No se podía imaginar algo peor. Recordé la
desesperación y profunda decepción de Juan Carlos García cuando ocurrió el
incendio de la torre de la iglesia de San Francisco, en Valparaíso, en pleno
proceso de restauración. Peor aún: estaba a punto de ser entregada la obra. Hubo un juicio. La PUCV “salvó”. No se pudo
probar la participación de estudiantes en actos de negligencia ligados a la
realización de un asado en dependencias contiguas. ¿No fue así? Al final, ¿quién
fue responsable? Nadie, al parecer.
La paradoja es que un edificio queda expuesto a
los mayores peligros, justamente, en el momento que tienen lugar las operaciones
destinadas a su preservación. Es como si
quedaran al descubierto los eslabones más débiles de la cadena simbólica y material
que ha permitido su conservación.
En Notre-Dame, el fuego comenzó en la base de la
aguja de Viollet-le-Duc, que estaba enclavada en medio de la armazón
estructural y que tenía el sobrenombre de “el bosque”. Una gran empresa
propietaria de recursos forestales ha comprometido la donación de toda la
madera que sea necesaria para reconstruir la estructura. Pero como si fuera una
broma estructuralista, alguien podrá sostener que lo que hace arder la catedral
es su “inconsciente rural”; digamos, extra-citadino, incrustado en su seno,
como para encarnar el espíritu mismo de la técnica de una época pre-cartesiana.
Otros postulan que el incendio es un signo de los tiempos y que por partida
doble agrede a la cristiandad; ya sea, por la situación particular del Vaticano
en la crisis actual de la Iglesia; ya sea por el compromiso de la Iglesia en
las epopeyas coloniales cuyos efectos se hacen sentir ahora, como
cuestionamiento de la “razón occidental”.
Lo que he leído y escuchado hasta ahora, sin
embargo, sometiéndonos a los hechos, señala la apertura de una investigación
para revisar el cumplimiento de los protocolos que han sido elaborados para
realizar este tipo de trabajos, en el país que probablemente más haya hecho
para instalar y popularizar los derechos y deberes del patrimonio.
Entonces, no hay accidentes. Hablemos de un
cierto tipo de displicencia operativa que excede la confianza en el oficio. Es
tan solo una hipótesis. No se descarta nada. En el empleo de las palabras está
la clave. Tanto para explicar, justificar, representar. No pasará mucho tiempo para
que el mercado audiovisual se sature de producciones documentales sobre las
causas, efectos, anécdotas, que entre la banalización y las relaciones públicas
seguirán fortaleciendo la decisión política de su reconstrucción. Porque la
autoridad política no tiene sino la obligación de desplegar medios más que
extraordinarios para saldar la deuda simbólica que ha contraído. Para este
efecto, la alcaldesa de Paris, Ane Hidalgo, ya ha manifestado su deseo de organizar
un gran encentro internacional sobre el destino de las donaciones.
En este terreno hay que estar atentos para
seguir de cerca la consistencia de una política
de respuesta, que marcará los próximos decenios la cultura patrimonial
francesa. El efecto de la imagen de portada de los diarios de hoy debe ser
conjurada.
Prefiero recordar la fotografía de los half-tratck del capitán Dronne –con los
republicanos españoles- el día de la liberación de Paris, estacionados en la
explanada. Una cosa lleva a la otra.
Notre-Dame es un síntoma de la complejidad francesa. Allí, la Revolución transformó la catedral en
un “templo de la Razón”, cuando no en un depósito de vinos, en una vana tentativa de decristianización (de
la) política. Allí mismo, Napoleón terminó consagrándose emperador, tomando de
las manos del Papa la corona y calzándosela él mismo sobre su cabeza, para
cerrar el ciclo que había comenzado con una decapitación.
Allí, también, el Sobrino se casó con la
emperatriz.
También hubo horas sombrías: en abril de 1944 el
mariscal Pétain, aclamado por los parisinos, era recibido por el cardenal
Suhard.
Sin embargo, el arte inventa el paisaje. Victor
Hugo describe las oscuras emociones de la fe, celebrando la exuberancia del petit peuple que se desplegada en el
umbral y ocupaba la nave, en la reinaba la Rom Esmeralda. Allí sufría, viviendo en la misma armazón que
ha sido destruida por el fuego, Quasimodo. Pero antes que él, Eugene Sue había
sabido realizar el gran reportaje novelado sobre la miseria de los olvidados y
su dignidad. Marx ya sabía leerlo.
Solo se escribe en el surco abierto por otros. Utilizo
parte de la editorial de Laurent Joffrin, director del diario “Libération” para
fabricar esta columna. Más bien, intento reproducir el estilo analítico. Para
muestra: el título de la nota editorial de este día es “De la reina Margot a la
Liberación. Notre Dame o la iglesia de la nación”. Para llegar hasta allí fue
preciso recorrer la rivera del Sena que va desde el Louvre a la catedral, para
hilvanar ochocientos años, con la San Bartolomé incluída.
La primera piedra fue colocada en 1163 por Louis
VII. La obra se terminó en 1363.
Hacia 1860 se construyó la flecha que se
consumió ayer. Era una réplica de la que había sido levantada en el siglo XIII,
pero que había sido destruida durante la Revolución. Para agregar, después de
las invenciones literarias, durante la Comuna de 1871 estuvo a punto de ser
incendiada. Se llegó hasta quemar sillas en el interior de la nave. Pero salvó.
De ahí que resulte ser algo más que una catedral, sino un lugar de gran
condensación histórica, con una ficción republicana que ha logrado imprimir el
carácter de lo sagrado a la función política.
Hola, Justo. ¿Cómo estás? Soy Bastián Garcés, periodista de EL Líbero. Me gustaría entrevistarte sobre el incendio que afectó a Notre Dame y poder profundizar este texto que publicaste hace algunas horas.
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