martes, 30 de julio de 2019

IMPRESOS (2)


Las imágenes impresas han sido mis primeras “sagradas escrituras”. Me refiero a la existencia de un texto fundador que ha sido instalado por la cultura teologal como una ficción de origen que sanciona un procedimiento de trabajo. Eso es: protocolo y duelo. Lo que se pierde (necesariamente) por un lado, se recupera (innecesariamente) por otro. Luego de la utilisima “santísima trinidad” formada por Saint Louis, Elisabeth d´Autriche y Guillaume le Conquérant, doy acceso a dos antecedentes que autorizan la primera eficacia del método analógico, a saber: la fotografía impresa de los cuerpos de los sujetos asesinados por el FLN (Argelia) arrumados en la plataforma de un camión militar, y la fotografía impresa del velorio de un pescador desaparecido en el mar, cuyo traje dominguero ha sido extendido sobre una mesa del comedor, en medio de la vivienda.

En los cuatro ángulos de la mesa hay candelabros con velas encendidas. Pero mi recuerdo ha sido fragilizado por otras tantas referencias que le restan singularidad a la escena. En verdad, no se trataría de velas sino de lámparas eléctricas que simulaban candelabros. Una escena de estas aparece descrita en “El mocho”, la (última) novela de José Donoso, donde aparece el relato del cementerio sin muertos. Debo señalar que (exactamente) en la misma época en que me enviaban a la oficina de castigo en el colegio francés, conocí ese cementerio. Los restos del pescador desaparecido jamás eran recuperados. La comunidad velaba su traje dominguero y lo introducía en una urna pequeña, de niño, y lo enterraba en el borde de un acantilado, con la cruz mirando el mar. Lo “hacían pequeño” para devolverlo al origen. La economía del duelo terminaba por fundamentar una acción corporal que carecía de público cooperante; es decir, de aquel que comparte los códigos que rigen la especulación posicional en la fábrica del arte contemporáneo.

La dudosa autoconsciencia de la historia del arte en Chile depende de la separación que haya logrado reconstruir la especulación señalada, para sindicar el valor institucional que adquiere la delimitación formal de una escena y su reconocimiento como “escena (conyugal) de arte”. La mayor de las amenazas institucionales consiste en decir “¡te voy a hacer una escena!”. Esta fórmula, recuperada por Jorge Sepúlveda en sus estudios de intervención de escenas locales apunta a reconstruir cuales son las condiciones míticas y rituales de pertenencia a círculos de crítica florida, regidos por una promesa incumplible.  Al final, todo se resuelve con la oferta de un par de cursos en una escuela y la promesa de unas curatorías en instituciones secundarias.  

Sin embargo, regreso a la comunidad de pescadores que no fue configurada por la crítica para suplir funciones de público cooperante. La eficacia en contrario se consolida cuando una escritora se quema los antebrazos en las rejillas de la cocina y se tijeretea el pelo como tiñosa, al ser claudicada por una escena-de-celos. Es aquí donde se establece la frontera constituyente, cuando un acto histérico es re/elaborado para ser simbólicamente rentabilizada por profesionales del ramo, que ya se han dispuesto a operar como garantizadores de la singularidad excluyente de una acción, que debe cumplir con el protocolo garantizado para ser invertida en acción de arte.

El registro fotográfico de la puesta-en-escena de los efectos de la escena-primera (y primaria) será, no solo testimonio probatorio, sino más aún: le será otorgado el estatuto de obra plástica, en plena disputa por la representabilidad del cuerpo doloroso de la sociedad, definida para dichos efectos, como zona-de-dolor.

Respecto de esta construcción de público cooperante, un artista eminente, de los más respetables por la pulcritud de sus gestos, ya verán, se me acerca para hacer el comentario siguiente: “no hay performance más feroz que levantar por las axilas el cuerpo tibio de tu padre para vestirlo”.  Pero nadie lo habrá visto. Ha sido un acto privado. La cooperación representativa requiere que este nuevo arte sea, “fundamentalmente”, puesta-en-escena.

Entonces, el comentario del artista pronunciado en voz baja –para quien está dispuesto y disponible a entender- resuena como contra forma de la conversión eufórica de una escena-de-celos en acción-de-arte. El denominador común que autoriza la analogía es el significante vestimentario: un traje. Desde ahí, la sociedad chilena de 1980 será dividida entre quienes no tienen cuerpo para llevar la ropa, y aquellos que tienen ropa de sobra para cubrir la encarnación de un cuerpo, como si éste fuera una mano que recibe un guante a la medida. 

Lo que se debe saber, de 1960, sin embargo, es que en la planta de los pies desnudos de cada uno de los cuerpos de los ajusticiados por el FLN había impreso un timbre de goma, para que nadie fuera a poner en duda la autoría. Lo que sorprende, en 1970 por ejemplo, es que se considera que esos sujetos han sido bien ajusticiados, introduciendo en nuestra historia cercana la distinción entre muertos buenos y muertos malos.  No bastaba dar muerte, sino poner la firma, cosificando a la víctima para su inmediata conversión en carne dispuesta al desposte. Años más tarde, ya a finales de los noventa, en el curso de un trabajo curatorial sustituto, pude advertir la ostentosa (y agresiva) ingenuidad de artistas que fabricaban vanitas con el registro de cadáveres ya etiquetados en la morgue de una ciudad. La moraleja era que la escena artística necesitaba ser convertida en una morgue, en que se debía reconocer el trabajo forense como procedimiento garantizador de un público cooperante cada vez más sofisticado.

La gran victoria del arte chileno en esta última década ha sido lograr que se  fijara un precio a los impresos  producidos como suplementos (excesos formales regulados) de obra.

La “gran obra” del período no habrá sido más que suplemento. Lo que hace (la) falta es la obra.


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