Ya lo dije. Leí “La Panera” porque estaba en un dispensador
a la entrada de la Estación Mapocho. Tomé un ejemplar y me puse a leer mientras
esperaba ser atendido por el equipo de firma de convenios del Fondart. Es como
leer las revistas en las peluquerías o en la sala de espera del dentista. Y se encuentra uno con algunas cosas a las que de otro modo no tendría acceso. Pero, justamente, en estas ocasiones se
pueden encontrar algunos textos muy interesantes. Y creo, fue lo que
encontré. Sobre todo si pienso que son
textos para una lectura rápida a los que, finalmente, no se atribuye mayor
importancia. Pero van cuajando un estilo de abordaje de problemas sobre el que
decidí poner atención. Hay cosas que
quizás merecen no quedar sin comentario.
Seguiré la columna de Ignacio Szmulewicz en revista “La Panera” de diciembre del 2017,
en el movimiento de la letra, desde el título policial: “Al fin”. Es decir, como
si dijera: “al fin este Waldemar Sommer se muestra; ha quedado al descubierto”. Reprochándosele, por añadidura, haber mantenido, siempre, un bajo perfil. Y la verdad es que lo
tenemos desde hace cuatro décadas en Artes y Letras, presente, como una
atención ineludible. Pero el hecho de que sea objeto de una operación editorial, ¡lo
criminaliza! ¡Que curiosa manera de comenzar un análisis!
Nunca he visto a un “descubierto” más conocido que Waldemar Sommer. Por eso me sorprende el tono policial inicial que convierte al critico de
“El Mercurio” en un auto-delatado que identifica su propio delito: escribir. Es muy probable que para el lugar desde el
que escribe Szmulewicz, la escritura de
Sommer deba parecer delictiva. En el sentido que no le correspondería a Sommer, ni
contribuir al mejoramiento del léxico de
arte contemporáneo desde 1977, ni
tampoco a ocuparse más que se manera inusual del CADA, de Dávla, Dittborn y
Leppe. ¡Sorprendente! ¡La renovación del léxico y la adecuación al
tema son tareas propias de una supuesta izquierda plástica discursiva, que
tendría el patrimonio de la crítica!
Sin embargo, al
menos, se le identifica como un testigo privilegiado del
arte chileno que almacena en su retina un cuerpo de obras solo comparable a las
bibliotecas visuales de Romera, Lihn, Galaz, Ivelic (y talvez) de Machuca y Mellado. La estructura de la frase está escrita para
agregar a Sommer el delito del contrabandista: almacenar en la retina
como quien guarda imágenes para ofrecerlas en el mercado negro. Pero esto habla, de modo
eficiente, de los fantasmas de escritura del propio Szmulewicz; lo que no está
nada de mal.
El caso es que Szmulewicz emplea un recurso en el que, a
partir del uso delictivo de la figura de Sommer, nos incluye en la misma
tradición. Perteneceríamos todos a la
misma secuencia. Lo cual, no solo me
parece de una audaz insolencia
analítica, no solo por el alcance
reductivo de la asociación que borra toda diferenciación, sino porque nos ubica
en un bloque cuya existencia tampoco es efectiva.
Si bien Galaz/Ivelic completan y sociologizan a Romera,
renovando el léxico, no es posible poner a Romera en la misma “biblioteca visual” que Lihn. No es posible. Es un forzamiento inaceptable.
Los textos de Lihn de 1956 y 1957 están
ahí para establecer una diferencia analítica sideral. Entonces, ¿el propósito era ofender de manera elusiva el trabajo de Machuca y mío? Tal vez.
Pero, ¿qué quiere decir Szmulewicz cuando habla de
“bibliotecas visuales”?
Al parecer, habrá que entender por ello una “bibliografía”.
Es decir, un conjunto de escritos producidos durante un período largo, a raíz
de los cuáles pasaríamos a ser testigos privilegiados, por extensión. Se podría entender –también- como un “reservorio de imágenes” al que los críticos de hoy no tendrían acceso.
¿Y eso sería admirable? Por que si se trata de cuantificar la
producción, Romera escribió desde 1950
hasta 1974 (aprox.) en El Mercurio.
Sommer lo hace entre 1974 y el día de hoy. Son más de cuarenta años de trabajo, a una
columna por semana. Saquen la cuenta. El
problema no está en la acumulación de lo que vio, sino en cómo lo vio.
Etc. Parece increíble que se tenga que
decir estas cosas. Pero fui agredido por una asociación que desnaturaliza mi
trabajo. ¿Qué puedo hacer?, ¿Lo dejo pasar?
Por ejemplo, Galaz no escribe ni se reconoce como crítico de arte, sino
como académico de larga data. Lihn
escribe sobre artes plásticas cuando está en Revista de Arte (segunda época);
es decir, en torno a 1956, y después, cuando está en el Departamento de
Estudios Humanísticos. Durante la dictadura
leí profusamente a Lihn. Nadie quería reconocer que había escrito esos
textos. Yo accedí a la colección de
Revista de Arte en los 80´s y pude apreciar los textos sobre Escámez, Antúnez,
Burchard. Romera no podía escribir de
ese modo. A lo que hay que agregar que
Lihn fue compañero de Balmes y Gracia Barrios, porque estudió con
Burchard. Bueno. Eso lo hace diferente. Aún así,
en 1956 escribe de un modo más radical de lo que podrá hacerlo Couve, en
1985, cuando escribe sobre Velázquez, para enseñarle pintura a Foucault.
Entonces, se trata de
“bibliotecas visuales” extremadamente diferenciadas.
Ahora: les aseguro
que ni Machuca, ni Galaz, ni yo, “miramos” una obra de la misma manera. No almacenamos en nuestra retina las mismas
obras. Ni reconocemos los mismos
cuerpos. Y si así lo fuera, no hay “certezas” acerca de cómo las clasificamos.
Le sugiero a Szmulewicz que realice una prospección de las
“bibliotecas” de algunos de los autores mencionados, nada más para verificar la
inmensa diferencia y antagonismo en la configuración de sus bases de lectura.
Es obvio que ni Galaz, ni Machuca, ni yo, leemos de la misma manera el texto de Lyotard sobre la pintura como
dispositivo libidinal, que fuera clave para el trabajo realizado en torno a los
años 1981 y 1984, en lo que a mi respeta, al menos. Romera traslada la noción de “razón
plástica” desde un lugar difícil de identificar y Lihn escribe desde un cierto
“existencialismo” plástico que dinamiza el análisis de obra. Someter a Waldemar Sommer a la comparación de esta secuencia forzada de
nombres me resulta innecesario y metodológicamente ineficaz. ¿Para qué hacerlo? Ya había criminalizado su
escritura. ¿Nos criminalizaba, a todos,
mediante esta extensión encubierta?, ¿Cuál sería su propósito? Guardaré mi hipótesis.
Ahora bien: no es
ningún hallazgo que para ningún agente del sistema de arte local la escritura
de Waldemar Sommer resulte indiferente.
Pero, ¿podría ser de otro modo siendo el crítico de arte de “El Mercurio”?. Si no
lo fuera, sería realmente un escritor solitario. El diario es un autor
institucional. Si Szmulewicz dejara de
escribir en “La Panera”, no significa nada, porque la revista es irrelevante. Su definición como escritor no está definida
por ella. Eso es lo que se llama
“determinación estructural” del Medio.
Volviendo a Sommer, eso habla del peso simbólico de El Mercurio en la
organización de la cultura. Por eso, en
mi última columna mencioné el deseo de mercurialidad de “La Panera”, para ser
algo. Es necesario decirlo. La
efectuación de este deseo tiene que ver con el lugar que ocupa el propio
Szmulewicz en la organización de los
aparatos de comentario, en un soporte editorial que se distribuye en forma
gratuita y que, al parecer, está destinado a encubrir de manera “cultural” el
fracaso del modelo de negocio de una galería de arte.
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