del profundo conocimiento que la artista adquiere de las formas tradicionales del folklore y de los sedimentos de la cultura campesina que proviene de la labor misional tanto franciscana como jesuita,  forjados desde fines del siglo XVIII.   Pero además, en el método, realizado como corresponde, tanto en el trabajo de archivo de la prensa local como de las entrevistas a personalidades relevantes y su puesta en perspectiva, proporciona elementos de gran riqueza para realizar el análisis de contexto.

En algún momento he sostenido que solo hay escena local cuando se articulan tres elementos: universidad local,  clase política local y crítica local. Lo local pasa a ser una construcción analítica que proviene de la articulación de estas tres instancias de producción de subjetividad. 


Cuando me refiero a la existencia de una crítica local me refiero a la existencia de una producción específica de comentario, de la que Violeta Parra será un objeto privilegiado entre la mitad del año 1957 y la primera mitad del año 1958. Existen a lo menos tres soportes de prensa en donde su palabra es difundida, transcrita y analizada:  El Sur, Crónica y La Patria, en Concepción; La Discusión, en Chillán.  En este terreno, Fernando Venegas logra trabajar una discursividad a la que le saca un gran partido analítico, a partir del empleo del concepto de sociabilidad, que le permite dar cuenta de las operaciones efectivas que tienen lugar en un espacio social determinado y que da cuenta de la filigrana  formal y profesional en que tiene lugar  la actividad de Violeta Parra, en el Concepción de 1957 a 1960. 

lunes, 15 de mayo de 2017

VIOLETA Y SUS CONTEMPORÁNEAS.

El año de celebración del Centenario de Violeta Parra  permite hacer una distinción entre “producción de conocimiento” y conmemoraciones rituales por oficio.  Junto a estas últimas, lo único que queda es re-leer a Violeta Parra y escucharla “en sus fuentes”.  El CNCA habrá encontrado otra oportunidad para  adelgazar una obra mediante un programa de celebraciones que demuestran hasta qué punto es una gran empresa de producciones, sin política efectiva en muchos de los sectores que debe cubrir.

El caso es que la “comisión centenario” y el área de (las) artes visuales le encomendaron a Gloria Cortés la realización de una exposición sobre la  compleja visualidad de  Violeta Parra.  Lo cual pasó a ser un gesto de recomposición de relaciones laborales e institucionales, después del alejamiento de algún “asesor” de Ottone, ya que mientras duró su “intervención” los actos de maltrato sobre   personal  femenino de museos y del propio servicio se convirtieron en un hábito distintivo.  Muchas personas afectadas no se atrevieron a denunciar estos hechos por temor a perder su trabajo. Sin embargo, la complicidad de los afectos mantenidos en la retaguardia de las relaciones,  hacen posible que los servicios sigan funcionando con nuevos  regímenes de colaboración.

De modo que enfrentada a la obligatoriedad conmemorativa de realizar una exposición de Violeta Parra, Gloria Cortés se encontró con la primera dificultad: no podía contar con obras del  Museo Violeta Parra.  Lo cual, a fin de cuentas resultó ser una ventaja.  Eso la obligaba a arriesgar una hipótesis no convencional para salvar la situación institucional, y por otro lado, cumplir de manera convencional con las exigencias propias del medio museal. De ahí que concibió una muestra que lleva por título Violeta y sus contemporáneas. Influencias y transferencias  y que busca establecer las relaciones  que se pudieron establecer entre las artistas chilenas y Violeta Parra entre 1958 y  1967.  

La precisión de esta muestra reside en el hecho de haber tomado a las artistas como agentes de asociatividad, congregadas por afectos y complicidades cuya reconstrucción permite abordar  las exclusiones de que son objeto al interior del sistema de arte local, dominado por una pictórica virilidad.   Se trata de mujeres que están trabajando  sobre imaginarios populares similares,  en  que se cruzan  el grabado popular,  las técnicas  textiles  indígenas y  la cerámica campesina. Todas ellas se encuentran, ya sea  por cortos períodos en el Taller 99, pero también en las salas de clases y talleres de la escuela de artes aplicadas.  Todas se conocen y participan en encuentros y congresos de mujeres. Todas visitan el taller de Inés Puyó.  Teresa Vicuña se asocia con Violeta Parra para un proyecto de universidad del folklore. Es decir, existe una escena que las vincula y que les permite sostener relaciones con otras escenas continentales similares.   


                  (Inés Puyó)


No es casual que las artistas que Gloria Cortés selecciona están ligadas especialmente a la Escuela de Artes Aplicadas y no a la Escuela de Bellas Artes.  Lo que respecto de ese período no es un dato menor.  En 1958 la mentada escuela está dominada por pintores post-impresionistas, pictóricamente convencionales y políticamente conservadores.   Además, todas ellas participan de un proyecto cultural que  modificó “el discurso sobre lo contemporáneo a través de la incorporación de elementos técnicos y visuales del llamado “arte popular”: el oficio de las bordadoras, de las ceramistas de Quinchamalí, de los artesanos de Pomaire, de la trama y urdimbre del norte y del sur o del mundo del campesinado, todos ellos elementos presentes en el complejo entramado social del país”[1].

No es difícil entender por qué Violeta Parra realiza la investigación folklórica en la zona de Florida y se instala en 1956-57 en Concepción con el proyecto de fundar un museo del folklore.  Todo esto es anterior al período considerado por la exposición, que para este caso es una extensión de una mirada que ya existe, pero a la que le hace falta  todavía el grado de institucionalización adecuado. Este  vendrá a consolidarse a través de la organización de intelectuales y artistas en torno a las campañas presidenciales de Salvador Allende, sobre todo en 1958 y 1964.  Pero no solo eso, sino en las ferias de artes plásticas del Parque Bustamante, donde varias de estas artistas se encontraban,  compartiendo stands[2]. 



                          (Ximena Cristi)


Un elemento significativo es que en términos pictóricos, Violeta Parra se acerca a lo que se puede denominar “pintura ingenua”, y comparte un mismo interés por los motivos de Juana Lecaros[3] , que participa en 1967 en la primera exposición de pintura primitivista en Chile[4].  Esto quiere decir que están en los bordes del sistema pictórico chileno, dominado por la Facultad, que se encuentra en un momento de desplazamiento de poderes, ya que se avecina el ascenso de los jóvenes artistas que ocupan los cargos de dirección desde 1962 en adelante. 

Una cosa lleva a la otra.  Las artistas mujeres contemporáneas de Violeta y que comparten la mirada sobre las artes populares  no son admitidas en los círculos decisorios del  sistema de arte local, como tampoco lo serán los pintores muralistas que van a desarrollar su trabajo a lo largo de la misma década ya considerada. De este modo, comparto el interés de Gloria Cortés por el estudio de este período, ya que acabo de escribir un ensayo sobre la obra de Julio Escámez[5] y he abordado la coyuntura de 1957 como un momento capital en las relaciones  entre arte contemporáneo y artes populares.   



[1] Cortés, Gloria. Texto curatorial: Violeta y sus contemporáneas.

[2] La artista Teresa Vicuña invita a Violeta Parra participar de esta feria, donde además de interpretar sus canciones difunde sus figuras hechas en greda. Teresa Vicuña y Matilde Pérez formaron parte, junto a Violeta Parra, de la Feria de Artes Plásticas realizadas en el Parque Forestal entre 1959 y 1968, que reunió tanto a los artistas de la Academia como aficionados y artesanos.

[3] Violeta expone su tapicería, pinturas y esculturas en el Pabellón Marsán del Museo de Artes Decorativas del Palacio del Louvre en París. Ese mismo año en París se realiza la exposición El mundo de los naifs, dirigida por Jean Cassou.

[4] “Maruja Pinedo, Ana Cortés, Juana Lecaros, Inés Puyó, Ximena Cristi y Laura Rodig, entre tantas otras, participaron en diversos escenarios políticos, culturales y sociales, impartieron clases en talleres de arte libre y en las escuelas ligadas a las artes y los oficios, y fueron miembras activas en las discusiones sobre el rol del arte en las sociedades latinoamericanas, conformando un grupo consolidado de mujeres que convergen y diversifican la escena nacional. 
Desde estos territorios, las artistas chilenas construyen los lugares de lo femenino, de pertenencia e identificación que, desde una perspectiva colectiva, generan nexos afectivos que las relacionan con las cuestiones sociales, el desamparo, la maternidad y los espacios de subjetividad e intimismo”. (Cortés, Gloria, Texto curatorial).

[5]  El ensayo está incluido en el libro Visiones, Julio Escámez, editado por la Editorial de la Universidad de Concepción y será presentado el 31 de mayo en la Pinacoteca de la misma universidad.