martes, 16 de abril de 2019

NOTRE DAME


No se podía imaginar algo peor. Recordé la desesperación y profunda decepción de Juan Carlos García cuando ocurrió el incendio de la torre de la iglesia de San Francisco, en Valparaíso, en pleno proceso de restauración. Peor aún: estaba a punto de ser entregada la obra.  Hubo un juicio. La PUCV “salvó”. No se pudo probar la participación de estudiantes en actos de negligencia ligados a la realización de un asado en dependencias contiguas. ¿No fue así? Al final, ¿quién fue responsable? Nadie, al parecer.

La paradoja es que un edificio queda expuesto a los mayores peligros, justamente, en el momento que tienen lugar las operaciones destinadas a su preservación.  Es como si quedaran al descubierto los eslabones más débiles de la cadena simbólica y material que ha permitido su conservación.

En Notre-Dame, el fuego comenzó en la base de la aguja de Viollet-le-Duc, que estaba enclavada en medio de la armazón estructural y que tenía el sobrenombre de “el bosque”. Una gran empresa propietaria de recursos forestales ha comprometido la donación de toda la madera que sea necesaria para reconstruir la estructura. Pero como si fuera una broma estructuralista, alguien podrá sostener que lo que hace arder la catedral es su “inconsciente rural”; digamos, extra-citadino, incrustado en su seno, como para encarnar el espíritu mismo de la técnica de una época pre-cartesiana. Otros postulan que el incendio es un signo de los tiempos y que por partida doble agrede a la cristiandad; ya sea, por la situación particular del Vaticano en la crisis actual de la Iglesia; ya sea por el compromiso de la Iglesia en las epopeyas coloniales cuyos efectos se hacen sentir ahora, como cuestionamiento de la “razón occidental”.

Lo que he leído y escuchado hasta ahora, sin embargo, sometiéndonos a los hechos, señala la apertura de una investigación para revisar el cumplimiento de los protocolos que han sido elaborados para realizar este tipo de trabajos, en el país que probablemente más haya hecho para instalar y popularizar los derechos y deberes del patrimonio.

Entonces, no hay accidentes. Hablemos de un cierto tipo de displicencia operativa que excede la confianza en el oficio. Es tan solo una hipótesis. No se descarta nada. En el empleo de las palabras está la clave. Tanto para explicar, justificar, representar. No pasará mucho tiempo para que el mercado audiovisual se sature de producciones documentales sobre las causas, efectos, anécdotas, que entre la banalización y las relaciones públicas seguirán fortaleciendo la decisión política de su reconstrucción. Porque la autoridad política no tiene sino la obligación de desplegar medios más que extraordinarios para saldar la deuda simbólica que ha contraído. Para este efecto, la alcaldesa de Paris, Ane Hidalgo, ya ha manifestado su deseo de organizar un gran encentro internacional sobre el destino de las donaciones.

En este terreno hay que estar atentos para seguir de cerca la consistencia de una política de respuesta, que marcará los próximos decenios la cultura patrimonial francesa. El efecto de la imagen de portada de los diarios de hoy debe ser conjurada.

Prefiero recordar la fotografía de los half-tratck del capitán Dronne –con los republicanos españoles- el día de la liberación de Paris, estacionados en la explanada. Una cosa lleva a la otra.  Notre-Dame es un síntoma de la complejidad francesa.  Allí, la Revolución transformó la catedral en un “templo de la Razón”, cuando no en un depósito de vinos,  en una vana tentativa de decristianización (de la) política. Allí mismo, Napoleón terminó consagrándose emperador, tomando de las manos del Papa la corona y calzándosela él mismo sobre su cabeza, para cerrar el ciclo que había comenzado con una decapitación.

Allí, también, el Sobrino se casó con la emperatriz.

También hubo horas sombrías: en abril de 1944 el mariscal Pétain, aclamado por los parisinos, era recibido por el cardenal Suhard.

Sin embargo, el arte inventa el paisaje. Victor Hugo describe las oscuras emociones de la fe, celebrando la exuberancia del petit peuple que se desplegada en el umbral y ocupaba la nave, en la reinaba   la Rom Esmeralda.  Allí sufría, viviendo en la misma armazón que ha sido destruida por el fuego, Quasimodo. Pero antes que él, Eugene Sue había sabido realizar el gran reportaje novelado sobre la miseria de los olvidados y su dignidad. Marx ya sabía leerlo.

Solo se escribe en el surco abierto por otros. Utilizo parte de la editorial de Laurent Joffrin, director del diario “Libération” para fabricar esta columna. Más bien, intento reproducir el estilo analítico. Para muestra: el título de la nota editorial de este día es “De la reina Margot a la Liberación. Notre Dame o la iglesia de la nación”. Para llegar hasta allí fue preciso recorrer la rivera del Sena que va desde el Louvre a la catedral, para hilvanar ochocientos años, con la San Bartolomé incluída.  

La primera piedra fue colocada en 1163 por Louis VII. La obra se terminó en 1363.

Hacia 1860 se construyó la flecha que se consumió ayer. Era una réplica de la que había sido levantada en el siglo XIII, pero que había sido destruida durante la Revolución. Para agregar, después de las invenciones literarias, durante la Comuna de 1871 estuvo a punto de ser incendiada. Se llegó hasta quemar sillas en el interior de la nave. Pero salvó. De ahí que resulte ser algo más que una catedral, sino un lugar de gran condensación histórica, con una ficción republicana que ha logrado imprimir el carácter de lo sagrado a la función política.  

1 comentario:

  1. Hola, Justo. ¿Cómo estás? Soy Bastián Garcés, periodista de EL Líbero. Me gustaría entrevistarte sobre el incendio que afectó a Notre Dame y poder profundizar este texto que publicaste hace algunas horas.

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