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viernes, 11 de noviembre de 2016

PATIO DE LUZ

Una vez en 1940,  durante la “drôle de guerre”, en un hospital de la retaguardia,  un herido, un soldado iletrado, le pregunta a otro herido postrado junto a él: “¿Qué fue lo que Victor  Hugo escribió sobre el amor?” Entonces, el otro comenzó a recitarle unos versos: “He aquí el instante en que aquella con quien dormí / Oh, Señor, ha dejado mi sábana  (mi mortaja)  por la vuestra”.  Entonces, en todos los hombres, a los que apenas les era familiar la poesía, estos dos versos detuvieron, por así decir, el gran murmullo del dolor.

El martes 8 de noviembre del presente, visité la instalación que Francisca Aninat montó en el Patio de Luz del Hospital San Juan de Dios.  Lo que hizo fue disponer unos libros-de-tela, en  medio de una “ambientación”  construida usando ejemplares de un heteróclito museo de la medicina.  En los libros recogió los testimonios de pacientes que hacían  relatos diversos  acerca de su condición hospitalaria.   A través de estas transcripciones resumidas y fragmentarias   dispuso un tipo de  material lingüístico que reemplazó a los objetos que hizo fabricar –para un trabajo anterior- a  pacientes  ambulatorios durante su permanencia en las salas de espera.   De este modo,  pasó de los objetos-fabricados-por-otros durante los tiempos muertos a la transcripción de relatos que  se acercaban a los tiempos de la muerte.  Estos tiempos debían ser  exhibidos en otro esquema, que debía incluir la ruina del mobiliario hospitalario, como un discurso  especular desmantelado,  pero a la vez, como discurso del  desmantelamiento de  una historia.



De este modo se entiende por qué alternó la exhibición de los libros de estadísticas y de ingresos, que representan a la institución en su historia, con los libros confeccionados a mano usando retazos de tela, costuras, tintas, óleos, con una encuadernación básica, similar a la que se emplea en los servicio judiciales para reunir expedientes en un mismo corpus. Pero en este caso, el papel de las fojas es reemplazado por una tela que  adquiere los atributos de una sábana almidonada, recortada en mil pedazos, cuyas partes son de nuevo cocidas, recomponiéndolas siguiendo el orden de secuencia de las páginas de un libro-de-trapo.

En el recorrido que hice con Francisca Aninat por algunas dependencias del hospital, me mostró con extraordinario interés el ala de lavandería y de re-acomodo. Al fondo, me señala, hay máquinas de coser para reparar todo tipo de  géneros: sábanas, almohadas, paños, vestuario médico, de enfermería, etc…   Había, entonces, una lavandería industrial hospitalaria con su espacio para la recomposición doméstica de la merma de material.  Aquí, el énfasis está puesto en la reparar de la palabra mediante la costura básica de un cuerpo editorial que   re-acomoda el sentido del servicio.  Lo que en esta nueva fase de trabajo,  Francisca Aninat recoge  la palabra de los pacientes,   camilleros, enfermeras, médicos,  autoridades hospitalarias, etc., a los que solicita un relato que  luego traspasa a las páginas del libro-de-trapo. Pero solo son  unas cuantas frases que reproducen  estados de excepción  verbal que dan cuenta  del deterioro del propio cuerpo.

Sobre un mueble de madera que durante décadas sirvió de escritorio para llevar los libros de registro, dispuso la materialidad de algunos de estos ejemplares junto a los libros-de-trapo, combinando dos formas de registro, una administrativa y la otra personal.  Es decir, puso en evidencia la gráfica funcionaria en su disputa de visibilidad institucional con la (picto)gráfica autoral[1].



Los demás muebles son metálicos y están pintados de blanco. La pintura está convertida en una tonalidad que  denota un largo uso y una etapa inevitable de acumulación en bodegas de consigna de mueble e instrumental dado de baja, pero inventariado.  Así como Francisca Aninat  modula y transfiere  la palabra de los pacientes con los que establece lazos mínimos de complicidad, la propia institución  exhibe el acopio de su propia memoria material  a través del trabajo de una artista con la elabora,  también, condiciones mínimas de complicidad.   

Durante la visita, la encargada de prensa del hospital, la periodista Karla Albarracín , me  entrega algunos indicios de la historia del hospital que Francisca Aninat ha puesto en tensión.  Este tema, por si solo, amerita un estudio especial. No se trata, entonces, de solamente poner en escena una palabra, sino de colocar en evidencia la objetualidad residual a través de la que el hospital da a conocer una historia de los propios servicios de salud. Sin embargo, este no era un propósito inicial en su trabajo. Aparece aquí  ejerciendo como un residuo metodológico que no puede dejar de estar presente y  que  re/contextualiza las operaciones de inversión gráfica que ya he señalado. 

Pero es aquí que debo justificar el haber comenzado esta columna con la mención a los versos de Victor Hugo.  La verdad es que sus versos pueden tocar a los más humildes, porque tienen como fondo común la experiencia universal del  amor, abandono y de la muerte.

En esta novela  de no ficción por entregas, lo que debo decir es en 1959,  un tipo como André Malraux ilustra su concepto de cultura como una comunión a través de experiencias universales que después de la religión, solamente el genio del artista es capaz de inmortalizar. Recuerdo que en algún lugar, Jean Clair hace referencia a la frase de Malraux sobre el “abandono de los dioses”, como prolegómeno a su teoría sobre cómo después de la Segunda Guerra, los museos de arte contemporáneo pasan a sustituir el espacio de la “templaridad”.  Para Malraux, solo el artista puede reubicar -mediante una experiencia universal-  la existencia de lo sagrado.

El verso de Victor Hugo le es recitado a un herido  iletrado por un paciente letrado que transmite, por un instante, la capacidad que estos mismos versos tienen de  “tocar (emocionar) y  vincular” a hombres de cualquier condición, que ya han sido reunidos por el compañerismo doloroso de un hospital de guerra.  Pero este párrafo lo he obtenido de la lectura de un libro escrito por Philippe Urfalino y publicado en el 2004 por ediciones  Hachette, bajo el título de “L´invention de la politique culturelle (La invención de la política cultural)”, que encontré en una venta de saldos de la Librería francesa, frente al colegio. La fuerza de este pasaje evoca la potencia del arte, en un léxico “muy 1959”, en su conexión con la experiencia de la guerra y los ideales de la Liberación. Es en este contexto que Malraux coloca su discursividad ante diputados y senadores para explicar su proyecto de ley.

Las operaciones de Francisca Aninat  son portadoras de esta potencia del arte como  “simpatía vivida” que no busca ser “enseñada” sino ser puesta en comunión con la creación contemporánea.  Todo esto significa que aquello de lo que hablo, dice Malraux, deje de ser un privilegio al que se accede por  azar  en un hospital militar, sino una experiencia para que los hombres entiendan (escuchen) las palabras inmortales que debieran pertenecerles. Las palabras (estos versos) pertenecen a todos y nuestra función, afirma Malraux en su discurso, es  hacerlas conocer por todos, para que todos puedan poseerlas.  Es aquí que  tiene lugar el nacimiento de la “ideología del acceso”  como soporte  simbólico de  la la “institucionalidad cultural”.



Lo que ocurre  en este contexto es que en el trabajo de Francisca Aninat, el verso de Victor Hugo es sustituido por el “encuentro de las palabras” y su transcripción a los libros-de-trapo como los residuos de una experiencia universal ante la muerte, en un mundo (ya) sin dioses. 



[1] Soledad García, “Patio de Luz”, Hospital San Juan de Dios, Francisca Aninat, 2016.

lunes, 19 de septiembre de 2016

LOS DOCUMENTOS Y LAS OBRAS (A)SALTAN A LA VISTA

Una de las cosas que más sorprende en la exposición “La irrupción del pop” es la claridad con que las obras se presentan. Iba a decir, por sí mismas. Casi exigiendo la clarificación de sus contextos. Lo cual desmiente muchas de las cosas que les tenemos que escuchar a algunos próceres de esa época. Prefiero  sus obras a tener que escucharlos hoy día hablar de sus acomodos en la historia reciente, haciendo un daño horrible a sus propias obras iniciales.  Siempre, he trabajado con las obras. A partir de ellas. Ha sido la obra la que me ha llevado al artista. Las obras nunca decepcionan. Son lo que son, a partir del trabajo que uno realiza. Las obras nos sobrepasan. Siempre nos dejan cabos sueltos.  Aún más, en los artistas que casi no tienen obra y han hecho de eso un monumento  heroico. Yo pienso que es desidia asumida como  figura de la ausencia de autor.  Lo que no es efectivo.

Cuando aprecio el “retrato de trapo y de hilo” de Virginia Errázuriz de 1966 me pregunto por la consecuencia de esa opción formal, con el trabajo “objetualista”  que ella misma realiza en esa coyuntura.  Es como si todo el avance formal de ese momento, no hubiese sido reconocido ni por su propio entorno, y que después, durante la dictadura, hubiese experimentado un avance con su ya clásico “Hecho en Chile”,  que expuse en la exposición del 2000.  Digo clásico, porque es la expresión de un cierto tipo de canon que se hizo cargo de los márgenes de la oficialidad del relato.

De todos modos, el retrato de trapo anticipa la epopeya del corte y confección en la escena chilena.  No es mi costumbre analizar exposiciones a partir de lo que les haría falta, pero en este caso me tomo la libertad de reclamar  el  mural de  trapo de Gracia Barrios, que es, en el fondo, un traslado hacia un soporte de género de un diseño concebido  por un “inconsciente serigráfico”.  Se trata de un mural de género, no de un tapiz, que estuvo en la UNCTAD III.   Es, desde ya, un buen “contrapunto”. Tengamos en mente los tapices de Isla negra que expone Antúnez en el MNBA, como referente canónico para la reivindicación de las artes populares ingenuizadas y desmanteladas de todo potencial crítico, como tiene que ser.  

Sin embargo, a estas alturas, solo es atendible el hecho que Virginia Errázuriz no tuvo la atención crítica adecuada, porque las obras para el desarrollo de una “vanguardia local” ya estaban definidas en función de unas políticas de escritura determinadas, determinables y distribuidas para operar,  a título de re/fundación, después de 1973.  . Virginia Errázuriz no tuvo ninguna política de escritura que trabajara en su favor, en los años 65-70.  No la había.  El “marxismo vulgar” dominante no lo permitía.  Las líneas de Rojas Mix en el texto para exposoción “La imagen del hombre”  no alcanza a fijar un límite crítico en el momento de su montaje.    El “existencialismo” insurreccionalista de Alberto Pérez  tampoco servía para esos propósitos.  Los artistas mismos estaban en condición defensiva por ser nada más que “compañeros de ruta”.  Prescindibles. Pasajeros. Sometidos al discurso explícito de un moralismo muralista que terminó por hundirlos.

El gran hallazgo producido por esta exposición es que pone en evidencia la existencia de un conjunto de obras que son anteriores a la Unidad Popular y que revelan la existencia de una diversidad emergente de “propuestas” no reconocidas por la historiografía  revisora de los “jóvenes lobos” de la crítica actual, a los que se les publica cualquier cosa, con demasiada facilidad.

Las obras a las que está exposición acude  preceden una cierta “puesta en orden “ partidaria en las artes plásticas.  Sin embargo,  si bien la categoría de partido político opera como un significante plástico, la singularidad de las facciones partidarias en la Facultad hace que cada una de esas facciones no haga más que expresar la “política personal” de algunos profesores eminentes. El parámetro para esta puesta en vigor será el proyecto  de  decoración interior del edificio de la UNCTAD III.  

Sin embargo, las obras anteriores a 1970 son indesmentibles.  Otra cosa es que atribuyamos a los artistas de los años sesenta-setenta una consciencia  respecto de los desafíos del arte latinoamericano que, al parecer, no tuvieron. De lo contrario, es probable que sus acciones posteriores hubiesen sido distintas. 

De todos modos, entre el retrato de trapo de Virginia Errázuriz y la pintura para-informalista del Dittborn de 1965, me quedo con la primera.  Sin embargo, ello no puede silenciar el hecho de que durante una década, entre 1965 y 1973, fue el propio sistema administrativo y político de la Facultad que discriminó al Dittborn que se les venía encima.  El gran ausente de esta exposición es Dittborn, porque estando en Europa, en ese momento, se “salvó” de esta euforia ingenua de la imagen y de la dependencia de la estética   socialo-comunista chilena de los años setenta. Lo único que transmite Dittborn  acerca de ese momento es el  mítico sonido del ácido carcomiendo la plancha, que hubiera sido un buen aprendizaje de la “política mordiente” del profesor de grabado, que por cierto, debía abandonar.   

Al final de cuentas, este tipo de pop chileno en la pintura y en la “objetualidad”, lo único que tiene de singular es que emite evidencias “mediales”; es decir, recoge y copia lo que los americanos están haciendo, pero les agrega  un izquierdismo anti-imperialista que sirve para construir, en palabras de Galaz,  un “sentido común epocal”, como en el caso de Guillermo Núñez. Pero eso no quita que  éste sea uno de los primeros pintores que haga un uso  elegante de la serigrafía en el espacio del cuadro, ya que tanto les importa.

El caso de Brugnoli con su “overol” es diferente, porque ya no es pop, sino una expresión hipo-stalinista de una objetualidad que “presentifica” los intereses fundamentales de La Clase.  Pero se equivoca.  La objetualidad  que exhibe no es fabril/obrera, sino que proviene de la artesanía urbana, entre imaginario de zapatero remendón y mecánico automotriz; es decir,  política de alianzas en la imagen,  de una conciencia obrera sublimada por la estética del “pequeño taller”.  O sea, totalmente “pequeño-burguesa”, a juzgar por el magnífico afiche del que ya he hablado y que denota un poco definido eclecticismo que lo va a conducir  desde los “escombros” de la conciencia obrera  (1965) hacia las “ruinas”  de su conciencia artística (1985, Paisaje).  

Nótese que empleo el mismo léxico que domina en la coyuntura y que no impongo un esquema de recuperación de lo perdido como referencia, que tanto joven investigador  se inventa a la medida, ¡que  ya es de terror!  Las nociones de “pequeño-burgués” y “compañeros de ruta” son muy útiles para entender el rol de los artistas en esta alianza, cuya “política cultural” fue precedida por la existencia de una  pequeña industria cultural de izquierda que atravesaba desde la canción popular hasta el teatro, pasando por el afichismo. Respecto de esto, hay dos cosas  a recuperar: la gráfica de las carátulas de la gran producción musical de esa coyuntura y la gráfica de los afiches impresos por una sociedad de artistas (Guillermo Núñez y Patricia Israel) que popularizan el consumo de la imagen popular y “contestataria”.  Hay que pensar que la izquierda y el progresismo social-cristiano se instalan como un nicho de mercado para el consumo de una imagen rebelde.   En el trato de  estos dos momentos,  la  curatoría de Soledad García y Daniela Berger ha sido  muy prolija y proporciona elementos para futuras investigaciones, porque los documentos y las obras  (a)saltan a la vista.