¿De cómo se hace una exposición? No es algo que yo le vaya a
enseñar a nadie. Menos en la escena chilena, donde abundan los curadores
express. También hay historiadores que
ilustran sus cursillos haciendo exposiciones. Sin dejar de mencionar aquellos
que hacen exposiciones para blanquear operaciones especulativas, en sentido
literal.
Cuando hablo de cómo se hace una exposición hablo de otra
cosa: de la exhibición de un diagrama de fuerzas; donde ciertos conceptos prácticos son puestos en
operación para poner en evidencia el funcionamiento de un dispositivo de
producción de conocimiento.
Si se toma en consideración las dos últimas exposiciones en las que he participado como curador en
Proyectos de Arte D21, lo que hay que retener es que el eje en torno al que se anudan mis esfuerzos es la
relación con la Palabra. Es así como en
la exposición de Francisca Aninat, la
búsqueda apuntaba a determinar el rol del vacío y del intervalo en la
producción de palabra. En cambio, en la exposición que está armando Ingrid
Wildi, la palabra de la transferencia técnica y discursiva es la base para la
convención del territorio en paisaje económico y cultural.
Sin embargo, en el
reverso de este tipo de trabajo, se concreta
la preocupación por las
condiciones de producción de las escenas
locales. En este sentido, vengo de terminar un ensayo sobre la obra de Julio
Escámez y cerrar el contrato para la publicación de un libro. Ambas iniciativas ponen de relieve la escena
penquista. Si bien, el libro fue escrito durante el trabajo realizado en
Valparaíso, aborda cuestiones generales relativas al comportamiento de cualquier
escena local. En cambio, el ensayo sobre Julio Escámez reconstruye elementos institucionales locales
que lograron definir un tipo de densidad cultural que definió el imaginario
local durante décadas.
Debo señalar que en relación a lo anterior, hay un hecho que
pasa a cumplir funciones significantes respecto de cómo se organiza un campo
cultural en una escena determinada. Me refiero a la incidencia del viaje que el
20 de enero de 1957 realiza un grupo de artistas penquistas a las festividades
de San Sebastián de Yumbel. Hubo dos
cosas en ese viaje que vale la pena recalcar: la pasión de arquitectos y
artistas por la cerámica popular de Quinchamalí y el espectáculo de los
fotógrafos de cajón que hacían retratos
colocando a los campesinos con sus mejores trajes delante de fondos de
tela pintados. Hay que poner atención a
la fecha. Es decir, diez años después de la fundación del museo de Tomás Lago y
de la aparición en Revista de Arte de sendos artículos que abordan el interés
académico por las artes populares. (Lo
menciono porque al parecer esta relación pareciera ser una invención actual, por lo que da a
entender el Museo MAPA. Esta relación forma parte de una antigua tradición
comunista chilena, que el viaje de 1957 a Yumbel no es más que un incidente más
que significativo).
Aquello sobre lo cual Dittborn hace un caballo de batalla,
ya era una práctica corriente sobre el trato de la fotografía con las clases
sub-alternas, a juzgar por las fotografías que ya había realizado Antonio
Quintana acerca del tema. De hecho,
hablé de eso a propósito de la exposición que curó Gonzalo Leiva en el CCPLM.
Había una foto de Quintana que reproducía esa escena y que, si mal no recuerdo,
era de fecha cercana a la del viaje a Yumbel.
Lo cual me hizo recordar una polémica que se abre a
propósito de las relaciones entre Memoria e Historia. Es tal la necesidad de mitología que el
trabajo de Memoria termina en manos de agentes preocupados en proporcionar insumos
simbólicos para levantar monumentos adecuados, en épocas de crisis de sus referentes políticos. Es lo que sucede con las inflaciones
curatoriales a propósito del edificio del GAM, ex Diego Portales, ex Gabriela
Mistral, ex UNCTAD III, respecto de convertirlo en el momento más avanzado de la Integración de las Artes bajo la Unidad
Popular. También, en épocas de crisis
referencial, el recurso al allendismo como ideología encubridora tiene sus
ventajas, sobre todo en capas sociales
de un tipo de crítica en busca de apurado
reconocimiento local.
La última operación de este tipo tiene que ver con la
violación que experimenta el MNBA con la exposición de cuatro premios
nacionales. Como he dicho, no basta con que sean premios nacionales para
justificar una exposición. Si tan solo fuera por eso, no es suficiente. Sin
embargo, son premios nacionales en que tres de los cuáles fueron docentes de “la Chile” de antes, con la salvedad de que ninguno
de ellos fue re/incorporado. Este es el
propósito de la curadora, Inés Ortega.
Señalar el fin de una época, recurriendo a la serie de Balmes, Santo Domingo, realizada en 1965. Sin embargo, la exposición de las obras de
Núñez, de esa misma época, exhibidas en la exposición de Soledad García y
Daniela Berger en el MSSA hace un año atrás ya sentaron un precedente para abordar
las abismantes diferencias entre uno y otro.
Pero lo grave no es tanto eso,
que tiene arreglo discursivo, sino que debe compartir
su responsabilidad con un productor-galerista que parece más empeñado en legitimar obras
para hacer caja de manera rápida, que en sostener un trabajo curatorial serio y
responsable.
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