domingo, 28 de abril de 2019

CIENCIA LITERARIA


En relación a lo planteado en la columna anterior, no se ha estudiado el aporte a la ciencia literaria chilena de la “lectura de comité central”, que tenía algo de asociatividad léxica desde la que armaba grandes cadenas locales de universos significativos.

Una cierta tradición de académicos de la lengua fue obligada  a tomar el camino del exilio y navegó por otros cauces. Pero tampoco sabían de la ciencia textual de comité central, cuyos principales exponentes también tomaron dicho camino; sin embargo, se consolidaron como espacios extremadamente diferenciados. Aunque no se sabría sostener hasta qué punto una revista como Araucaria mantenía algún tipo de autonomía diagramática. De todos modos, en el terreno de la escritura prospectiva, el “político” suplantó al “científico” definiendo una nueva institución en la decibilidad de la Historia.

Ronald Kay, en cambio, buscaba instalar el discurso de la anticipación de la catástrofe, para lograr una garantía política y orgánica como la que consiguió Raúl Zurita, en la medida que su poesía satisfacía las necesidades catártico-mitológicas del partido como categoría de construcción de lo real, y que seguía operando como categoría ontológica subordinada, bajo diversas figuras sustitutas.

El leninismo, al fin y al cabo, es (eminentemente) tipográfico. Esa es la imagen partidaria de la palabra: ISKRA, el título del diario.  Siempre, cuestión de título.  El título, puesto en cuestión. (Pero si todo eso ya fue abordado en 1985 por los Acuerdos Díaz-Mellado). El periódico político es el andamio del partido político. Hay que poner el acento en la palabra andamio, como soporte de la obra de Díaz, en 1984, cuando “abandona” la pintura, para escribir con luz de neón los “pie de página” de una historia de tercer grado.

La gran diferencia entre Ronald Kay y los “analistas de comité central” era que él reivindicaba los faits-divers, como un dandy que se excita con el olor de la tinta de la crónica roja, mientras que los segundos –como “ingenieros del espíritu” (Stalin)- encarnaban la lectura correcta de la Historia, que estaba escrita, como digo, en lengua tipográfica.

No pondré en un mismo rango la “crónica roja” y el “análisis político”, pero ambos son deudores de una retórica forense cuyas determinaciones modelan los modos de expresión. En su

Aunque valga recordar que hubo representantes de la ciencia partidaria de ese entonces que fueron extremadamente críticos de los estudios que hacían Mattelart y compañía sobre el discurso de la prensa liberal.  Lo que ocurre es que estos demostraban por extensión que la “prensa de izquierda” era estructuralmente de derecha en su concepción periodística, lo que los habilitaría para sostener, en 1974, la hipótesis sobre el leninismo insurreccional de la burguesía chilena, como base de un film que no será jamás difundido más allá de lo que ya ha sido, en el Chile de hoy: “La espiral”. 

¿Ronald Kay nunca leyó los textos de Mattelart publicados en el CEREN? Al parecer, ese tipo de “literatura” no estaba en su horizonte de reserva. Cuando escribió “Re-writing… “ (para revista Manuscritos) sacó a “El Quebrantahuesos” de su pre-determinación surrealistizante (medio gagá a des/tiempo)  y lo convirtió en el monumento que necesitaba para sostener la radicalidad de su propia escritura.

Sin embargo, aun así, hubo quienes ya habíancomenzaron a leer a Gramsci, seriamente, en 1963, y fueron “ninguneados” por una autoridad indolente que portaba consigo la verdad del proceso.  Después vinieron los agentes de  flaccidez en las ciencias humanas, cuando se dieron cuenta que por el curso de la derrota debían acomodar su desmarxistización a la presupuestariedad de las fundaciones americanas y re-inventar a Gramsci  banalizando el concepto de hegemonía.

Mientras tanto, en la escena de arte vinculada a los años post-dictatoriales –como acostumbran definir- al complejo discursivo Arcis-la-Chile tuvo la responsabilidad de poner en marcha un proceso de banalización análogo,  pero por la vía de la sobre-benjaminización de un discurso dispuesto a asociar el golpe militar con la gran catástrofe. Para desde allí, formular el valor de un trauma ontológico superior que habilita el presente como efecto-de-huella ininscriptible.



                       

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