En su columna de hoy en Las Últimas Noticias, Roberto Merino escribe de la
vanidad bajo el título de “Brillos cosméticos”. En verdad, no se refiere a la
vanidad en general, sino a la figura chilena del vanidoso resentido, al punto de
llegar a afirmar: “El sombrío vanidoso herido ama el brillo al punto de que
resplandece cuando piensa en sí mismo”.
En lengua guaraní, la expresión “ñandi vera”· se traduce como el “brillo de
la nada”, o más precisamente, aquello “que brilla por su ausencia”. Conocí estas palabras admirando el uso que
hace de esta noción el crítico y filósofo paraguayo, Ticio Escobar, que preside
el jurado para designar a la artista chilena que asistirá a la próxima Bienal
de Venecia. Pienso que Roberto Merino, cuando escribe sobre la vanidad, tiene en
mente otra cosa, que es la confusión chilena sobre el brillo por ostentación de
una falla, de una herida narcísica imposible de encubrir. En cambio, la fórmula
guaraní nos conduce a la vanidad que abrigamos, justamente, como un deseo epicúreo
en nuestra conducta, digamos, institucional.
Todo lo que ocurre en el Museo de Bellas Artes tiene que ver con la falta
de vanidad del Estado. Es decir, la
exhibición de una herida narcísica imposible de colmar, porque vive del rencor sombrío de su historia. Habiendo sido edificado como la manifestación
de la vanidad triunfante de la oligarquía vencedora en la guerra civil de 1891,
para celebrar la invención de “su” centenario. El museo -luego- fue despojado
en la dictadura de Ibáñez (1927) y convertido en un trofeo para la clase política
ascendente, al punto de terminar como espacio no deseado, fácilmente convertible
en recinto de una singular cultura punitiva.
La cultura punitiva tuvo dos momentos. El primero, realizado por el
culturalismo demócrata-cristiano de los setenta, que desarmó el museo para
convertirlo en “centro cultural”. El segundo, en cambio, fue realizado por una
política de “revisión de la historia”, en que se inventó y se promovió un tipo
de curatoría intervencionista, que “reactivaba” la memoria del museo mediante
un trato maniqueo y desinformador de las colecciones, poniendo en evidencia la
nostalgia sobre lo que museo no era; es decir, un “museo de arte contemporáneo”.
En el fondo, estos dos momentos fueron definidos por un deseo vindicatorio
motivado por la vergüenza inicial de su origen. Este sombrío rencor plebeyo ha
estructurado la política de subsistencia de un museo que ni siquiera resulta
útil para recuperar los indicios de la vanidad diluida.
El desafío para las nuevas autoridades consiste en hacerse cargo de los
efectos de este rencor simbólico instituido,
creando condiciones para la recuperación de su definición “original”, porque es preciso resolver esta deuda de
incompletud, para poder recién articular un modelo de gestión que –bajo el
marco regulatorio de un nuevo estatuto institucional- responda a las demandas
objetivas que la re/oligarquización del país ha planteado a lo largo de esta última
treintena.
Hay una paradoja sobre la que resulta imposible resolver la crisis estructural
del museo, y que está asentada en el desconocimiento forzado que se instaló sobre la
cultura del rencor plebeyo punitivo, que ha caracterizado su existencia desde
los años treinta en adelante. Obviamente, la paradoja consiste en que siendo un proyecto inicial oligarca, termina como administración plebeya de una incomodidad estructurante.
Sin embargo, hay una segunda paradoja, que puedo formular de la siguiente
manera: mientras el “Estado
concertacionista” consolidó una política cultural neoliberal, la direccionalidad del MNBA permaneció
apegada a una ideología desarrollista demócrata-cristiana del período anterior.
Ya sabemos que dicha perspectiva es no solo culposa, sino que fue inventada para
recomponer la memoria parcial, oficializada por el nuevo bloque en el gobierno.
El manejo del museo, desde 1990 en adelante, incorporó el uso de una memoria perdida, pero del régimen anterior
a 1973. Y lo que ha hecho acrecentar el naufragio del museo es el abismo
instalado entre, por un lado, una realidad contemporánea de especulación museal que exige responder
de acuerdo a unas pautas internacionales propias de desarrollo del sector,
y por otro lado, la realidad de un provincianismo sombrío cuya vanidad herida no le permite
superar el diagrama de un mandato simbólico que se ha diluido en el seno del
propio aparato del Estado.
Por esta razón, las nuevas autoridades del servicio de patrimonio tienen
por delante, no ya el desafío de reemplazar a un director, sino de formular un
proyecto de recuperación simbólica que permita inscribir la fase de
oligarquización original, en el decurso de un proyecto nacional que responda a
la solicitud de una vanidad institucional contemporánea.
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