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jueves, 30 de mayo de 2019

PATRIMONIOS (2)


Algunos lectores cuya fidelidad ha logrado conmover una equívoca y temporal complacencia me han preguntado por las razones de por qué una columna titulada “Patrimonios”, después de haberme referido a Jorge Lobos y Ángel Parra. La respuesta es simple: ambas personalidades caben en la denominación de “tesoros humanos”. Es decir, patrimonio inmaterial, de acuerdo a las clasificaciones de los formularios de gestión. De ahí, a declarar que el patrimonio de Valparaíso reside en la corporalidad de sus habitantes, hay que realizar una operación metodológica que acarrea consigo algunos peligros nocionales. Al comienzo de todo, lo que hay es la gran puesta en valor de un sitio que necesita desalojar las subjetividades arruinadas, como condición inevitable de todo proceso de renovación urbana.

Finalmente, la arquitectura de emergencia de Jorge Lobos no es más que el efecto de una decepción estructural. La sobrevivencia de las corporalidades desplazadas en la reivindicación inicial de un sitio “patrimonio de la humanidad” es el resultado de una negociación compensada que ha demostrado que la temporalidad de la especulación ha sido demasiado larga y se ha extenuado el capital simbólico inicial.

Mientras pensaba residualmente sobre estas recurrencias, en el Grand Palais tenía lugar una gran feria de oficios de arte destinados a recomponer la creatividad de la industria del lujo. La paradoja no es menor, si sabemos que a pocas cuadras se reúnen los “gilets-jaunes” para protestar, justamente, contra la indolente expresión de la riqueza. El vandalismo dirigido hacia los emblemas de dicha riqueza toma los Champs Elysées como objeto privilegiado de su malestar, que es sintomático de otra cosa.  

La industria del lujo, por su parte, ha obligado a los oficios de arte a conglomerarse para hacer valer el savoir-faire como soporte de una identidad europea que debe recuperar su destino en el regreso a lo hecho-a-mano, de peligrosa deriva nacionalista. Pero esa es una contradicción en la que la redefinición del interiorismo precede transformaciones en el “exteriorismo” de unas ciudades que se desarrollan como malas escenografías. El hecho es que se  ha instalar el deseo de una re identificación de lo local, sobre los residuos ejemplares de oficios que, capitalismo neo-liberal mediante, no podrían dejar de existir. Solo puede haber reducción del consumo en relación a prácticas directamente vinculadas a la ornamentación del ejercicio del poder, a la par con la producción de objetos subordinados de adquisición masiva asegurada mediante la industria de lo verosímil.  

En la  Avenue de  l´Opera hay vitrinas en las que se exhiben zapatos ingleses en que ni siquiera está visible el precio. A dos cuadras, en la rue des Petits Champs, un local ofrece los “mismos modelos”  -dos pares por ciento sesenta euros-; pero son made in Portugal. Cualquiera entiende que en la rue des Petis Champs no está el exponente del Grand Palais. Lo cual está muy bien: el calzado ha sido confeccionado no solo para cubrir los pies, sino para instalar el principio de la separación política de la representación.

Antes de viajar, me preparé para enfrentar el choque de  las similitudes tomando prestado de la biblioteca del Instituto Francés de Santiago el “Manual de etnografía” de Marcel Mauss. Hay un pequeño capítulo donde escribe que es el lujo el que hace avanzar la moda. Es decir, cuando se produce aquel momento de despegue de la necesidad, que es la única manera que tengo para entender la elegancia de las piezas de cestería yanomami que he podido coleccionar. La paradoja es que solo en una feria como la del Grand Palais es posible dimensionar el valor de piezas,  certificadas en su apelación de origen, generalmente indígena, para que puedan colaborar en la apertura de nuevos nichos de mercado en la industria del lujo, que es siempre, el efecto de privilegio de “los otros”, satisfechos de participar en proyectos de comercio justo.

Agrego un tercer elemento a la paradoja patrimonial: a cuatro cuadras del Grand Palais, en dirección inversa donde tiene lugar la protesta de los “gilets-jaunes”, se exponen los principios de una crítica decolonial convertida en éxito académico. Desde allí se le reprocha al autor de “Tristes Trópicos” de no haber dicho una sola palabra sobre las luchas anti-coloniales. El libro es publicado en 1955, como “libro de viajes” y recibe el premio como libro-del-año en el rubro, meses después que tuviera lugar la Conferencia de Bandung. Bueno. Hay que decir que siempre existe un décalage entre ciencia social y política. Nadie sabe en qué momento la primera quedará en falta respecto de la segunda, y si aquello que se considera emblema objetual de una comunidad (cultura popular) atraviesa la frontera del exotismo razonable para ser absorbido por el circuito de la exclusividad en el seno de una industria sobre cuyo desarrollo depende el destino de los oficios finos de arte.

martes, 14 de mayo de 2019

LA ARQUITECTURA ES UN DERECHO HUMANO



En la Cité de l´Architecture et du Patrimoine, el lunes 13 de mayo fueron premiados cinco arquitectos con el Global Award for Sustainable Architecture 2019. Creado por la arquitecto y profesor Jana Revedin en 2006,  este premio que cuenta con el patrocinio de UNESCO recompensa cada año a cinco arquitectos que hayan contribuido con su trabajo  a un desarrollo más equitativo y durable, a través de una práctica innovadora y participativa dispuesta a  responder a las necesidades de las sociedades. Aquí, la palabra durable tiene el sentido de equidad social y urbana. Por eso, todos los laureados son expertos en  eco-construcción, actores de renovación urbana y de actividades de auto-desarrollo.



En 2019, el Global Award quiso celebrar el centenario de la creación  del Balhaus por Walter Gropius, honrando su visión de la arquitectura multidisciplinaria y reformadora.: “La arquitectura es una ciencia, un arte y un oficio al servicio de la sociedad”. En versiones anteriores, dos arquitectos chilenos habían sido ya galardonados con este premio: Alejandro Aravena y Juan Román. Esta vez le ha correspondido a Jorge Lobos. Hace más de diez años, cuando visité el FRAC de Orleans, el único arquitecto que estaba en la colección era Matías Klotz. Ahora, para fortalecer este cuadro de honor, debo mencionar la figura y la obra de Smiljan Radic. Sin olvidar, por cierto, lo que han significado los últimos envíos a la Bienal de Arquitectura de Venecia.  

Lo anterior confirma lo que ya desde hace unos años se convirtió en una poderosa hipótesis de trabajo, según la cual la densidad de la visualidad chilena contemporánea se jugaba en la arquitectura y no en las artes visuales. Pero en verdad, esto siempre fue así. Lo cual no deja de ser una dramática comparación que deja a las artes visuales en correspondencia con su propia impostura. Y por qué no decirlo, de su incompetencia. Porque en provecho de la modestia, las artes plásticas supieron ser, en su momento y dentro de su franciscana austeridad, plataformas de una densidad simbólica efectiva, al menos, como ilustradoras del discurso de la historia. 

La arquitectura supo, en cambio, formar parte del motor del desarrollo del país, entre las incisivas vertientes  portadoras de industriosidad materialista y misticismo católico pre-minimalista, pasando por la regulada modestia reformadora demócrata-cristiana. Todo esto, en paralelo a los desafíos que el desarrollo social y político chileno formulaba. A veces, como anómala aliada de un Estado de proyecciones protectivas, otras como síntoma de una especulación inmobiliaria que hizo estallar la noción de plano regulador y desplazó el eje del desarrollo humano, “pazificando” con la obscenidad de cada día el paisaje urbano. En esta disputa, las artes visuales hicieron lo suyo como política de secta catecúmena, “citando” la documentación retrasada que venía en las fotos de las únicas revistas internacionales de arte que llegaban (Art in America y Flash Art).  La pintura, sin embargo, pudo –mal que mal- sostener su velocidad de crucero, a una distancia adecuada de lo que le fijó como rumbo el signismo ibérico-italiano, hasta la debacle del conceptualismo en su última fase de literalidad.

La arquitectura y la poesía han edificado la visualidad de la palabra en el papel y en el espacio.

Quizás, con solo esto sea suficiente, para re-significar post festum el rol del ornamento en los espacios interiores de las finanzas y de algunos ministerios de compensación. Entendamos, la poesía ha sido una arqueo-textura del pensamiento, “inventando” el paisaje -en el deseo-, antes de que hubiese asentamiento efectivo –por necesidad-. Pero lo que tiene de magistral la arquitectura chilena es haber desmontado la ingenuidad de la poesía citadina y señalar el poderío de las formas apelando a las determinaciones inconscientes de prácticas vernaculares, que se hicieron visibles en los monumentos de la cultura popular (cestería, textiles, cerámica, décima espinela).  Ciertamente, con anterioridad al quebrantahuesos. Entre esas prácticas valga reconocer la poética de los paleros del Riñihue, de los carpinteros de ribera y los constructores de chullpas.

En el seminario de recepción del premio, la conferencia de Jorge Lobos sobre arquitecturas de la catástrofe migratoria se afirmó expresivamente sobre esa sabiduría, exponiendo los términos de una propuesta de emergencia frente a la hostilidad diagramada de las grandes potencias, cuyos efectos devastadores han hecho que se reconozca a la arquitectura no ya como una ciencia, un arte y un oficio, sino como un derecho humano.