La
gran victoria de la perversión política local fue lograr que la propia
des/constitución fuese erigida en indicio de un patrimonio ya
des/patrimonializado. La última novela de Marcelo Mellado es un manual para
entender la lógica de la ciudad fallida. Enrique Lihn hablaba de la novela como
un acto de urbanización. La tentativa de Marcelo Mellado consiste en recuperar
el habla de la ruinificación de una ciudad. Alfred Métraux, el gran etnólogo,
decía que para conocer bien una sociedad primitiva, esta debía presentar
indicios de podredumbre. El caso de Valparaíso corresponde a la dramatización
de un primitivismo que permite el acceso a sus determinaciones bajo las
condiciones de un desmantelamiento que se hace visible a través de las fisuras
del lenguaje. La ciudad fallida es un significante narrativo que se instala a
partir de la articulación de facultades que no describen esa fisionomía de las
clases sobre la que se sustenta la mitología de las revoluciones matriciales
del siglo XIX. El fallo señalado fue advertido en el derrumbe de La Matriz, que
en el texto asume las condiciones de meretriz, cuyo salón permite la
distribución ceremonial de la palabra, entre los dos fetiches que dominan la
rejilla curricular de las últimas décadas: ciudadanía
y participación.
Ciudad fallida ocupa conceptualmente el lugar
de la infraestructura, mientras destina a la ciudad patrimonial el lugar de la
superestructura jurídico-política. Es decir, la base del relato sostiene la
patrimonialidad como indicio originario del fallo, enumerando los diversos protocolos mediante
los cuales la participación opera como sustituto administrativo de una
nostalgia bolchevique, cuyo destino ha sido realizar la misión de su tiempo en
lengua democratacristiana, experta en manejo de asambleas truchas donde la
transferencia del deseo persuasivo disimula una historia de contornos épicos,
enunciados en la jerigonza movimientista que reproduce gritos emblemáticos,
tales como “a recuperar lo perdido” (porque
es el dominio de la calle lo que nos da el poder de extorsionar a la autoridad).
Es decir, así como la patrimonialización es
la expresión manifiesta del fallo de la ciudad solo verificada como ruina administrable, las determinaciones
funcionales conocidas como “corrupta de la excarcel” y “corrupto de la plaza”,
triangulan la tensión subordinante del negocio local respecto del cual “el niño
alcalde” resulta clave para satisfacer la función de “niño de los mandados”. Lo
dejan hablar-en-lengua (superestructura) para que las organizaciones
comunitarias se recompongan mediante el “uso de medicamentos de amplia gama”,
destinados a suspender el “flujo de la política”.
La ciudad fallida se mantiene gracias a la
administración del diafragma anal por cuya apertura se controla el acceso a las
facultades pre-bolcheviques y post-socialcristianas, que caracterizan la base
hipocrática de la función política.
En esto consiste el gran logro del monodrama
de Marcelo Mellado, forjado en tono recitativo, “como ilustración de la historia
institucional” en la que “todos quieren ser funcionarios de la lamida de
agujero”.
La ciudad fallida se organiza, entonces, en
torno a una ontológica perforación que define las habilidades expulsíficas y
retentivas de la corporalidad social, condensando a través de dos
materialidades la fase de des/constitución de los vínculos mínimos. Se trata de
ejecutar el inventario escénico definible entre el excremento humano en las
veredas y la sonoridad de los tambores arcaicos. Estos últimos, verificándose
como amenaza de una pulsión pre-verbal que cierra el círculo del manejo
post-verbal de los primeros. Esta es la
línea de poder básico desde la cual “el niño alcalde” se erige como vector-de-des/montaje
de los signos mínimos de la socialidad. De ahí que la corruptibilidad
discursiva que baja de las colinas –como predicación percolada- anega los subterráneos de la civilidad, para
destruir la demostración documentaria y satisfacer la pulsión encubridora del
agujero, que reclama el empleo de la saliva balsámica para ejecutar la ficción
de borde.
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