jueves, 13 de junio de 2019

GLORIA





En “Gloria”[1], hay dos escenas extraordinarias que son la prueba de una erudición. Gabriela Trujillo se dio cuenta y le preguntó a Sebastián Lelio por esas dos construcciones muy ajustadas que se han convertido en citas de remate: aquella, en que Gloria va a la peluquería y “se suelta las trenzas”; y aquella, en la misma peluquería, cuando se pone bajo el secador de ultrageneración que gira en torno a su cabeza, como si fuera una escenografía de “Odisea del Espacio”. La peluquería como gabinete de curiosidades instala un régimen de cierre de todos los fragmentos que hasta ese momento han modulado la historia del derrumbe simbólico del homo chilensis.  En ese punto, las canciones operan como el sub-texto sobre el cual se montan los diálogos, y pasan a construir la logística afectiva del relato, que expone el estado de la estética dominante que modela la sentimentalidad de masas, tomando el festival-de-viña como un templo wagneriano-rasca donde se modela el super-hombre que exhibe su histeria en proporción inversa a la ética de la teletón, como encubrimiento de la falta, del abandono y de la minusvalización como amenaza de segundo orden, para una sociedad sometida a la violencia de la donación impositiva por la vía de la  espectacularizarión de la caridad.



Desde ahí, hacia atrás. Esta película debe ser vista desde ahí. Dos veces. La primera, como relato de una caída continua; la segunda, como retroversión radical de unas escenas finales que conducen a leer las primeras como si ya fuera un final anticipado. Esto es una maravilla. Gloria es desestimada por sus hijos. Es una madre que atravesó la dictadura y los hijos no aprecian el costo del fascismo ordinario en la vida de las personas comunes, a las que les han sustraído la Palabra, y que solo hablan en el código ofertado por una industria de la sentimentalidad, que los hace repetir como si fuera una traducción directa-consecutiva,  la falta-que-les-hace.

Los hijos tienen un padre pollerudo que depende de las intrigas de su nueva mujer para “reunirlos a todos”, pero no soporta la materialidad de las imágenes y se destruye cuando toma conciencia de que no estaba en la foto. ¡Es que en esta película ningún hombre tiene cuerpo para estar en la foto! La única vez que son encuadrados es para registrar el paso patético de unos combatientes embutidos en “monos” (nueva versión de los overoles fabriles) que “desfilan” –en francés: qui se faux-filent- después de un combate simulado, cuando ya los uniformados reales han sido conminados a “regresar” a sus cuarteles. 

La voz repeticional de Gloria, que se apega a la voz-de-origen,  dibuja un campo de sensibilidad que los excluye y los convierte en “tema”, porque ya están fuera del encuadre. Lo único que parece tener cuerpo es, justamente, la voz, en un contexto dominado por el efecto de la frase imperativa de ser-la-voz-de-los-sin-voz. Pero la voluntad representativa de la frase, que se [2]encarnaba hasta ese entonces en un colectivo –la Iglesia-, se descubre en su versión encapsulada como hit.

La ceremonia de la cosmética final en la penúltima escena recompone la producción de auto-reparación que termina con la negativa de Gloria a bailar con el último galán, re/semantizando en el imaginario chileno la decisión de bailar sola (ella baila sola), sellando la dinámica de un derrumbe simbólico de proporciones. ¡A no olvidar! En la primera versión de ella-baila-sola   ha sido arrebatado un cuerpo –noche y niebla-; en esta segunda versión, ella-baila-sola porque quien se  acerca ha sido destituido de su función. Que alguien pueda efectivamente operar un corte, significa que hay alguien a quien el corte le está impedido porque  el pasado no libera al presente.





1 Inauguración de Semana del cine chileno en la Cinemateca francesa, con ocasión de los 10 años de CinemaChile.

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