En estos días se levanta la exposición de Eugenio Téllez en
el MAVI. Durante las discusiones previas
al montaje, al ver las obras en el taller de Santiago, realicé unas tomas fotográficas con el IPhone.
En un costado, me impresionaron unos dibujos de sombras; mas bien, de hombres
cuya sombra propia se excedía del campo que Téllez les había asignado. La manera de organizar las fuerzas gráficas
permitía definir el rol de estas zonas delimitadas, generalmente en la zona
inferior de las pinturas. Todo eso era
una aproximación a la presión gráfica anotada como comentario al margen de la
pintura. En este contexto, era necesario
proporcionarle a la pintura el espesor referencial para sostener y soportar anotaciones en su propio
campo. De este modo, es posible retener que en Eugenio Téllez, el dibujo es siempre un
dispositivo de persecución en el seno de una pintura que le debe a los
procedimientos del grabado sus principales atributos.
En la Escuela de Bellas Artes, sin embargo, el grabado era
lo que menos le interesaba. Había
entrado, una vez, por equivocación, a la sala de grabado, y había encontrado a unos personajes
manchados de tinta que preparaban una plantas con la actitud de un avaro contador auditor. Cerró la puerta y no volvió a pasar por ahí.
Más que nada, ocupaba su tiempo en el taller que con su
compañero de curso, Enrique Castro-Cid ocupaban en La Chimba y desde el cual se
conectaban directamente con los poetas y escritores de la generación del 50.
Por esta razón, ninguno de los dos
establece relaciones de
dependencias con los artistas-docentes de la Facultad de comienzos de
los años sesenta. La infraestructura de su enseñanza se levanta
en el espacio literario, en la cercanía de Luis Oyarzún. Esta es la estructura de relaciones que les proporciona una imagen adelantada en que
la miseria informativa y el control endogámico los conducen a dejar el país,
con la hipótesis de no regresar.
Lo cual hace de Eugenio Téllez, de Castro-Cid, unos viajeros
consecuentes y complejos, que no están dispuestos a caer en la trampa del hijo
pródigo. De algún modo, destruyen la
subordinación pánica de “lo natal”. Por
eso, elaboran el desarraigo y el
desplazamiento como prácticas habituales de quienes, simplemente, se ha puesto
en marcha, sabiendo que no hay regreso.
Eugenio Téllez se instala en Paris en plena Guerra de Argelia. Eso hace la diferencia con todo. No es lo
mismo estar allí, luego, en marzo de
1962, cuando se firman los Acuerdos de Evian.
En este momento, Balmes y sus amigos del Grupo Signo exponen
en Madrid. Esto no es anecdótico. Ese año, Sartre escribe el prólogo de Los condenados de la tierra. Fanon pasa a ser un contra-y-seña. La revolución argelina y los movimientos de
liberación pasan a ser un referente de intercambio que redefine la búsqueda de
una identidad artística. Aunque de
inmediato se hace evidente la contradicción interna de la historia de dichos
movimientos. La historia está hecha para ser repetida, como tragedia, como
farsa. En todo viajero que porta consigo
los afectos de la ruptura con el Natal se aprende lo que significa ser carne de
cañón. Por eso, es preciso entrar en
estas consideraciones para dimensionar su trabajo y conectarlo con el momento
de la partida.
Eugenio Téllez permanece en Paris trabajando con Hayter,
directamente, primero como “massier”
(aprendiz y asistente) y luego como
coordinador general del taller. Es allí donde recibe a otro joven chileno que se ha inscrito en el
taller: Juan Downey. A los dos años, este último se traslada a Nueva York. Luego,
al cabo de un tiempo, Téllez se convertirá en profesor visitante en la
Universidad de Illinois. Desde Chicago
visitará constantemente Nueva York y conocerá de cerca la escena a la que se aproximan Castro-Cid y Downey. Estamos hablando de la
segunda mitad de los sesenta y los tres mencionados trabajan con
la galería Fagen.
Luego Téllez se instala en Montreal y recupera el contacto
con artistas quebecquois que había conocido en Paris. ¿Por qué menciono esto? Al escribir el texto
para el muro de ingreso en el MAVI,
pensamos –ambos- en la palabra Dieppe.
Era otro santo-y-seña que iba más allá de un hecho bélico en el que una nación
entera resiente el vacío a flor de piel. La obra de Téllez se ha construido siguiendo el
rigor del desembarco en playas hostiles.
En los setenta convirtió su pasaporte en un cuaderno de dibujo, para
consignar las últimas líneas de repliegue de
cuerpos a los que se les sustrajo el derecho de figurar la historia. Desde ahí reproduce para nosotros las sombras
del combatiente interminable, cuyo cuerpo yace (siempre) tendido en la memoria
como playa o como estepa.
Mientras comienza el desmontaje, me obsequia la traducción francesa de la novela de Theodor
Plievier, Stalingrado, subrayada y
anotada por él mismo. Es decir, dibujada
en los márgenes. Entiendo el por
qué de las sombras propias en las
pinturas que he mencionado al comienzo; porque además, poseen un alcance
suplementario en relación a los límites del esfuerzo humano, por un lado, y por
otro, a lo que significa el cuerpo representado en una situación también
límite, que es la de un ejército en desbandada, que anticipa el derrumbe del
Estado que lo sostiene.
Desde los primeros capítulos, el relato del trabajo de la
compañía de castigo, encargada en enterrar a los muertos recogidos en las
trincheras y en medio de la estepa, congelados, cubiertos de barro, de sangre y
de excremento, hasta la constatación de las
manchas grises recortadas en la bruma, caminando como sombras en el espacio de
la indiferencia objetiva de la derrota,
son elementos que en la pintura de Eugenio Téllez se verifican como sobrevivencias de máquinas de guerra que ya funcionan solas,
para si mismas, operando sobre las ruinas
como destino. Pero bajo la condición de
una humanidad arruinada, en la que es posible acoger la textualidad de un gran poeta,
metamorfoseada por la imaginería del traficante de armas. Frente
a esa condición del conocimiento de la historia, no cabe más que la figura del
pintor frente a una tela instalada sobre el caballete ortopédico, pero en la
que su cuerpo no es más que la sombra de si mismo, coincidiendo con la
regulación del calce entre referente y diferido.
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