En la columna en que me referí a una de las frases
magistrales recolectadas por Camilo Yáñez del basural arqueológico de la prensa
impresa, escribí de manera incorrecta el título de una lámina. El nombre correcto es Nadar con tiburones es fascinante.
Lo más probable es que me haya dejado impresionar por la imposibilidad
de nadar, en la piscina. Ni para
bañarse, ni para tomarla. Entonces, lo
que permanece es la fascinación por las palabras encubridoras.
Según el Diccionario de la Real Academia, “fascinar” deriva del latín “fascinare”
y tiene tres acepciones: 1. Engañar, alucinar, ofuscar. / 2. Atraer
irresistiblemente. / 3. Hacer mal de ojo. En La Tercera del domingo
pasado, Enrique Correa realiza una operación de inteligencia actuando como un sujeto que logra satisfacer en un mismo discurso, estas tres
decepciones.
Pasar a la
fascinación de nadar entre tiburones es una declaración que puede ser asociada
a la necesidad de regresar desde la
Cultura (tecnología de la
natación) a la Naturaleza (asociación con la voracidad criminal de los escualos). Sin embargo, ésta es –por encima de todo- una
Cultura. Esta última define la condición
de un regreso a los orígenes del pacto social, afirmado en su versión
antagónica; es decir, nada hay más horroroso que nadar entre depredadores
sociales. La barbarie está escondida en
el concepto mismo de cultura (Benjamin). ¿No debiéramos reconocer en cada acto de
voracidad, un acto verdaderamente político? ¿No podríamos hacer de un acto de
veracidad, la base de una (nueva) política cultural? ¡No seamos (tan)
estúpidos!
Lo que podría uno
preguntarse, a partir de los afiches producidos por Camilo Yáñez y sus
expansiones murales, es ¿a que tipo de pensamiento pueden dar lugar estas
imágenes de letra? (Imágenes a la carta).
¿Cuál sería su contribución al conocimiento de las
relaciones entre imagen y palabra, como “falso problema” del arte chileno de
los últimos cuarenta años? Camilo Yáñez, en esta saga, se
sitúa en la filiación dittborniana más eficaz, porque reproduce el punto de
vista según el cual las imágenes y las palabras, juntas, forman lo que
Didi-Huberman llama “una tumba de la memoria”, declarando de inmediato tres
elementos en juego, que se combinan con las tres acepciones de la palabra
“fascinante”: “Sabemos que toda memoria está siempre amenazada por el olvido,
todo tesoro amenazado por el pillaje, toda tumba amenazada por la profanación”
(Cuando las imágenes tocan lo real). En la historia del arte reciente,
manipulada por las curatorías de
precursividad, tenemos que soportar el
pillaje de fuentes, el olvido de
precedentes y la profanación
documentaria.
Entonces, olvido, pillaje y
profanación de la lengua política pasan a ser el fondo semántico sobre
el que Camilo Yáñez intenta rescatar la imagen
de la palabra verdadera, en el terreno de la literalidad del inconsciente
político chileno, que funciona como dispositivo de depuración.
Hay una obra que hace función de argumento por inversión y
que favorece la hipótesis de Camilo Yáñez. Hablo de Estadio Nacional, el video que
fue armado a partir de dos cosas
muy simples: una larga secuencia por la faena de desmantelamiento del Estadio
Nacional (para habilitar su reforma) y una canción de Victor Jara (El niño Luchín) en la versión de Carlos
Cabezas. Imagen y palabra, marcando el
espacio y el tiempo de la memoria. (Esta
obra fue presentada en “L´envers du décor”, en Paris, en el Espace Vuitton, en
marzo del 2010. Y también, en
Dislocación, en el Museo de Berna, por la misma fecha). La brutalidad reformadora se asienta sobre la
banda sonora de una “canción de cuna”, para redoblar su eficacia en la
inversión del sistema de arte local
entendido como un “niño Luchin”, con el
muñeco de trapo como antecedente
de la disposición objetual en el arte chileno, ¿verdad?
Mientras visito la sala CCU durante el montaje,
Camilo Yáñez me habla –profusamente- de la obra de Jeremy Deller y del catálogo
de su exposición El ideal infinitamente
variable de lo popular (Madrid, México, Buenos Aires; no llegó a
Santiago). En éste, Dawn Ades
escribe un ensayo -Las historias
inglesas de Jeremy Deller- donde
reproduce el argumento del artista acerca de su trabajo que montó en la Bienal
de Venecia del 2013 : “Admite haber
utilizado la idea del pabellón en la Bienal como, según sus palabras, un
“templo laico”:
un espacio no religioso, no confesional, no sectario, pero con
rituales
y alusiones sagradas y religiosas en la colocación de los objetos, la
iconografía y la relación entre las
salas”.
Camilo Yáñez ha
realizado una idea similar: hacer de una sala de eventos corporativos que funge como sala de exhibición -como todo
en el arte chileno, nominando las cosas
por inflación de la cobertura-; digo, hacer de todo eso un “templo laico”, ordenado por el rito de la diseminación de la
palabra, como si se ordenara como un fragmento de “historia sagrada”, que viene a
recuperar la táctica visual que Gonzalo Díaz ensayara en su “batalla de
Lonquén”, en diciembre de 1989.
Lo curioso es que el
día del arribo de los camioneros a Santiago, al salir de la Galería Gabriela
Mistral, Mario Navarro me habló –también- de Jeremy Deller.
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