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sábado, 3 de noviembre de 2018

FABRICA DE LA PINTURA




Fábrica de la pintura [1] de Francisca Aninat es un enunciado expositivo que da cuenta de una investigación sobre la pintura como etnografía.  El sitio ha sido ocupado por tres piezas que sostienen condiciones problemáticas de la superficie material: el pliegue, el corte y la densidad. Estas  ponen en crisis cuestiones relativas a formatos que revelan la función visible de bordes, de reveses y de acumulaciones de estratos. Cada una de estas operaciones ha dado lugar a la producción de objetos específicos: varios libros, un mural y un largo volumen tubular.  

Francisca Aninat ha instalado un gabinete de costura y remiendo.  No solo expone buscando el efecto (picto)gráfico de hilachas, hilvanes y pespuntes, sino que dibuja con ellos los retazos de tela inventariados una pequeña cartografía de la subjetividad.  



Residuos terminales. La cercanía con los códigos del vestuario es solo aparente. Los trozos de tela manchada son convertidos en páginas, para luego ser cosidas confeccionando una encuadernación “brutalista”. La edición registra las marcas e indicaciones de una economía de medios que alcanza su mayor eficacia gráfica en la disposición de la superficie para coger diversas materias imprimantes. La eficacia buscaba es de carácter simbólico, ya que al tomar el objeto entre las manos es posible reconocer un libro en el que no hay, propiamente hablando, cuadernillos, sino telas cortadas que reproducen el tamaño de unos documentos como si fueran expedientes judiciales.

Los expedientes están formados por folios agregados al corpus gracias al empleo de una aguja para coser saco en que se usa cáñamo grueso. Esta actividad toma prestada la gestualidad de las personas que sellan grandes envolturas en el comercio de vegetales. Sin embargo, al dejar a la vista el lomo, Francisca Aninat modela una columna vertebral exhibida a “tajo abierto”, convenientemente amarrada, dejando a la vista la cicatriz de la sutura.  El modo que emplea la edición para cerrar proviene de un doméstico “arte de costura”. Una vez dispuestos los libros es necesario recuperar el vínculo entre pintura (expansión) y moldaje (compresión). De este modo, el volumen tubular que atraviesa el espacio afirma la disposición de la caída y de la flexión, dependiendo su factura de la asociación entre costura y manejo de colas y resinas como instrumentos de resistencia y conservación. Los libros están exhibidos sobre un dispositivo de producción de escritura. El volumen tubular está dispuesto como una escritura en el espacio, trasladando de sitio las condiciones de inscripción de la pintura mural.

En el muro, lo que Francisca Aninat expone es un cuerpo pictórico cuya materialidad ha sido  violentada y  ha recibido los auxilios de primera, en una guerra antigua donde los cuerpos recibían los efectos de la acción de armas punzo-cortantes.  Los problemas que plantea ponen en crisis la consistencia de la representación y del soporte.  El corte efectuado a la tela y su conversión en lonjas largas destruye la condición para acoger la imagen de la continuidad, dejando en claro que no hay cobertura ni protección posibles[2]. Solo ser exhibida sobre el muro como se clava la piel extendida de un animal de presa. Pero aquí, lo que se ofrece a la vista es la recompostura de la imagen de continuidad, poniendo en ejecución un procedimiento de juntura que pone en evidencia la función de borde.

La pintura está formada por líneas generadas por los efectos de corte. En verdad, no es una pintura, sino un mapa. Estos cortes están destinados a mostrar que hay un soporte y que ese soporte es el lugar real que la pintura oculta. Esto es lo que importa. Los libros, en cambio, están pensados para señalar que hay un reverso de la imagen. ¿La imagen, tiene reverso? Siempre es facial:  telas/páginas. Telas que abandonan el cuadro para hacerse libros. Páginas que se recuperan como soportes de representación. El reverso es también una página de escritura. Estamos ante folios que están escritos anverso-reverso. Al parecer, cuando lo reconocemos como pintura, siempre es anverso. Así se lo ha propuesto para no ocultar nada. Lo cual ha sido planteado como un enorme problema.  ¿De qué manera exhibir estos libros como piezas de arte en el contexto de una museografía contemporánea que expulsa el tacto de sus variables. Estos libros están confeccionados para ser tocados. El ojo está en la punta del dedo. Hay detalles de la imagen que no se perciben si no se pasa el dedo por encima. La escritura está disimulada en sus condiciones de cosido, porque la costura, en su relieve hilado, marca el destino de la letra en su condición inicial.

Existe en Occidente la necesidad de acceder al detrás de la pintura, más que al delante de la página. Obligatoriedad para destinar un lugar sagrado donde colocar estos libros y exhibir la palabra que se condensa en figura.

Los libros son un regreso a la preeminencia de la escritura como escurrimiento. Es la única manera de disolver los signos mediante la expansión de una mancha. En cambio, en el mural, el signo toma su revancha segmentando la expansión de a superficie, haciendo evidente el corte. Para eso, Francisca Aninat redobla la función gráfica del borde y del hilván, para afirmar las huellas de mutilación de la superficie. Solo de este modo es posible reivindicar la fabricación del objeto tubular que-se-hace-signo-, teniendo como propósito dibujar en el espacio, entre el escritorio (libro) y el muro (pintura), donde se exponen las dos condiciones –trazo y mancha- sobre las que tiene lugar la fábrica de la pintura.






[1] Texto escrito para la presentación de la obra de Francisca Aninat en Galería Bendana Pinel, durante la versión 2018 de la feria de arte Artissima, en Turín.
[2] Jean Lancri, en una conferencia dictada en Santiago de Chile, en la universidad donde estudió Francisca Aninat, reprodujo una fórmula en la que, citando a René Passeron, conviene de manera exacta a los propósitos de esta presentación, jugando sobre las homofonías parciales de las palabras: “La peinture pense; oui, mais comme pansement” (La pintura piensa; si, pero como apósito).

viernes, 11 de noviembre de 2016

PATIO DE LUZ

Una vez en 1940,  durante la “drôle de guerre”, en un hospital de la retaguardia,  un herido, un soldado iletrado, le pregunta a otro herido postrado junto a él: “¿Qué fue lo que Victor  Hugo escribió sobre el amor?” Entonces, el otro comenzó a recitarle unos versos: “He aquí el instante en que aquella con quien dormí / Oh, Señor, ha dejado mi sábana  (mi mortaja)  por la vuestra”.  Entonces, en todos los hombres, a los que apenas les era familiar la poesía, estos dos versos detuvieron, por así decir, el gran murmullo del dolor.

El martes 8 de noviembre del presente, visité la instalación que Francisca Aninat montó en el Patio de Luz del Hospital San Juan de Dios.  Lo que hizo fue disponer unos libros-de-tela, en  medio de una “ambientación”  construida usando ejemplares de un heteróclito museo de la medicina.  En los libros recogió los testimonios de pacientes que hacían  relatos diversos  acerca de su condición hospitalaria.   A través de estas transcripciones resumidas y fragmentarias   dispuso un tipo de  material lingüístico que reemplazó a los objetos que hizo fabricar –para un trabajo anterior- a  pacientes  ambulatorios durante su permanencia en las salas de espera.   De este modo,  pasó de los objetos-fabricados-por-otros durante los tiempos muertos a la transcripción de relatos que  se acercaban a los tiempos de la muerte.  Estos tiempos debían ser  exhibidos en otro esquema, que debía incluir la ruina del mobiliario hospitalario, como un discurso  especular desmantelado,  pero a la vez, como discurso del  desmantelamiento de  una historia.



De este modo se entiende por qué alternó la exhibición de los libros de estadísticas y de ingresos, que representan a la institución en su historia, con los libros confeccionados a mano usando retazos de tela, costuras, tintas, óleos, con una encuadernación básica, similar a la que se emplea en los servicio judiciales para reunir expedientes en un mismo corpus. Pero en este caso, el papel de las fojas es reemplazado por una tela que  adquiere los atributos de una sábana almidonada, recortada en mil pedazos, cuyas partes son de nuevo cocidas, recomponiéndolas siguiendo el orden de secuencia de las páginas de un libro-de-trapo.

En el recorrido que hice con Francisca Aninat por algunas dependencias del hospital, me mostró con extraordinario interés el ala de lavandería y de re-acomodo. Al fondo, me señala, hay máquinas de coser para reparar todo tipo de  géneros: sábanas, almohadas, paños, vestuario médico, de enfermería, etc…   Había, entonces, una lavandería industrial hospitalaria con su espacio para la recomposición doméstica de la merma de material.  Aquí, el énfasis está puesto en la reparar de la palabra mediante la costura básica de un cuerpo editorial que   re-acomoda el sentido del servicio.  Lo que en esta nueva fase de trabajo,  Francisca Aninat recoge  la palabra de los pacientes,   camilleros, enfermeras, médicos,  autoridades hospitalarias, etc., a los que solicita un relato que  luego traspasa a las páginas del libro-de-trapo. Pero solo son  unas cuantas frases que reproducen  estados de excepción  verbal que dan cuenta  del deterioro del propio cuerpo.

Sobre un mueble de madera que durante décadas sirvió de escritorio para llevar los libros de registro, dispuso la materialidad de algunos de estos ejemplares junto a los libros-de-trapo, combinando dos formas de registro, una administrativa y la otra personal.  Es decir, puso en evidencia la gráfica funcionaria en su disputa de visibilidad institucional con la (picto)gráfica autoral[1].



Los demás muebles son metálicos y están pintados de blanco. La pintura está convertida en una tonalidad que  denota un largo uso y una etapa inevitable de acumulación en bodegas de consigna de mueble e instrumental dado de baja, pero inventariado.  Así como Francisca Aninat  modula y transfiere  la palabra de los pacientes con los que establece lazos mínimos de complicidad, la propia institución  exhibe el acopio de su propia memoria material  a través del trabajo de una artista con la elabora,  también, condiciones mínimas de complicidad.   

Durante la visita, la encargada de prensa del hospital, la periodista Karla Albarracín , me  entrega algunos indicios de la historia del hospital que Francisca Aninat ha puesto en tensión.  Este tema, por si solo, amerita un estudio especial. No se trata, entonces, de solamente poner en escena una palabra, sino de colocar en evidencia la objetualidad residual a través de la que el hospital da a conocer una historia de los propios servicios de salud. Sin embargo, este no era un propósito inicial en su trabajo. Aparece aquí  ejerciendo como un residuo metodológico que no puede dejar de estar presente y  que  re/contextualiza las operaciones de inversión gráfica que ya he señalado. 

Pero es aquí que debo justificar el haber comenzado esta columna con la mención a los versos de Victor Hugo.  La verdad es que sus versos pueden tocar a los más humildes, porque tienen como fondo común la experiencia universal del  amor, abandono y de la muerte.

En esta novela  de no ficción por entregas, lo que debo decir es en 1959,  un tipo como André Malraux ilustra su concepto de cultura como una comunión a través de experiencias universales que después de la religión, solamente el genio del artista es capaz de inmortalizar. Recuerdo que en algún lugar, Jean Clair hace referencia a la frase de Malraux sobre el “abandono de los dioses”, como prolegómeno a su teoría sobre cómo después de la Segunda Guerra, los museos de arte contemporáneo pasan a sustituir el espacio de la “templaridad”.  Para Malraux, solo el artista puede reubicar -mediante una experiencia universal-  la existencia de lo sagrado.

El verso de Victor Hugo le es recitado a un herido  iletrado por un paciente letrado que transmite, por un instante, la capacidad que estos mismos versos tienen de  “tocar (emocionar) y  vincular” a hombres de cualquier condición, que ya han sido reunidos por el compañerismo doloroso de un hospital de guerra.  Pero este párrafo lo he obtenido de la lectura de un libro escrito por Philippe Urfalino y publicado en el 2004 por ediciones  Hachette, bajo el título de “L´invention de la politique culturelle (La invención de la política cultural)”, que encontré en una venta de saldos de la Librería francesa, frente al colegio. La fuerza de este pasaje evoca la potencia del arte, en un léxico “muy 1959”, en su conexión con la experiencia de la guerra y los ideales de la Liberación. Es en este contexto que Malraux coloca su discursividad ante diputados y senadores para explicar su proyecto de ley.

Las operaciones de Francisca Aninat  son portadoras de esta potencia del arte como  “simpatía vivida” que no busca ser “enseñada” sino ser puesta en comunión con la creación contemporánea.  Todo esto significa que aquello de lo que hablo, dice Malraux, deje de ser un privilegio al que se accede por  azar  en un hospital militar, sino una experiencia para que los hombres entiendan (escuchen) las palabras inmortales que debieran pertenecerles. Las palabras (estos versos) pertenecen a todos y nuestra función, afirma Malraux en su discurso, es  hacerlas conocer por todos, para que todos puedan poseerlas.  Es aquí que  tiene lugar el nacimiento de la “ideología del acceso”  como soporte  simbólico de  la la “institucionalidad cultural”.



Lo que ocurre  en este contexto es que en el trabajo de Francisca Aninat, el verso de Victor Hugo es sustituido por el “encuentro de las palabras” y su transcripción a los libros-de-trapo como los residuos de una experiencia universal ante la muerte, en un mundo (ya) sin dioses. 



[1] Soledad García, “Patio de Luz”, Hospital San Juan de Dios, Francisca Aninat, 2016.