jueves, 4 de mayo de 2017

INFLACIONES DISCURSIVAS, A FALTA DE PRUEBAS.



Esta exposición, a juzgar por las declaraciones eufóricas de su curador, nos permitiría apreciar un “capítulo fundamental” para el arte chileno. Sin embargo, eso no es efectivo. El arte abstracto no es un capítulo, sino una zona  pantanosa  de la historiografía local, que no está del todo disponible para acoger una fundación interpretacional.  De hecho,  ya resulta patológica la repetición de mitos que fijan la idea de una abstracción  chilena consistente, marcando hitos de acuerdo a la conveniencia de una historia que mezcla influencias no comprobadas con afluencias institucionales impracticables,   en un intento de modificar la interpretación de la historia en provecho de una operación de especulación. 

Desde la partida, el título de la exposición atrae  la confusión voluntaria que convierte la historia de la abstracción en una continuidad dominada por  la pintura geométrica andinizada, repotenciada por apelativos inexactos que califican a cierto tipo de producciones como  arte concreto inverosímil, sin dejar de considerar una zona reducida destinada a inflar la existencia de un arte cinético  improbable.  De inmediato es dable pensar en otras abstracciones, no geométricas, que podrían resultar decididamente  (más) significativas a la hora de redimensionar la densidad de sus activos en la organización general del campo plástico. 

Todo parece indicar, sin embargo, que esta exposición  reivindica 60 años que habrían sido oscurecidos por una historiografía determinada,  de modo que levanta  una hipótesis reparatoria  desde la configuración de una  posición en que la abstracción sería víctima de una conjura que el curador tampoco identifica, pero a partir de la cual   concluye con esta propuesta heroica,  montada sobre un rencor mal digerido por sus agentes.   Pero esto tampoco es efectivo.  En la historia oficial de Romera, los abstractos geométricos ocuparon un lugar relevante.  En los setenta, no solo Romera escribía sobre ellos, sino también Palacios y Ana Helfant.  Lo cual  deja indiferente al curador,  que se abstiene de considerar la variable política en esa coyuntura, ya que no toma en cuenta el hecho que dicha escritura sostiene a los geométricos en contra de los otros pintores abstractos in/formales que dominan  la escena plástica y que son culpados de ser los responsables de lo que ellos entienden como el  hundimiento de la escena. 

De este modo,  cuando en la  segunda historia oficial, la de Galaz/Ivelic, aparece el capítulo sobre los geométricos, resulta evidente el intento de privilegiar a Ortúzar y a   Vial, para rebajar el peso  de Vergara Grez.   El curador de esta exposición declara que su propósito viene a completar lo que Galaz/Ivelic  iniciaron,  pero en los hechos lo que hace es restituir a Vergara Grez,  proporcionando argumentos suplementarios en favor de  su rol en una especie de segunda fundación abstracta. 

Bajo esta consideración, sin embargo, el curador omite la gran invención de Romera, con que justifica la irrupción de la abstracción geométrica: la “razón plástica”.  Lo curioso es que los propios Galaz/Ivelic se reclaman deudores de dicha noción.  Entonces, el curador, lo que hace, en el fondo, es cobrarle la cuenta  a sus propios mentores,  ubicándose en el lugar de un continuador que  los supera regresando a un origen modelado a su medida.  A tal punto,  que esta exposición debiera ser entendida  como  aquella que los ya mencionados no pudieron realizar. 

Resulta curioso que habiendo sido por más de una década asistente del director del MNBA, el curador no haya hecho nada en ese período para hacer una exposición semejante.  La situación del coleccionismo  de pintura geométrica no era la misma, y la preocupación de éste por los geométricos es reciente, ya que solo data desde la explotación eficiente que ha hecho de la obra de Matilde Pérez, en parte para des/merecer el rol de Vergara Grez en la  fabricación de una atención crítica que no presentara (tantos) obstáculos para convertirla en  referente de un mercado emergente de pintura.

Era necesario  esperar que unos coleccionistas decidieran, hoy día,  poner en valor sus  inversiones en pintura abstracta geométrica, a la que también habían desembarcado  de manera tardía, para que el autor del catálogo pudiera recurrir al uso invertido del discurso de Galaz/Ivelic como su antecedente primordial, ya que precisaba garantizar desde la academia una operación institucional destinada a  legitimar un conjunto de obras  carentes del reconocimiento necesario.

Sin embargo, el texto  del catálogo  de esta exposición agrega un punto que no estaba señalado con énfasis en la narración de Galaz/Ivelic. Este consiste en la colocación fundacional de  Vicente Huidobro, al que se (le) descubre una relación  de amistad con Torres-García, para poder  desde allí  montar la hipótesis inverosímil que  gestiona la dependencia de los artistas chilenos de la primera abstracción, con el héroe plástico uruguayo.  A nadie le cabe duda  que  si ambos coinciden  en una revista, eso no quiere decir que se transforme visiblemente la historia.  El más sencillo estudio de sociología de la recepción y de la circulación del arte indica la necesidad de  identificar las condiciones de reproducción efectiva de determinadas ideas y de cómo son transferidas gracias a dispositivos de amplificación  de una filiación que satisface una tasa mínima de inscriptividad.  No se puede concluir que ese acontecimiento editorial haya tenido efectos consistentes en la apertura de un espacio para la pintura abstracta,  que se explicaría por su dependencia  respecto de este hecho.

No hay pruebas de relación o de intercambio formal consistente entre Montevideo y Santiago, en la coyuntura de 1928 y 1934.  Tampoco hay,  en Montparnasse, atisbo alguno de regionalismo americanista ni esbozos de constructivismo.  Tampoco está comprobado que el Taller Torres-García haya mantenido relaciones formales y productivas con artistas chilenos, entre 1944 y 1952.  Menciono el año 1944 porque es el año en que Torres-García instala el taller en Montevideo. Y señalo el año 1952 como un cierre, porque en 1953 tiene lugar en la sala de la revista ProArte, una exposición de Torres-García y la Escuela del Sur.  Aunque éste es tan solo un antecedente que podría  contextualizar  la  aparición orgánica  de Rectángulo en 1955.  Ahora bien, no hay que olvidar que las primeras conferencias “efectivas” sobre  arte abstracto fueron pronunciadas por Pettoruti y Payró en las escuelas de verano de la Universidad de Chile, recién en 1950.   Esto quiere decir  que tuvieron un cierto eco entre los estudiantes de arte, ya que venían a confirmar lo que estos ya esperaban escuchar, teniendo en cuenta la realización de la exposición francesa “De Manet a nuestros días”, en 1950,  gracias a la cual fue conocida en Chile –entre otros- la obra de De Staël. Y lo menciono,  por la relación de esta abstracción francesa con la pintura  abstracta (no geométrica) que va a realizar Gracia Barrios a fines de los años cincuenta y comienzos de los sesenta.  

El otro problema grave que se plantea en el texto de este catálogo es el de la transferencia de André Lhote en Chile.  El chiste analítico repetido sobre este período obliga a realizar el inventario de los artistas chilenos que se inscribieron chez Lhote o en la Grande Chaumière.   El destino de Hernán Gazmuri cuando regresa a Chile después de haber  estado inscrito en el taller del primero, señala hasta qué punto la pintura académica y convencional le levanta todos los obstáculos posibles para impedir que sea profesor.  De modo que no es posible reconocer la existencia de una  actividad pictórica abstracta formal, ni en Gazmuri ni en Vargas Rozas, ni en 1932, cuando el primero instala su taller privado en los locales del diario La Nación,  ni en 1939, cuando el segundo regresa de Francia a causa de la guerra y acompaña a Siqueiros a realizar el mural de la Escuela México en Chillán.

¿Cómo explicar que Luis Vargas, el primer pintor abstracto, acompañe a Siqueiros a realizar un mural figurativo? En el supuesto de que la bóveda sea interpretada como figurativa, porque todo señala que hay zonas, en dicha obra, que son absolutamente abstractas.  Vargas conoció a Siqueiros, probablemente en Paris, o lo conoció en Chile a su arribo, recomendado por otros artistas  comunistas. La relación entre ellos tiene que haber sido de una relativa aunque dudosa simpatía, porque Siqueiros escribe un texto sobre la obra de Vargas en el que lo conmina a abandonar la abstracción y a abrazar la “pintura civil”. El texto jamás fue publicado. Vargas jamás abrazó la pintura civil y  acabó después de la guerra siendo nombrado director del MNBA.  Lo que en ningún caso significó algún tipo de adelantamiento institucional de la pintura abstracta.

Más grave, sin embargo, es cuando se afirma que Vargas cultivó una amistad con toda la vanguardia parisina del momento.   Pero esto tampoco es efectivo.  ¿Cuál de todas?, ¿La vanguardia post-cubista que ya no es más vanguardia?  

Si se lee la correspondencia que Vargas y Henriette Petit sostienen con sus corresponsales epistolares en Chile, se entiende que ambos declaran más bien no entender nada de lo que está ocurriendo en la escena pictórica parisina. Y además, ¿cuál escena?  El solo hecho que se hayan autodenominado Grupo Montparnasse indica hasta qué punto están desubicados y son   prisioneros de una imagen  de vida bohemia  en la que se sobrevive de manera  anecdótica  entre La Coupole y La Rotonde.   




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