En la columna anterior avancé para proporcionar las pruebas
gráficas que sostienen la hipótesis de
la “imagen anhelada”. No me referí al estatuto propio del trabajo de Dittborn.
Debo declarar que la formulación de la hipótesis tiene que ver con una
traducción un poco forzada de la palabra anhelo, al francés: ardeur.
Por esa vía me
fue sencillo recordar la propia
hipótesis de Didi-Huberman acerca de la imagen
ardiente. ¿A qué tipo de
conocimiento puede dar lugar la imagen? ¿Qué tipo de contribución al
conocimiento histórico es capaz de aportar este “conocimiento por la imagen”?
(en “Las imágenes tocan lo real”). De
todos modos, debo advertir que las asociaciones siempre experimentan una merma
de traslado. Pero este no es el lugar para reforzar la teoría mencionada, sino
de poner a prueba lo que sostengo a
propósito de Dittborn, a propósito de
esta obra en particular, para fijar en
este congreso una posición que cumpla con dos
objetivos.
Primero, cumplir con la solicitud de la invitación; y segundo, exponer una obra desconocida de
Dittborn frente a un público que no conoce su obra de conjunto. Con la dificultad de que el material que
exhibiré, ni siquiera es conocido en la propia escena chilena. De modo que, en
cierto sentido, esto es una primicia.
En términos estrictos, me he venido ocupando de esta pieza desde que realicé la exposición de la Colección
Pedro Montes en el Museo de Artes Visuales (MAVI) a comienzos del 2015. Esa fue la ocasión en que me referí a la existencia de esta obra, pero luego desarrollé el tema de manera
específica en las charlas que hice en octubre del 2017 en Casa Mario de
Montevideo[1],
como ya lo señalé con anterioridad.
De partida, debo rechazar la aproximación reductiva según la
cual, este pieza es un libro-collage. Ya sabemos lo que la palabra collage
puede señalar como atributo peyorativo y dependiente. Si bien, demostraré que esta pieza de Dittborn
está vinculada con las experimentaciones
gráficas de “entre-dos-guerras”, cuyo conocimiento es factible de haber sido
adquirido durante su estadía en Europa, entre 1965 y 1969. Esta es la
razón de por qué, en ese caso, no
hablaré de collage, sino de montaje
gráfico.
Tampoco esto es un
libro-de-artista. Es decir, cabría ser reconocido
como tal si lo sometiera a la nomenclatura del estudio sobre la estética del
libro de artista que publica Anne Moeglin-Delcroix en 1997. Pero no entra
en dicha consideración, justamente, por su dependencia diagramática de la
distanciación brechtiana desplazada hacia el campo gráfico. Es lo que sostiene
el propio Didi-Huberman en “Cuando las imágenes toman posición” (A. Machado
libros, 2008). Lo que hago es poner en
relación dos obras editoriales de
Brecht: “Diario de trabajo” (Arbeistjournal) y el álbum “ABC de la guerra”
(Kriegsfibel).
No es mi intención hacer resúmenes parciales de libros y
aplicarlos al análisis ilustrativo de obras que requieren de un gran aparato de
citas para validarse. Mi propósito es exponer las condiciones de formación de
un diagrama de obra determinada. Dittborn es el único artista brechtiano en la
escena chilena. Diré que ahí está la base de su materialismo. Es decir, no solo en la materialidad de las
tecnologías de reproducción y en la
materialidad de los soportes de recepción de las acometidas inscriptivas, sino
en el gestus que determina el
carácter de la pose fotográfica y de sus
efectos en la configuración compositiva del libro en cuestión.
En Dittborn, no se
sabe si es Benjamin quien lo conduce a
Brecht, o si es Brecht quien lo conduce a Benjamin. Lo cierto es que en 1981,
Dittborn ya era un lector responsable de “el autor como productor”, al punto
que niega ser reconocido como un “artista”. Dittborn es autor de unas obras que
monta como si fueran dramaturgias y coreografías de gabinete. En cada imagen,
un drama; en cada letra, un cuerpo. En
este sentido: “El “ABC de la guerra” se hojea como un libro de imágenes
históricas, pero también se lee como un libro de poemas líricos, algunos muy
sencillos de comprender, otros más enigmáticos” (Didi-Huberman, op. cit. p.
178).
Ya en esa época consideré que Dittborn provenía de la
distanciación brechtiana, sobre todo a partir de la materia misma de sus
recursos: fotocopias, fotografías impresas, fotografías de fotocopias,
fotocopias de fotografías, fragmentos de periódicos, imágenes encontradas.
Esto último es clave: imágenes encontradas remite a
fragmentos literarios encontrados. Distanciación y hallazgo diagramático se
combinan para formular un método de montaje, que le permite disponer de las
imágenes, en el sentido que la letra impresa es, también, imagen. De este modo,
letras e imágenes son recortadas para ser
dispuestas sobre una superficie regulada sobre la que se confrontan, se
relacionan o se repelen, obligando a poner atención extrema en los intervalos.
En definitiva, lo que importa es que el montaje no sea
tomado en una sucesión en la que cada imagen persigue a la siguiente, sino que
estas compartan la misma presencia. Sin
embargo, la configuración de un libro obliga a respetar la secuencia, a menos
que leamos saltándonos grandes cantidades de páginas. Lo cual, por cierto, nos
introduce en otro tipo de lectura, ya que supone la consideración de varias
maneras de exponer y cruzar entre sí unos enunciados verbales que poseen una
gran potencia visual, como en el caso del relato del niño que se da las
palmadas sobre el pecho para satisfacer su propio ceremonial (arcaico) de
reconocimiento, para poder decir: “esto es un día entero de mi vida”.
Diré que este es un incidente accional que reduce
el efecto eyaculatorio primordial a una mancha por efecto de fricción,
de frottage de un cuerpo con su
envoltura vestimentaria básica, que consiste en remitir todo porte de ropa al
acarreo de un sudario que anticipa la muerte en el seno mismo de la vida
cotidiana. Hay un capítulo del libro de
Ronald Kay, “Del espacio de acá” (1980), destinado a tratar esta cuestión; y no por casualidad se titula “El cuerpo que
mancha”.
Pero el sudario se desdobla en “paño de la verónica” como
determinante cristiana para montar la ficción de la pintura, “a imagen y
semejanza” de una operación de representación específica, en que la copia
positiva de un negativo encontrado porta la imagen matricial que explica la
merma de transferencia como cultura del malestar; es decir, el malestar de no
poder calzar la imagen princeps con
las copias que le corresponden. En este sentido, el significante-venus-de-milo es parodiada por el hallazgo fortuito de
un significante-afrodita-antofagasta, convertida en “ruina griega” de la
fotografía.
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