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sábado, 1 de junio de 2019

PATRIMONIOS (3)



Ya he sostenido en otro lugar que en algunas prácticas rituales y sociales determinadas se puede encontrar mayores efectos estéticos que en muchas obras de arte contemporáneo. Hago referencia solo para delimitar un debate que afecta una política pública en relación a los usos del patrimonio en provecho de operaciones que no tienen nada de patrimoniales. 

Así como existen esas prácticas sociales y rituales, también existe otro tipo de prácticas, que pueden ser remitida a los oficios pre-maquinales, poseyendo efectos estéticos que organizan el espacio interior; es decir, expresan una manera de vivir. Lo pienso al observar las molduras en el “salón de las águilas”, en el hotel particulier que desde 1927 aloja la Embajada de Chile en Paris, y muchas de cuyas piezas  provenían de una reforma del Hotel Crillón. Quienes saben de esto hablan de una noción que nos resulta lejana: “el lujo a la francesa”.  De modo que, al escuchar hablar sobre la existencia de una nueva industria del lujo, es ésta la versión  que señala un rumbo decisivo.

En la revista “Forbes” se comenta que para una de las renovaciones del Hotel Crillón, el escultor César fue invitado a remodelar el bar y que Sonia Rykiel fue escogida para diseñar los interiores de la suites más importantes.

En “El Mercurio” de hace unos días se publica la noticia de que una artesana aymara distinguida en el 2017 con el sello de excelencia por el Ministerio de las Culturas y el Patrimonio, “sin moverse de su escritorio”, acaba de firmar un contrato para proveer de bajadas de cama a un sector de la industria hotelera, despachando pedidos para EEUU y Bélgica.




Lo que hizo esta artesana es ejemplar. Conformó una pequeña empresa. Fue asesorada por organismos oficiales. Luego expandió su propia actividad y encontró una línea de trabajo, pudiendo fabricar un producto requerido, no por la industria del lujo, sino por una hotelería de bienestar. Quizás ahí resida la diferencia. Hay ciertos efectos estéticos de prácticas artesanales que solo satisfacen las solicitudes de consumo de ese nicho determinado y que están todavía muy lejos de la industria del lujo, en términos estrictos. No solo es una diferencia de grado, sino de concepto. El caso de la artesana aymara se puede repetir en otras regiones del país. Sobre todo en el terreno textil, vinculado también a una hotelería de alto standing.

Ahora, competir en el campo del “lujo a la francesa” es otra cosa. Significa, ni más ni menos, que asumir la presión de una historia de cortesanía que definió costumbres y escenografías de exclusión que se saldaron en revoluciones. Es un chiste recordarlo como parangón, pero solo cuando fue conjurada la amenaza del socialismo, se constituyó en Chile un poder comprador de pintura.  Había que alhajar, entre otras cosas, los espacios interiores del nuevo poder financiero.

En Francia, revoluciones mediante, su sello en el lujo no desmereció; por el contrario, cada post-revolución tuvo su estilo, hasta el Tercer Imperio. Sin embargo, todo ha sido claro: la ornamentalidad del exterior y del interior está sujeta al savoir-faire de unos oficios determinados[1].  Lo mismo tiene lugar con  la fabricación de accesorios ligados a la industria vestimentaria.

Resulta ser una excepción que se haya solicitado a un artista remodelar un bar. Se suele hacer. No solo un bar.  A veces se les pide intervenir un espacio para imprimir un sello distintivo que tenga (algún) efecto en el mercado. Pero son (muy) grandes artistas y son (muy) pocos los casos. El desafío es siempre mayor.

A ningún artista contemporáneo, por ejemplo, se le ocurriría invadir el terreno de los oficios de arte. Por el contrario, sin los oficios de arte no serían posible muchas obras contemporáneas. Es aquí donde se verifica el valor de la firma que sanciona una autoría, porque algunos artesanos quisieron ser reconocidos en un campo que no les era propio, pero que deseaban. Nunca entendieron que la “autoralidad” provenía de un poder de enunciación determinado. Lo que hay que estudiar, entonces, es la lógica de dicho deseo. Aun así, ha habido artesanos que han querido abrogarse una autoría que no les correspondería.

Así como también, cada vez hay más artistas contemporáneos que circulan por ferias de alta artesanía, “como si” éstas fueran verdaderas ferias de arte contemporáneo o bienales.  En Chile, este es un fenómeno ligado a la frustración de carecer de un mercado interno en forma y experimentar un cierto sentido de maltrato continental. Alguna crítica, por ejemplo, “admira” el arte chileno en la medida que es un arte del discurso; es decir, completamente inofensivo. Es decir, que es un arte anacrónico que se expresa como sobrevivencia interna.

En definitiva, esto genera una peligrosa distorsión que termina por afectar la calidad de las decisiones que se deben tomar en reparticiones del Estado encargadas de conservar, preservar y proyectar los patrimonios materiales e inmateriales ligados a prácticas rituales y sociales específicas, para no convertirse –con dineros públicos- en dispositivos de compensación  de artistas con mal de inscripción.  








                                    


[1] BAYARD, Emile. “L´art de reconnaître les tapisseries” (Guides pratiques de l´amateur et du collectionneur d´art), Ernest Gründ, Libraire- Éditeur, Paris, 1927.

jueves, 30 de mayo de 2019

PATRIMONIOS (2)


Algunos lectores cuya fidelidad ha logrado conmover una equívoca y temporal complacencia me han preguntado por las razones de por qué una columna titulada “Patrimonios”, después de haberme referido a Jorge Lobos y Ángel Parra. La respuesta es simple: ambas personalidades caben en la denominación de “tesoros humanos”. Es decir, patrimonio inmaterial, de acuerdo a las clasificaciones de los formularios de gestión. De ahí, a declarar que el patrimonio de Valparaíso reside en la corporalidad de sus habitantes, hay que realizar una operación metodológica que acarrea consigo algunos peligros nocionales. Al comienzo de todo, lo que hay es la gran puesta en valor de un sitio que necesita desalojar las subjetividades arruinadas, como condición inevitable de todo proceso de renovación urbana.

Finalmente, la arquitectura de emergencia de Jorge Lobos no es más que el efecto de una decepción estructural. La sobrevivencia de las corporalidades desplazadas en la reivindicación inicial de un sitio “patrimonio de la humanidad” es el resultado de una negociación compensada que ha demostrado que la temporalidad de la especulación ha sido demasiado larga y se ha extenuado el capital simbólico inicial.

Mientras pensaba residualmente sobre estas recurrencias, en el Grand Palais tenía lugar una gran feria de oficios de arte destinados a recomponer la creatividad de la industria del lujo. La paradoja no es menor, si sabemos que a pocas cuadras se reúnen los “gilets-jaunes” para protestar, justamente, contra la indolente expresión de la riqueza. El vandalismo dirigido hacia los emblemas de dicha riqueza toma los Champs Elysées como objeto privilegiado de su malestar, que es sintomático de otra cosa.  

La industria del lujo, por su parte, ha obligado a los oficios de arte a conglomerarse para hacer valer el savoir-faire como soporte de una identidad europea que debe recuperar su destino en el regreso a lo hecho-a-mano, de peligrosa deriva nacionalista. Pero esa es una contradicción en la que la redefinición del interiorismo precede transformaciones en el “exteriorismo” de unas ciudades que se desarrollan como malas escenografías. El hecho es que se  ha instalar el deseo de una re identificación de lo local, sobre los residuos ejemplares de oficios que, capitalismo neo-liberal mediante, no podrían dejar de existir. Solo puede haber reducción del consumo en relación a prácticas directamente vinculadas a la ornamentación del ejercicio del poder, a la par con la producción de objetos subordinados de adquisición masiva asegurada mediante la industria de lo verosímil.  

En la  Avenue de  l´Opera hay vitrinas en las que se exhiben zapatos ingleses en que ni siquiera está visible el precio. A dos cuadras, en la rue des Petits Champs, un local ofrece los “mismos modelos”  -dos pares por ciento sesenta euros-; pero son made in Portugal. Cualquiera entiende que en la rue des Petis Champs no está el exponente del Grand Palais. Lo cual está muy bien: el calzado ha sido confeccionado no solo para cubrir los pies, sino para instalar el principio de la separación política de la representación.

Antes de viajar, me preparé para enfrentar el choque de  las similitudes tomando prestado de la biblioteca del Instituto Francés de Santiago el “Manual de etnografía” de Marcel Mauss. Hay un pequeño capítulo donde escribe que es el lujo el que hace avanzar la moda. Es decir, cuando se produce aquel momento de despegue de la necesidad, que es la única manera que tengo para entender la elegancia de las piezas de cestería yanomami que he podido coleccionar. La paradoja es que solo en una feria como la del Grand Palais es posible dimensionar el valor de piezas,  certificadas en su apelación de origen, generalmente indígena, para que puedan colaborar en la apertura de nuevos nichos de mercado en la industria del lujo, que es siempre, el efecto de privilegio de “los otros”, satisfechos de participar en proyectos de comercio justo.

Agrego un tercer elemento a la paradoja patrimonial: a cuatro cuadras del Grand Palais, en dirección inversa donde tiene lugar la protesta de los “gilets-jaunes”, se exponen los principios de una crítica decolonial convertida en éxito académico. Desde allí se le reprocha al autor de “Tristes Trópicos” de no haber dicho una sola palabra sobre las luchas anti-coloniales. El libro es publicado en 1955, como “libro de viajes” y recibe el premio como libro-del-año en el rubro, meses después que tuviera lugar la Conferencia de Bandung. Bueno. Hay que decir que siempre existe un décalage entre ciencia social y política. Nadie sabe en qué momento la primera quedará en falta respecto de la segunda, y si aquello que se considera emblema objetual de una comunidad (cultura popular) atraviesa la frontera del exotismo razonable para ser absorbido por el circuito de la exclusividad en el seno de una industria sobre cuyo desarrollo depende el destino de los oficios finos de arte.