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martes, 14 de mayo de 2019

LA ARQUITECTURA ES UN DERECHO HUMANO



En la Cité de l´Architecture et du Patrimoine, el lunes 13 de mayo fueron premiados cinco arquitectos con el Global Award for Sustainable Architecture 2019. Creado por la arquitecto y profesor Jana Revedin en 2006,  este premio que cuenta con el patrocinio de UNESCO recompensa cada año a cinco arquitectos que hayan contribuido con su trabajo  a un desarrollo más equitativo y durable, a través de una práctica innovadora y participativa dispuesta a  responder a las necesidades de las sociedades. Aquí, la palabra durable tiene el sentido de equidad social y urbana. Por eso, todos los laureados son expertos en  eco-construcción, actores de renovación urbana y de actividades de auto-desarrollo.



En 2019, el Global Award quiso celebrar el centenario de la creación  del Balhaus por Walter Gropius, honrando su visión de la arquitectura multidisciplinaria y reformadora.: “La arquitectura es una ciencia, un arte y un oficio al servicio de la sociedad”. En versiones anteriores, dos arquitectos chilenos habían sido ya galardonados con este premio: Alejandro Aravena y Juan Román. Esta vez le ha correspondido a Jorge Lobos. Hace más de diez años, cuando visité el FRAC de Orleans, el único arquitecto que estaba en la colección era Matías Klotz. Ahora, para fortalecer este cuadro de honor, debo mencionar la figura y la obra de Smiljan Radic. Sin olvidar, por cierto, lo que han significado los últimos envíos a la Bienal de Arquitectura de Venecia.  

Lo anterior confirma lo que ya desde hace unos años se convirtió en una poderosa hipótesis de trabajo, según la cual la densidad de la visualidad chilena contemporánea se jugaba en la arquitectura y no en las artes visuales. Pero en verdad, esto siempre fue así. Lo cual no deja de ser una dramática comparación que deja a las artes visuales en correspondencia con su propia impostura. Y por qué no decirlo, de su incompetencia. Porque en provecho de la modestia, las artes plásticas supieron ser, en su momento y dentro de su franciscana austeridad, plataformas de una densidad simbólica efectiva, al menos, como ilustradoras del discurso de la historia. 

La arquitectura supo, en cambio, formar parte del motor del desarrollo del país, entre las incisivas vertientes  portadoras de industriosidad materialista y misticismo católico pre-minimalista, pasando por la regulada modestia reformadora demócrata-cristiana. Todo esto, en paralelo a los desafíos que el desarrollo social y político chileno formulaba. A veces, como anómala aliada de un Estado de proyecciones protectivas, otras como síntoma de una especulación inmobiliaria que hizo estallar la noción de plano regulador y desplazó el eje del desarrollo humano, “pazificando” con la obscenidad de cada día el paisaje urbano. En esta disputa, las artes visuales hicieron lo suyo como política de secta catecúmena, “citando” la documentación retrasada que venía en las fotos de las únicas revistas internacionales de arte que llegaban (Art in America y Flash Art).  La pintura, sin embargo, pudo –mal que mal- sostener su velocidad de crucero, a una distancia adecuada de lo que le fijó como rumbo el signismo ibérico-italiano, hasta la debacle del conceptualismo en su última fase de literalidad.

La arquitectura y la poesía han edificado la visualidad de la palabra en el papel y en el espacio.

Quizás, con solo esto sea suficiente, para re-significar post festum el rol del ornamento en los espacios interiores de las finanzas y de algunos ministerios de compensación. Entendamos, la poesía ha sido una arqueo-textura del pensamiento, “inventando” el paisaje -en el deseo-, antes de que hubiese asentamiento efectivo –por necesidad-. Pero lo que tiene de magistral la arquitectura chilena es haber desmontado la ingenuidad de la poesía citadina y señalar el poderío de las formas apelando a las determinaciones inconscientes de prácticas vernaculares, que se hicieron visibles en los monumentos de la cultura popular (cestería, textiles, cerámica, décima espinela).  Ciertamente, con anterioridad al quebrantahuesos. Entre esas prácticas valga reconocer la poética de los paleros del Riñihue, de los carpinteros de ribera y los constructores de chullpas.

En el seminario de recepción del premio, la conferencia de Jorge Lobos sobre arquitecturas de la catástrofe migratoria se afirmó expresivamente sobre esa sabiduría, exponiendo los términos de una propuesta de emergencia frente a la hostilidad diagramada de las grandes potencias, cuyos efectos devastadores han hecho que se reconozca a la arquitectura no ya como una ciencia, un arte y un oficio, sino como un derecho humano.   



domingo, 14 de abril de 2019

MANO CORTADA


Si no hubiese asistido a la conferencia e el museo militar sobre los artistas y la guerra, no hubiese comenzado a leer “La mano cortada” de Blaise Cendrars. Resulta evidente la asociación con una imagen impresa en una aeropostal de Eugenio Dittborn que reproduce una fotografía de la mano cortada de un obrero chino. Pero el comienzo de esta obra de Cendrars me hizo recordar el comienzo de la novela de Theodor Plievier, “Stalingrad”, cuya versión francesa me había obsequiado Eugenio Téllez cuando desarmó su biblioteca santiaguina.

Encontré otra edición de la misma, a tres euros, en una librería de libros de ocasión a pasos de la estación de Metro Jussieu, pero como iba muy apurado  no me detuve a comprarla. Allí estará la próxima semana. No creo que a nadie interese, ahora, una novela como esa. Pero la incidencia de la mano cortada de Cendrars me hizo mucho sentido, porque en 1919 había escrito un pequeño texto en prosa que había titulado “Yo maté” y cuya primera edición llevaba las ilustraciones de Fernand Léger. Eran unos dibujos cubistas.

Pero la verdad es que la mano cortada es un significante que me vincula a la atención ejercida sobre la obra de Eugenio Dittborn, a través de un ensayo de título homónimo, publicado por ediciones Jemmy Button INK a fines de los años noventa. Allí hacía mención a la reproducción del fragmento de fotografía de la mano cortada del obrero chino, para hacer bloque con las zonas de papel cortado a mano (rasgado) como signo de sustitución del subrayado. Los bordes del papel rasgado ya de por sí constituían una fuente de reflexión inestimable sobre el carácter de las líneas limítrofes y los bordes. Tanta tinta derramada y desparramada para señalar las primarias apreciaciones de las tecnologías corporales involucradas en el acto de pintar.

Luego, he recortado tres imágenes en las que se reproduce el gesto de tres personajes concentrados escribiendo. Sócrates, José del Carmen Valenzuela, Lenin. Escena en las que alguien dicta. ¿Qué es lo que Platón le sopla al oído a Sócrates? Como los entendidos saben, es la tarjeta postal derridiana.  Los otros entendidos sabrán que el condenado a muestra recibe el dictado del periodista que le sopla la carta al presidente de la república para solicitar un indulto. El periodista-como-buitre sabe que no habrá respuesta, pero lo expone porque en eso consiste su trabajo. Sacar las castañas con la mano del gato. Entonces, en la final, a Lenin nadie le dicta nada. Es él quien escribe los decretos. Todo lo que escribe tiene ese sello: decretal. Compañeros, escribe, ya es hora. Y sabe que su palabra escrita se transformará en acción, gracias al rol de andamiaje del periódico del partido, y al trabajo de transmisión mecánica de los revolucionarios profesionales que convertirán una palabra escrita en programa de acción. Ninguno de los tres personajes que he retenido tiene su mano cortada.






Pero encuentro una fotografía de Blaise Cendrars que imprimo para recortar y pegar en el diario de trabajo. Está con su uniforme de la Legión Extranjera, sus medallas, un cigarrillo a medio consumir en la mano izquierda. Ni el brazo ni la mano derecha son visibles. Fue un fotografía  realizada después de su convalecencia. Pero leo en algún lugar que se refiere al abultado vendaje del brazo en el muñón como a la “guagua”, a un cuerpo de niño, que le es desde ya externo. Una especie de objeto transicional excesivamente próximo. Aprenderá a escribir con la mano izquierda. ¿Quién le dictó  “La mano cortada”, novela publicada en 1946, que no satisface el canon de la novela heroica establecido por Barbusse, Genevoix o Dorgelès?  Más bien lo encontramos más cerca de Céline o de Hemingway, en cuanto a describir el embrutecimiento de los sin-grado destinados a la carnicería.

¿Podemos hacer esta distinción sin cometer una grave injusticia? Comenzar hablando  de “manos cortadas” para terminar con los que ponen las manos (por otros) es una buena manera de abordar la crisis orgánica de la izquierda, que debe recurrir al modelo mosaico de la poesía chamánica (las tablas de la Ley).  Se lo preguntaré a Roberto Merino. Hablaremos de los que escriben bajo dictado y de los que escriben como si dictaran. ¿En cuál de los dos bandos nos reconoceremos? Más de un astuto lector tardío de Althusser dirá que tal disyuntiva no existe y que somos-dictados-por-la-estructura (como un significante imaginario).