Recibo el ejemplar de “El niño alcalde” de
Marcelo Mellado publicado por Hueders. Nunca antes una portada había sido más
exacta. El troquelado ha sido significante en la operación de enunciación que
permite acceder al título impreso en la portadilla interior, como si éste
hubiese intentado escabullirse y pasar de largo, para no tener que dar la cara.
De este modo, el aparato gráfico pone en escena el fantasma del desollamiento,
a propósito de la des/solidarización de la portada que solo acepta cumplir la
tarea de señalar el hueco. Se ha restado de la responsabilidad de sostener el
título explícito, para enfatizar la función de borde que autoriza la lectura de
aquello que aparece en el fondo de un pozo y que vendría a constituirse en objeto
narrable.
Las palabras “el niño alcalde” hacen visible el
corte de régimen tipográfico y señalan una diferencia radical en las
condiciones de inmersión enunciativa, de modo que “alcalde” es impresa en altas
como si fuera (siendo) parte de una estela greco-latina que inventa su
legitimidad en un pasado arcaico que se moldea en código republicano. En
cambio, “el niño”, si bien posee un cuerpo de letra mayor, aunque en baja,
instala una amenaza referencial, fácilmente asociable a la corriente de “El Niño”, como fuente de
perturbaciones del clima. El relato, en definitiva, reproduce las condiciones
superficiales de la geomorfología y la fisionomía de una política deudora del
rousseauismo más elemental. Así las
cosas, la palabra alcalde, en altas, denota la capa que encubre el relato de la
misión institucional, proclamando la inocencia originaria de una voluntad
perdida, repetida como recurso para la habilitación de la nostalgia
movimientista. La condición “niño” inocenta la debilidad política de un sujeto
que no ha podido acceder todavía a la realización de un rito de paso fundamental,
y que lo hace depender de una matriz de la que no ha sabido ni deseado ejecutar
corte alguno. El nombre del autor del relato aparece en la línea de contención
de la voluntad editorial, que corona la posición del ejecutor con la imagen condensada del canto del
ruiseñor, habilitado por las reglas de la papiroflexia.
En seguida, el relato de sesenta páginas está
ordenado para reproducir la secuencia desfalleciente de cinco capítulos
destinados a cumplir tareas de expansión
de la voz del predicador que clama en el desierto, reproduciendo el delirio de quien ha sido
abusado por el Gran Operador (GO). En
este punto, el GO reproduce un sucedáneo parodizado del gran-otro, que embiste
e inviste La Matriz (LM) cuyo relato de desagregación coincide con el
desmantelamiento de la voz de unos sujetos sindicados como “los culiados que
bajan del cerro”, para poner en evidencia la distinción fundamental entre una
ciudad de arriba y una ciudad de abajo.
El relato de Marcelo Mellado está anclado sobre
la arcaicidad reglamentable de un relato anterior, fijado por Chris Marker en “A
Valparaíso”, destino irremediable de la palabra des/constitución. La gran
victoria de la perversión política local fue lograr que la propia des/constitución
fuese erigida en indicio de un patrimonio ya des/patrimonializado.
En el plan, la ciudad mercantil. En la colina,
la ciudad de los pobres. En la cima de las colinas, los pobres de los pobres.
Es decir, en el plan, el “puterío político académico vociferante”, en las
alturas, “la gente que padecía el efecto perturbador de las veredas con caca y
el olor a meado de las escaleras”, definiendo la función descriptiva de los
líquidos percolados que portan la ficción orgánica de la novela municipal que
se escribe en torno al agujero de ser.
El monodrama de Marcelo Mellado se concibe a sí
mismo como un discurso percolado que
toma en la figura del troquelado la semejanza de un hundimiento. Lo que naufraga es LM, lo madre, que no puede contener los des/varíos de una socialidad en
instancias de des/mantelamiento estructural. Marcelo Mellado da cuenta del
funcionamiento de una institución primitiva de la palabra, que solo se hace
perceptible y verificable bajo condiciones de manejo de una ruina administrable. Sin embargo, como
lo sugiere Pedro Gandolfo, “El niño alcalde” es una novela en clave que -en un primer nivel- remite a la singularidad
de un personaje inventado -“niño mamón”- para servir de medida a la ensoñación
que condensa la invención de origen del ciudadano.
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