Después de las columnas sobre traducciones,
ahora es preciso abordar el manejo de unas hipótesis que han sido puestas en
juego en las relaciones entre imagen y palabra. Todo tiene que ver con la
reconstrucción de unas polémicas formales de mediados de los años setenta. Me urge declarar que esa historia –convertida
en mito fundador- no comienza con Ronald
Kay en Revista Manuscritos (1975). Cuestión de proseguir con debates que no
dejan de marcar nuestra historia (de la) crítica, incluyendo el desmontaje de
sus mitos fundadores.
Nadie discute la irrupción de la revista como
uno de los proyectos editoriales que colaboró en la construcción de una escena
plástica polivalente y multi sistémica. ¡Qué palabras! Hay que decir, además,
que tampoco las obras producidas en la coyuntura de 1980 “inauguraron” en Chile
las relaciones entre arte y política.
El propio Mulato Gil había proseguido esta
relación en la pintura republicana. Incluso desde cuando pintaba frailes
dominicos que portaban en una mano el ejemplar de las sagradas escrituras sobre
la que sostenía la maqueta de una Iglesia. ¡Objeto reducido y textualidad
sagrada! Eso es de gran importancia. Siempre hay una escritura sagrada de
referencia. Habrá que declarar de qué lectura nos hacemos responsables[1].
La posición del Mulato, por eso, es ejemplar. ¡Por el solo hecho de ser cartógrafo y
autógrafo del Director Supremo! Por algo será. Esto ya estaba inscrito en las
estelas de la pintura colonial. Digo, la letra
pintada. Que no se me acuse de meter a todos en un mismo saco; se entiende
que corresponden a epistemes
distintas, pero los elementos sobre los cuáles se asienta la relación son los
mismos: arquitectura y discursividad.
Me refiero a la maqueta …. de una instalación.
La gran instalación del arte chileno, como una …. maqueta.
En términos estrictos, lo único que introduce Ronald
Kay, en 1975, es el valor metodológico del fait-divers,
convertido y trasvestido en objet-trouvé-littéraire.
Ahora, todo eso proviene de la sociología de la recepción de Jauss. Tampoco inventa nada nuevo al bloquear las
zonas de legibilidad de las portadas de El Mercurio como procedimiento poético
revolucionario. Había que ser, desde ya, un conocedor de Tom Philips y Ian
Hamilton Finley para entender la real dimensión de algunas cosas, sobre la
letra bloqueada, y la letra esculpida en la piedra como remedo crítico de
incisión originaria de la tablilla caldea, con la diferencia que ésta última
necesitaba ser cocida. Es decir, suponía la existencia de las artes del fuego,
sin la cual, al parecer, no hay escritura. Ni reproducción mecánica simple. De
ahí que ya se sabe que toda historia del arte es la historia de su reproducción
técnica. La falta de información promueve la dictadura analítica. Por otra
parte, a nadie se le puede pasar desapercibida la “poesía encontrada” en la
publicación de los Documentos de la ITT. La crónica roja ya dejaba de ser fait-divers para dominar el relato de la
historia.
Ronald Kay, por lo demás, niega la experiencia
de “lectura de los diarios” que tenía la izquierda mimeográfica como atributo
literario fundamental, antes de que él mismo escribiera sobre “El
Quebrantahuesos”. Antes, incluso, de que presentara “Variaciones ornamentales”.
Si queremos ser relativamente rigurosos en la
consideración de las fuentes, al menos debiéramos pensar que el título de una
obra ya funciona como imagen: variaciones
ornamentales. Pero también como delito.
Es decir, la lectura –también- como omisión de las fuentes.
Lo más simple es reconocer que la continuidad de
la letra está siempre perturbada por obstáculos gráficos que reconfiguran la
disponibilidad visual de esta, en su propia literalidad. Sabiendo de antemano que
debemos preguntarnos de qué texto referencial es variación y bajo qué determinaciones, un ornamento. (Me refiero, claro, a la “arquitectura del texto”). Por
eso, no me parece que sea condición suficiente para comprometer a Ronald Kay con
una hipótesis efectiva sobre de la muerte
del autor. No se ha conocido en esta escena a un autor-más-autoral que Ronald Kay. Solo que ha sido insuficiente el
acondicionamiento teórico destinado a promover la “blanchotización” forzada de
su escritura.
En la coyuntura político-intelectual de los
setenta, la reconfiguración de fuerzas a nivel de la letra hizo que las
técnicas del “análisis de contenido” implementadas por las ciencias humanas
americanas inventadas para uso de los analistas de la CIA, fueran ya traspasadas
a los activos intelectuales partidarios, para cuyos agentes la realidad era
“reducida” a las portadas de los periódicos,
convertidas en modelo reducido de referencias
sintomáticas.
Todo esto va (mucho) más allá de Ronald Kay y
del lugar que ocupaba en el Departamento de Estudios Humanísticos (DEH), a
fines de la Unidad Popular. En su poética implícita (de la) política la
textualidad unitario-popular dio
nacimiento a un modelo operativo que estableció un campo literario dominante,
en relación con el campo literario de la academia universitaria.
Así como después de 1973 hubo espacios que se
autodefinieron –con gran sentido de la oportunidad- como resistentes, se puede sostener que el DEH de antes de 1973 era un espacio reticente.
Cada cual se hará responsable de sus reticencias.
La gráfica puesta de manifiesto en la
publicación de los Documentos de la ITT durante la Unidad Popular ya había
instalado el rol del bloqueo como
estrategia de puesta en página reversiva de una prueba incriminatoria. Existió
un tic epocal que consistió en el
barrado de la letra y la sobreimpresión, primero de una línea negra que
fisuraba la palabra, que luego se transformó en franja abiertamente oclusiva.
Eso, en la fértil imaginación de no poca gente atribuía a la crítica, era el
signo de la más absoluta “radicalidad”. Sobre todo, porque la palabra barrada
le proporcionaba un aire lacaniano al cometido. Juan Luis Martínez ya se había adelantado.
En la escena oficial de la escritura partidaria
durante la pre-dictadura, la “lectura de comité central” instaló (algo así)
como la preeminencia inconciente de lengua
tipográfica. Luis Emilio Recabarren era editor.
El
diario del partido es el andamiaje del partido.
Entonces, en la superficie impresa de la página
del diario la distribución de las columnas y el tamaño de los encabezados
proporcionaban una clave interpretativa suplementaria. Viejos chamanes analizan las huellas dejadas por los zorros en la arena.
Para los lectores
autorizados de la fase, que habían inventado el género del Informe Político, “lo real” estaba disimulado en la entre-línea. Ronald Kay, sin embargo, estaba
–a destiempo- en otro régimen de performatividad literaria. Fue preciso que el
poder de los primeros fuera visiblemente demolido para que su tentativa –recién-
alcanzara la visibilidad reservada a los catecúmenos de la nueva crítica.
[1] Sobre la génesis de las escrituras sagradas del arte
chileno se
encuentra en preparación la edición de un libro con tres textos sobre el
trabajo de Eugenio Dittborn, en que –entre otras cuestiones- se aborda la
lectura que Ronald Kay instaló y que se convirtió en una condición canónica de
su estudio. La corrección editorial está a cargo de Sebastián Astorga y el
libro será publicado en el curso de este año por Ediciones UDP.
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