En 1990, Ivo Mesquita me invitó a un coloquio, en Sao Paulo. Fue el año
en que conocí a Marcelo E. Pacheco. Pero también fue la ocasión en que escuché
la conferencia de Bruce Ferguson en la que sostuvo la hipótesis del museo como un acto de habla. Buscando más tarde
las trazas de esta conferencia, me crucé con un ensayo de Florencia Battiti,
cuyo título prolongaba la perspectiva de Ferguson: Las exposiciones como forma
de discurso (Revista de Instituciones, Ideas y Mercados No 59 | Octubre
2013). Transcribo, para los efectos inmediatos de esta columna, un fragment
del abstract: “En este trabajo exploro la idea de que las exposiciones
de arte no guardan únicamente relación con la historia del arte sino que, al
inter- venir en el ámbito público, se transforman de inmediato en una toma de
posición y, por ende y aunque en sentido amplio, en un acto político. Para tal
fin, realizo aquí un breve e incompleto punteo de problemas a tener a cuenta,
con la intención de esbozar algunas preguntas sobre cuestiones que considero
deben ser planteadas desde la perspectiva de los espacios públi- cos que
articulen discursos sobre arte y memoria”.
Hace dos semanas, nuevamente en Sao Paulo, encontré en una traducción
portuguesa un libro de Hans U. Olbrist, Caminhos da curadoria. No es igual que el libro de entrevistas que
editó la UDP. Sino que es un libro escrito por él mismo, lo cual lo compromete de otro modo. El
problema al leer a Olbrist es que en Chile,
“todos” quienes sostienen diplomados sobre el tema o proyectan grandes
modificaciones en la estructura ministerial de la cultura visual, aspiran a
jugar un “rol de suizo” en la
organización del campo local, que es casi lo mismo que “hacerse el sueco”.
Enfin. Obrist
pone las cosas en una buena formula: una
exposición es una forma de producción de conocimiento. Regreso a Florencia Battiti para repetir en Santiago la siguiente idea: “El curador/a de una exposición es, entonces, aquel que
ejerce una práctica deslimitada –en tanto no requiere de título habilitante
para ser ejercida y no existen coordenadas estables para definir su accionar–
deviniendo un relevante actor social dentro del campo artístico que genera
producción de conocimiento pero que también despierta suspicacias en relación
al alto grado de visibilidad de su accionar y, en ocasiones, a la concentración
de poder que encierra su figura”.
Es necesario repetir
estos conceptos, en momentos en que
connotados curadores locales montan operaciones que no significan producción
alguna de conocimiento, sino que son inducciones de mitos
programadas en la total impunidad de una protección institucional,
manejando mañosamente la historia.
Una de las herencias
del MNBA ha sido, justamente, permitir y celebrar este manejo que, a final de
cuentas, ha terminado por
formalizar una extraña práctica que
consiste en castigar la colección, bajo la excusa ladina de un tipo de interpelación “contemporánea” que no ha asumido el efecto de la violencia
simbólica ejercida.
Así como unos historiadores oficiales siempre encuentran a un émulo
cubista, otros se dedican a rescatar a geométricos invisibilizados, que
exponen como héroes tardíos que habrían
sido –supuestamente- maltratados por la historia. Ha surgido la figura del rehabilitador
de segundones, teniendo como efecto directo el aumento de los precios.
A lo anterior, se agrega la actividad asociada de buscar precursores aún
“no descubiertos”, destinados a “remecer”
la historiografía.
Entonces, siempre aparece un proto-conceptual que habría sido enviado a
una provincia por una decision estratégica de un proyecto de universidad
nacional que le habría encomendado la mision de anticipar desde la periferia el
arte correo, la poesía letrista y
(hasta) las aeropostales.
Hay toda una costumbre que se ha instalado destinada a “inventar”
artistas que han ocupado segundas líneas
en pretéritos procesos académicos, pero cuya familia posee cajones de “basurita
gráfica” que ilustran fácilmente su des-ubicación estructural en la escena,
pero que son convertidos en “tesoros humanos vivos”, testigos directos del
ascenso y caida de la Utopía. Porque al
final de cuentas, lo que les importa a
estos curadores es demostrar que la historia chilena del arte es expression del
decaimiento de un cierto Espíritu del
Siglo que ya fue definido y que al cual deben rendir cuenta académica, como si
tuvieran que cumplir la mision de su mandato restitutivo. Mejor todavía si
estuvieron en la lista de artistas cuyas obras decoraron el interior y los
espacios de acceso y de función del edificio de la UNCTAD III, promovido al rango de instancia maxima del
arte integrado y expresión suprema de la política del arte durante la Unidad
Popular.
Este modelo de inducción
mitológica fuerza impunemente las fuentes y utiliza comisiones
ministeriales y asesorías de gabinete para legitimar fabulaciones de corta
rentabilidad académica. A estas alturas,
en el país museal, no hay producción de conocimiento. No hay “actos de habla”,
sino pactos de ventriloquía.
Estos productores de revisionismo express
recurren al vacío que ha dejado la retracción de Balmes de la vida pública,
para colmar este hueco con los relatos de quienes (siempre) ocuparon un lugar
sub-alterno en el periodo de la reforma universitaria “de la Chile”. En este
plano, curadores e historiadores muy responsables de lo que digo han ido a tomar literalmente sus voces para acomodar un discurso que los
inscribe como cazadores de precursividad,
porque la historia de validación de los artistas más significativos de los años
ochenta no les ha dejado ningún nicho académico que explotar.
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