Estaba terminando de escribir algunas anotaciones para lo
que podría ser un libro destinado a trabajar (sobre) la Obra Dittborn. Para
diferenciarme de otros enunciados de agentes
de glosa que declaran que son “hacedores de libros”, yo puedo asegurar que
(solo) escribo. No hago libros. Los libros vienen o no vienen, ya sea por
exclusión orgánica, ya sea por añadidura oportuna. Lo escribo en condicional, porque lo que hay,
es un trabajo elaborado en completa autonomía financiera y conceptual. Valga
señalar este pequeño detalle. Porque
solo mi pertenencia al CEdA convierte un conjunto de archivos, en un libro
determinado, con proyección inscriptiva.
En un momento determinado del trabajo, el editor me
conminó a realizar un corte. Ya no más. De
modo que, drásticamente, definí lo publicable.
Sin embargo, retuve un “paquete”. Lo aislé para declarar su inhabilidad
y proseguir de manera interminable con el análisis de un problema que he
resuelto dejar fuera del libro, si bien aborda una cuestión a la que he
destinado algunos esfuerzos programáticos que no es el caso definir (todavía).
Ahora bien: realicé un corte en la zona destinada a tratar
en la obra de Dittborn, la teoría del cuerpo como vejiga, siendo ésta un correlato
de Afrodita Antofagasta, porque ésta imagen le permite a éste pensar (re/flexionar)
el estatuto de la pose (del cuerpo erguido: Afrodita) y su contrario, el
desplome (el boxeador). Sin embargo,
esta página apunta a otra cosa: a objetivar la mecanización del cuerpo,
recurriendo a la comparación con la mancha de aceite quemado de auto que gotea
(cae) sobre el pavimento. La vejiga automotriz remite al hecho de que la gota
no cae por sí sola, sino producto de una falla
en los retenes. La vulgata dittborniana sabrá a que me refiero.
En esta imagen, el enunciado “el cuerpo como vejiga” se
mecaniza en sus referentes al exhibir, después de un “gran borrón”, la
fotografía de un depósito de combustible con orificios en su parte inferior, que
deja escapar peligrosamente su contenido. Sin embargo, el borrón conecta con un acto de
arrepentimiento cromático destinado a cubrir una falta en la explicación, que es recuperada en una nueva lámina, en
que se declaran las funciones de aquello que contiene (vejiga) y de aquello que
expande (superficie), para deslizar la analítica hacia la facilitación de
aparición del carácter de lo impreso; palabra desde la cual declinará la atención crítica hasta habilitar el
efecto de situaciones impresionantes
(el punctum).
Impresionar, entonces, equivale a imprimir. Lo cual
conduce, en Dittborn, a preparar el camino para la conversión de la pintura en tintura. De modo que en la coyuntura de abril-mayo de 1981 es una
batería de problemas que Dittborn plantea, para establecer el mapa de las transferencias materiales que incurren
en el ejercicio de la pintura en el sur del continente americano. Desde ya las
imágenes sobre el supliciamiento de los indígenas en las láminas de grabado
europeas desde el siglo XVI en adelante instala el imperio de la cuerda y de la
horca para disponer los cuerpos como trofeos de conquista.
Los significantes vejiga y superficie están presentes
desde el origen. Y lo que importa en este proceso es el modo cómo Dittborn
comienza a adquirir un dominio de los problemas, siguiendo en detalle los
procesos de transferencias de las tecnologías de reproducción en el Nuevo
Mundo. Siendo ese uno de los problemas que anima la reflexión del propio Ronald
Kay en 1978 y 1979 cuando hace circular sus hipótesis sobre la cuestión de la
repetición y la merma que e corresponde, en el restrictidísimo espacio relacional
y académico al que pertenece y en cuyo seno sus teorías no obtienen el menor
indicio de adhesión[1].
Respecto
de lo anterior, cuando se reconoce con pesar en el ambiente filosófico de hoy,
que Ronald Kay fue el primero en hacer circular el discurso de Walter Benjamin,
esto no quiere decir que la obra de Dittborn le sea deudora como condición. En
el libro que estoy armando, lo que hago es poner en relevancia el ambiente
interno que Dittborn pone en movimiento para “colocar” sus (propias) preocupaciones
formales. La sociedad de trabajo que forma con Kay es fructífera, pero no
decisiva. Kay dirá años después que la
obra de Dittborn solo le sirvió para ilustrar unos temas que él (ya) tenía
pendientes. De modo que es un error asociar la teoría de Kay, sobre fotografía,
a la obra de Dittborn, como si la primera hubiese tenido un rol fundante y
fuese condición estricta y decisiva de la segunda. Las cosas (siempre) son más
complejas. La obra de Dittborn precedía
a las elucubraciones de Kay, o por lo menos, se debe considerar que eran
reflexiones compartidas en las que resulta inútil hacer el intento de recuperar
qué es lo que corresponde a cada cual.
El montaje de una modalidad de trabajo colaborativo en la escritura resulta
clave para comprender el motivo que ambos tuvieron para tomar a cargo la
presentación de la obra de Patricio Rojas, un escultor que realiza una
exposición en el Espacio Siglo XX, en noviembre de 1978, bajo el titulo Motivo de yeso.
Nadie ha
reparado en la importancia que tuvo este catálogo para sellar la burda disputa
por la administración de la escena. Richard y Leppe se ocuparon de producir
toda desconsideración sobre el trabajo de quienes eran sus adversarios
formales. Para Kay/Dittborn, escribir
sobre Patricio Rojas era escribir contra
Leppe/Richard, al final de un año que había sido exitoso para estos últimos en
el plano editorial, por el logro de haber reunido sus fichas en una ofensiva
catalogal a partir del programa de exposiciones que articularon durante el año
1978 en Galería Cromo. Eran, más que nada, adversarios a neutralizar mediante
operaciones de desgaste, en el curso de una furiosa lucha por la ocupación de
un espacio extremadamente reducido, en que los agentes adquirían un gran “poder
de fuego” gracias a la fuerza impresiva y editorial que obtenían gracias a “una complicidad que no llegaba a ser
alianza”[2] con los ejecutivos de dos agencias de
publicidad de la plaza: Mario Fonseca y Francisco Zegers. Es preciso señalar que sin la colaboración de éstos, ninguna de las ediciones
sobre las obras más relucientes del período en cuestión hubieran sido posibles. Solo es preciso señalar que dicha capacidad ya
había sido precedida por el manejo que hacían Kay y Dittborn de la imprenta del
Departamento de Estudios Humanísticos, donde fueron impresas algunas de las
iniciativas más significativas de una “nueva era” editorial. Como ya lo he señalado, a esto se agregó,
para no ser menos, el diseño gráfico de Leppe, pero en la otra vereda, al asumir la carga de los catálogos de
Galería Cromo, que fueron realizados con implementos técnicos similares; es
decir, una imprenta off set que se
usaba para trabajos internos en unidades universitarias y empresas.
De
hecho, en 1978 Dittborn, Kay y Catalina Parra publicaban bajo la sigla
V.I.S.U.A.L.. Sin embargo, compartir una sigla no es suficiente para constituir
un colectivo. Parra había participado en la expansión del concepto de edición
cuando Kay produce el número único de revista MANUSCRITOS y el nombre de la
artista aparece como autora de una “nueva práctica”, la visualización. Sin embargo,
es posible sostener que se trabaja más que nada sobre la idea de una plataforma
editorial y de una “productora” que tiene a su haber la exposición de Wolf Vostell
en Galería Epoca. Pero lo que no se debe olvidar es que V.I.S.U.A.L va a asumir
la responsabilidad de la edición del libro de Ronald Kay sobre la obra de
Dittborn en 1980, que como se sabe, ya había sido comenzado a ser escrito
durante el año 1979, mientras se preparaba la exposición de Dittborn en el CAYC
de Buenos Aires. Fieles a un impulso persecutorio sin precedentes, Richard y
Leppe se apresuraron en “inventar” un libro para impedir que Kay y Dittborn les
tomaran ventaja. De un modo análogo, Leppe ya había comenzado a diseñar los
catálogos de Galería Cromo respondiendo como solo él lo sabía hacer, a lo que
ya habían realizado Kay y Dittborn con los catálogos de Galería Epoca; pero sobre
todo, con lo que habían alcanzado a través de la escritura del catálogo de
Patricio Rojas.
Sorprende
que hayan tomado a Patricio Rojas, escultor, como objeto de su analítica, si después
no desarrollaron ningún tipo de relación personal como hubiese sido lógico
pensarlo. En el catálogo solo se agradece de modo cortante a dos personas que
participaron en la producción efectiva de la exposición: Alejandro Verdi y
Eduardo Echeverría[3].
De ambos no habrá ninguna mención en los trabajos. Incluso nada indica que existiera una cercanía
formal alguna entre Patricio Rojas y Kay/Dittborn. Lo que aparece como una
hipótesis plausible es que hayan visto en su trabajo una iniciativa que se les
escapaba o que no debían dejar pasar, sobre todo si les convenía para realizar
una operación discursiva de “copamiento” de un espacio artístico, que al final
no les produjo rédito alguno. Es decir, que la publicación del catálogo no fue
percibida como una operación efectiva. Nadie entendió. Nadie quiso entender,
más bien. Porque lo que pusieron en función fue un objeto lenguajero ejemplar, sobre el que hay que destinar algunas
páginas exclusivas[4].
[1] Nadie ha escrito sobre las animadversiones que
existían entre los docentes del Departamento de Estudios Humanístricos. En
general se considera que las dificultades académicas son dificultades
personales encubiertas. Pero las diferencias personales pueden ser la
condensación de abiertas rivalidades académicas que no tienen un cauce de
expresión adecuado. La reconstrucción de la edición de revista MANUSCRITOS
pudiera entregarnos suficientes antecedentes. Sabemos que de estas cosas la
gente no habla. Existe una trama
sub/versiva que amarra y explica no pocos distanciamientos y empresas de
demolición intelectual efectivas.
[2] Hago la distinción entre “alianza” y
“complicidad” para abordar un tipo de relaciones de interés entre artistas y
publicistas que se convierten en coleccionistas mediante el canje de obras por
apoyo editorial. Sin embargo, esta fue
la manera de cómo se conservaron obras que han pasado a ser reconocidas como
significativas de la producción de fines de los setenta y comienzos de los
ochenta. Tanto Fonseca como Zegers apoyaron iniciativas editoriales que fueron
claves. Tuvieron la ingenua pretensión
de ser simbólicamente retribuidos por esta acción, respecto de la que los
artistas, en condición de deudores, no perdonaron haber sido puestos en dicha
situación. Fonseca, gran diseñador y sutil fotógrafo, jamás fue reconocido como
artista por el grupo del que esperaba reconocimiento. Zegers, por su parte,
experimentó una constante descalificación que llegó a poner en peligro hasta la
estabilidad de su propia empresa, en diciembre de 1981. Fonseca y Zegers solo
fueron respetados mientras pudieron proporcionar determinados servicios. Sus
colecciones fueron adquiridas, por fragmentos,
a lo largo del tiempo, por instituciones
que las desarticularon y las incorporaron a sus colecciones sin respetar
las condiciones de su constitución. En algunos casos, algunas piezas, fueron
adquiridas –y preservadas bajo nuevas condiciones- por coleccionistas de nuevo
tipo, que han emergido en la escena en el curso de la última década.
[3] El nombre de Eduardo Echeverría
aparece mencionado en revista CAL[3], solo a raíz de haber ganado un
concurso organizado por una gran empresa y en cuyo jurado estuvo Jorge Glusberg[3], en uno de sus primeros viajes a
“intervención” de la escena chilena.
[4]
Motivo de yeso se ha convertido en
una rareza bibliófila y bibliográfica, que no ha sido recepcionada por la
escena. No ha sido objeto de ninguna reseña significativa. Su rareza consiste
en que se habla de la poeticidad implícita de su proyecto inicial. Escrito en
1978 se adelanta y supera en lo formal lo que el propio Kay pretendía obtener
mediante la publicación de su libro de poemas Variaciones ornamentales, sobre el que apostaba a que fuese
reconocido como el puntal de todas las teorizaciones posteriores que se le
pudieran atribuir. La hipótesis que
trabajo en esta nota supone reconocer Motivo
de yeso como una plataforma
decisiva, no solo en la cadena de
colaboraciones entre Kay y Dittborn, sino que determinó de manera anticipativa
la violencia simbólica con que Leppe les responde al producir Las cantatrices.
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