jueves, 5 de julio de 2018

UN CASO DE PLATAFORMA EDITORIAL INSUFICIENTEMENTE CONOCIDO



Estaba terminando de escribir algunas anotaciones para lo que podría ser un libro destinado a trabajar (sobre) la Obra Dittborn. Para diferenciarme de otros enunciados de agentes de glosa que declaran que son “hacedores de libros”, yo puedo asegurar que (solo) escribo. No hago libros. Los libros vienen o no vienen, ya sea por exclusión orgánica, ya sea por añadidura oportuna.  Lo escribo en condicional, porque lo que hay, es un trabajo elaborado en completa autonomía financiera y conceptual. Valga señalar este pequeño detalle.  Porque solo mi pertenencia al CEdA convierte un conjunto de archivos, en un libro determinado, con proyección inscriptiva.

En un momento determinado del trabajo, el editor me conminó a realizar un corte.  Ya no más. De modo que, drásticamente, definí lo publicable.  Sin embargo, retuve un “paquete”. Lo aislé para declarar su inhabilidad y proseguir de manera interminable con el análisis de un problema que he resuelto dejar fuera del libro, si bien aborda una cuestión a la que he destinado algunos esfuerzos programáticos que no es el caso definir (todavía). 

Ahora bien:  realicé un corte en la zona destinada a tratar en la obra de Dittborn, la teoría del cuerpo como vejiga, siendo ésta un correlato de Afrodita Antofagasta, porque ésta imagen le permite a éste pensar (re/flexionar) el estatuto de la pose (del cuerpo erguido: Afrodita) y su contrario, el desplome (el boxeador).  Sin embargo, esta página apunta a otra cosa: a objetivar la mecanización del cuerpo, recurriendo a la comparación con la mancha de aceite quemado de auto que gotea (cae) sobre el pavimento. La vejiga automotriz remite al hecho de que la gota no cae por sí sola, sino producto de una falla en los retenes. La vulgata dittborniana sabrá a que me refiero.




En esta imagen, el enunciado “el cuerpo como vejiga” se mecaniza en sus referentes al exhibir, después de un “gran borrón”, la fotografía de un depósito de combustible con orificios en su parte inferior, que deja escapar peligrosamente su contenido.  Sin embargo, el borrón conecta con un acto de arrepentimiento cromático destinado a cubrir una falta en la explicación, que es recuperada en una nueva lámina, en que se declaran las funciones de aquello que contiene (vejiga) y de aquello que expande (superficie), para deslizar la analítica hacia la facilitación de aparición del carácter de lo impreso; palabra desde la cual declinará   la atención crítica hasta habilitar el efecto de situaciones impresionantes (el punctum).

Impresionar, entonces, equivale a imprimir. Lo cual conduce, en Dittborn, a preparar el camino para la conversión de la pintura en tintura. De modo que en la coyuntura de abril-mayo de 1981 es una batería de problemas que Dittborn plantea, para establecer el mapa de las transferencias materiales que incurren en el ejercicio de la pintura en el sur del continente americano. Desde ya las imágenes sobre el supliciamiento de los indígenas en las láminas de grabado europeas desde el siglo XVI en adelante instala el imperio de la cuerda y de la horca para disponer los cuerpos como trofeos de conquista.

Los significantes vejiga y superficie están presentes desde el origen. Y lo que importa en este proceso es el modo cómo Dittborn comienza a adquirir un dominio de los problemas, siguiendo en detalle los procesos de transferencias de las tecnologías de reproducción en el Nuevo Mundo. Siendo ese uno de los problemas que anima la reflexión del propio Ronald Kay en 1978 y 1979 cuando hace circular sus hipótesis sobre la cuestión de la repetición y la merma que e corresponde, en el restrictidísimo espacio relacional y académico al que pertenece y en cuyo seno sus teorías no obtienen el menor indicio de adhesión[1].

Respecto de lo anterior, cuando se reconoce con pesar en el ambiente filosófico de hoy, que Ronald Kay fue el primero en hacer circular el discurso de Walter Benjamin, esto no quiere decir que la obra de Dittborn le sea deudora como condición. En el libro que estoy armando, lo que hago es poner en relevancia el ambiente interno que Dittborn pone en movimiento para “colocar” sus (propias) preocupaciones formales. La sociedad de trabajo que forma con Kay es fructífera, pero no decisiva.  Kay dirá años después que la obra de Dittborn solo le sirvió para ilustrar unos temas que él (ya) tenía pendientes. De modo que es un error asociar la teoría de Kay, sobre fotografía, a la obra de Dittborn, como si la primera hubiese tenido un rol fundante y fuese condición estricta y decisiva de la segunda. Las cosas (siempre) son más complejas.  La obra de Dittborn precedía a las elucubraciones de Kay, o por lo menos, se debe considerar que eran reflexiones compartidas en las que resulta inútil hacer el intento de recuperar qué es lo que corresponde a cada cual.  El montaje de una modalidad de trabajo colaborativo en la escritura resulta clave para comprender el motivo que ambos tuvieron para tomar a cargo la presentación de la obra de Patricio Rojas, un escultor que realiza una exposición en el Espacio Siglo XX, en noviembre de 1978, bajo el titulo Motivo de yeso.   

Nadie ha reparado en la importancia que tuvo este catálogo para sellar la burda disputa por la administración de la escena. Richard y Leppe se ocuparon de producir toda desconsideración sobre el trabajo de quienes eran sus adversarios formales.  Para Kay/Dittborn, escribir sobre Patricio Rojas era escribir contra Leppe/Richard, al final de un año que había sido exitoso para estos últimos en el plano editorial, por el logro de haber reunido sus fichas en una ofensiva catalogal a partir del programa de exposiciones que articularon durante el año 1978 en Galería Cromo. Eran, más que nada, adversarios a neutralizar mediante operaciones de desgaste, en el curso de una furiosa lucha por la ocupación de un espacio extremadamente reducido, en que los agentes adquirían un gran “poder de fuego” gracias a la fuerza impresiva y editorial que obtenían gracias a  “una complicidad que no llegaba a ser alianza”[2]  con los ejecutivos de dos agencias de publicidad de la plaza: Mario Fonseca y Francisco Zegers.  Es preciso señalar que  sin la colaboración de éstos, ninguna de las ediciones sobre las obras más relucientes del período en cuestión  hubieran sido posibles.  Solo es preciso señalar que dicha capacidad ya había sido precedida por el manejo que hacían Kay y Dittborn de la imprenta del Departamento de Estudios Humanísticos, donde fueron impresas algunas de las iniciativas más significativas de una “nueva era” editorial.  Como ya lo he señalado, a esto se agregó, para no ser menos, el diseño gráfico de Leppe,  pero en la otra vereda,  al asumir la carga de los catálogos de Galería Cromo, que fueron realizados con implementos técnicos similares; es decir, una imprenta off set que se usaba para trabajos internos en unidades universitarias y empresas.  

De hecho, en 1978 Dittborn, Kay y Catalina Parra publicaban bajo la sigla V.I.S.U.A.L.. Sin embargo, compartir una sigla no es suficiente para constituir un colectivo. Parra había participado en la expansión del concepto de edición cuando Kay produce el número único de revista MANUSCRITOS y el nombre de la artista aparece como autora de una “nueva práctica”, la visualización.  Sin embargo, es posible sostener que se trabaja más que nada sobre la idea de una plataforma editorial y de una “productora” que tiene a su haber la exposición de Wolf Vostell en Galería Epoca. Pero lo que no se debe olvidar es que V.I.S.U.A.L va a asumir la responsabilidad de la edición del libro de Ronald Kay sobre la obra de Dittborn en 1980, que como se sabe, ya había sido comenzado a ser escrito durante el año 1979, mientras se preparaba la exposición de Dittborn en el CAYC de Buenos Aires. Fieles a un impulso persecutorio sin precedentes, Richard y Leppe se apresuraron en “inventar” un libro para impedir que Kay y Dittborn les tomaran ventaja. De un modo análogo, Leppe ya había comenzado a diseñar los catálogos de Galería Cromo respondiendo como solo él lo sabía hacer, a lo que ya habían realizado Kay y Dittborn con los catálogos de Galería Epoca; pero sobre todo, con lo que habían alcanzado a través de la escritura del catálogo de Patricio Rojas.

Sorprende que hayan tomado a Patricio Rojas, escultor, como objeto de su analítica, si después no desarrollaron ningún tipo de relación personal como hubiese sido lógico pensarlo. En el catálogo solo se agradece  de modo cortante a dos personas que participaron en la producción efectiva de la exposición: Alejandro Verdi y Eduardo Echeverría[3]. De ambos no habrá ninguna mención en los trabajos.  Incluso nada indica que existiera una cercanía formal alguna entre Patricio Rojas y Kay/Dittborn. Lo que aparece como una hipótesis plausible es que hayan visto en su trabajo una iniciativa que se les escapaba o que no debían dejar pasar, sobre todo si les convenía para realizar una operación discursiva de “copamiento” de un espacio artístico, que al final no les produjo rédito alguno. Es decir, que la publicación del catálogo no fue percibida como una operación efectiva. Nadie entendió. Nadie quiso entender, más bien. Porque lo que pusieron en función fue un objeto lenguajero ejemplar, sobre el que hay que destinar algunas páginas exclusivas[4].




[1]  Nadie ha escrito sobre las animadversiones que existían entre los docentes del Departamento de Estudios Humanístricos. En general se considera que las dificultades académicas son dificultades personales encubiertas. Pero las diferencias personales pueden ser la condensación de abiertas rivalidades académicas que no tienen un cauce de expresión adecuado. La reconstrucción de la edición de revista MANUSCRITOS pudiera entregarnos suficientes antecedentes. Sabemos que de estas cosas la gente no habla.  Existe una trama sub/versiva que amarra y explica no pocos distanciamientos y empresas de demolición intelectual efectivas.
[2]  Hago la distinción entre “alianza” y “complicidad” para abordar un tipo de relaciones de interés entre artistas y publicistas que se convierten en coleccionistas mediante el canje de obras por apoyo editorial.  Sin embargo, esta fue la manera de cómo se conservaron obras que han pasado a ser reconocidas como significativas de la producción de fines de los setenta y comienzos de los ochenta. Tanto Fonseca como Zegers apoyaron iniciativas editoriales que fueron claves.  Tuvieron la ingenua pretensión de ser simbólicamente retribuidos por esta acción, respecto de la que los artistas, en condición de deudores, no perdonaron haber sido puestos en dicha situación. Fonseca, gran diseñador y sutil fotógrafo, jamás fue reconocido como artista por el grupo del que esperaba reconocimiento. Zegers, por su parte, experimentó una constante descalificación que llegó a poner en peligro hasta la estabilidad de su propia empresa, en diciembre de 1981. Fonseca y Zegers solo fueron respetados mientras pudieron proporcionar determinados servicios. Sus colecciones fueron adquiridas, por fragmentos,  a lo largo del tiempo, por instituciones  que las desarticularon y las incorporaron a sus colecciones sin respetar las condiciones de su constitución. En algunos casos, algunas piezas, fueron adquiridas –y preservadas bajo nuevas condiciones- por coleccionistas de nuevo tipo, que han emergido en la escena en el curso de la última década.  
[3] El nombre de Eduardo Echeverría aparece mencionado en revista CAL[3], solo a raíz de haber ganado un concurso organizado por una gran empresa y en cuyo jurado estuvo Jorge Glusberg[3], en uno de sus primeros viajes a “intervención” de la escena chilena.


[4] Motivo de yeso se ha convertido en una rareza bibliófila y bibliográfica, que no ha sido recepcionada por la escena. No ha sido objeto de ninguna reseña significativa. Su rareza consiste en que se habla de la poeticidad implícita de su proyecto inicial. Escrito en 1978 se adelanta y supera en lo formal lo que el propio Kay pretendía obtener mediante la publicación de su libro de poemas Variaciones ornamentales, sobre el que apostaba a que fuese reconocido como el puntal de todas las teorizaciones posteriores que se le pudieran atribuir.  La hipótesis que trabajo en esta nota supone reconocer Motivo de yeso como una plataforma   decisiva, no solo  en la cadena de colaboraciones entre Kay y Dittborn, sino que determinó de manera anticipativa la violencia simbólica con que Leppe les responde al producir Las cantatrices. 
UN CASO DE PLATAFORMA

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