sábado, 6 de abril de 2019

LENGUAS PICTO-TIPOGRÁFICAS



Ya se habrá advertido que al abordar el cuadro de Balmes en columnas anteriores, he hablado de la hipótesis del pliegue. Más que nada, de doblar la pintura como se hace con una carta. En relación a eso, debo decir que el cuadro de Gracia Barrios no puede ser (virtualmente) plegado. En su disposición actual se aparece en su pura expansión retenida. Sostendré que sus determinaciones pictóricas son de otro orden, porque no participan en el debate sobre la “impresividad” de las huellas, que parece ser la disputa que siempre ha movilizado a la escena chilena;  una configuración bibliográfica que ya estaba y que, incluso, precedía a la elaboración magnífica de Didi-Huberman en “La ressemblance par contact”, publicada en el 2008 por Les Editions de Minuit, a la que no habíamos podido acceder. ¿Cuántas son las cosas a las que no habíamos podido acceder?

Aunque todo este debate ya estuviese previsto para quienes siguen de cerca estas distinciones, la cuestión de la huella no es privilegio de quienes reflexionan sobre fotografía, sino que remite a las primeras tecnologías de inscripción simple, aún antes que se hubiese resuelto el crucial problema de la fijación de las imágenes sobre un soporte.

Sostengo esta hipótesis después de leer el magnífico libro que Adolfo Vera –“Arte y desaparición”- me ha dejado en los días que se ha conmemorado un año del inesperado fallecimiento de Jean-Louis Déotte.  Es un libro del 2017, pero que solo conozco ahora, por estar lejos. Privilegio de la distancia.  Esa es una bella paradoja constitutiva.

Sin embargo, no por menos cómplice que  resulte dicha lectura, advierto una total exclusión discursiva.  No por ello deja de tener una gran utilidad analítica, que de paso me confirma en la posición de quien ha ejercido la práctica del discurso “sobre” pintura, pero que ha sido despojado indirectamente de toda pertinencia por otro discurso, que reivindica la preeminencia de la materialidad fotográfica en la consideración de la huella.  Todo lo cual conduciría a pensar que el discurso sobre pintura quedaría fuera de ese debate.  

Ahora, en verdad, hay varios debates en curso. Por un momento se tiene la dificultad de saber en cuál de todos se está litigando, porque varios de ellos están sobrepuestos. Existe una trama académica a la que no pertenezco y en la que difícilmente soy admitido como interlocutor. Cuestión de reconocer el lugar en que se validan las escrituras. Por otro lado, señalo  diferencias metodológicas, no personales.  Razón por la cual intento recuperar los términos de un debate anterior y rehacer el camino de la referencia calcográfica. Por cierto, en sus determinaciones arcaicas, para volver a dibujar las dependencias tecnológicas de mi conveniencia.  Para lo cual, no hay mejor defensa que permanecer atento  en el universo de obra de Eugenio Dittborn.

Respecto de lo pictográfico, en cambio, me propongo atravesar la desertificación de la pintura, ensayada por las obras de José Balmes y Gracia Barrios, a partir de una denominación que el propio Eugenio Dittborn formuló, cuando tuvo que escribir hace muchos años atrás, un texto sobre la pintura de José Balmes. Por algo, en las pequeñas clasificaciones que he puesto a circular en la escena, recurro a una distinción que me ha parecido  muy necesaria y que me resultado de gran utilidad, entre artes de la huella y artes de la excavación.

Sin embargo, debo confesar que el análisis de Adolfo Vera me des/ubica en el uso que hago de la noción de huella, remitida a la práctica pictórica de José Balmes. Todo lo cual me señala que no estamos hablando de la misma cosa, pero que en el uso que hace del referente derridiano, de todos modos mi trabajo queda sin suelo seguro; en el sentido que solo existiría huella en un universo léxico dominado por la tecnología fotográfica. ¿Es posible eso? Si permanezco en ese terreno, tendré que distinguir entre huella y trazado, al modo como se menciona el verbo trazar, cuando se dibuja con cal el plano inicial de una vivienda, antes de comenzar la excavación. Creo recordar que en la industria de la construcción existe el oficio del trazador. De todos modos, esto me remite a una de las páginas iniciales de “Historia de la línea” de Manlio Brusatin, que comencé a leer una vez, en francés, mientras me dirigía en tren a Meaux, para visitar a Jean Lancri, en un viaje anterior.

Entonces ahora, en este viaje: ¿cómo podría defender mi posición? Se me ocurre una astucia: des/filosofando la argumentación, mediante una sobre/historización del debate. Para eso hice mención a la existencia de las dos grandes transferencias que tienen lugar en el arte chileno contemporáneo. Todo eso, en no más de diez años. Primero, la Traza-Balmes, en 1965, con “Santo Domingo”.  Después, la Excavación-Dittborn, en 1977, con “Final de Pista”.

Pero todo lo anterior no es (totalmente) efectivo: las artes de la excavación (Dittborn) ya se habían anticipado en los dibujos cruciales de 1972-1974. Y las artes de la huella (Balmes) ya experimentaban lo que Marc Le Bot va a llamar en 1978, a propósito de Jacques Monory, “sobredeterminación fotográfica de la pintura”. 

Ya me he referido en columnas anteriores al modo cómo ha sido construida una pintura de José Balmes como “Homenaje a Lumumba” (1967). Pero existe una cierta “oficialidad” sobre la obra de Eugenio Dittborn que declara como punto de no retorno  la exposición  “Final de Pista”, aunque sostengo que en ese caso no se puede no abordar dicho momento sin mencionar la hipótesis sobre la existencia de la pintura como subsuelo de la fotografía. Lo cual instala un debate singular y reducido en el seno de otro debate mayor que ya está en curso, donde sin embargo queda flotando la hipótesis de que no se podría hablar de huella, en sentido estricto, en el plano pictórico, porque éste sería un campo todavía (in)suficientemente benjaminizado.


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