Al enfrentar la tarea de la novela de no ficción por entregas, dudaba si continuar con el
análisis del caballete quebrado en la pintura de Eugenio Téllez, si proseguir
con la preparación del simposio de la NGBK o si hacer el informe sobre las
películas del sábado pasado proyectadas en el Instituto Cervantes, en el marco
de la Semana de América Latina y el Caribe, justo a dos días de la celebración de
Pentecostés.
El sistema de trabajo va más rápido que la
tolerancia del soporte. Falta una cuarta columna, que titularé “Oklahoma”. Esto
viene de un chiste plástico chileno de los años cuarenta, cuando en Ohio tuvo
lugar una exposición de arte chileno. Se suponía que debíamos estar orgullosos.
Este es el tipo de cosas que emociona a Ramón Castillo. Cualquiera sabe que con
el academismo chileno de segunda no hay lugar alguno en Nueva York. Y eso que
Matta (Roberto) ya se había instalado, antes que André Breton, haciendo works-shops
para algunos artistas americanos a quienes introducía en los rudimentos de la
escritura automática. En el fondo de la sala estaba Pollock, amurrado.
En cuanto a los artistas que en 1942 eran
profesores de la Universidad de Chile, estábamos en “un nivel Ohio” de recepción.
En el campo literario, Oklahoma hace pensar en
algo análogo, pero en sentido inverso. Después de la proliferación de
departamentos de estudios hispano-americanos y de estudios culturales en
universidades del oeste de los EEUU, nuestro arribismo de baja intensidad –al menos-
esperaba la garantización de algún
bostoniano o de alguna crítica neoyorquina. Pero no; no fui feliz. Roy Rogers
vino a instalar la lección (lecture)
para manejar una herencia; es decir, fue a Santiago a montar una “modalidad de
lectura” de segundo orden.
En el mismo momento, en el Instituto Cervantes
de Paris se proyectaban en una misma tarde dos películas en las que había
escenas de amor lésbico, que ponían en evidencia el cambio de la correlación de
fuerzas en favor de la sororidad, a dos días –como he dicho- de la celebración
de Pentecostés, que declara la preeminencia de la diseminación de la Palabra.
¿Por dónde empezar? En la película chilena
domina el eje de la seminalidad maldecida: el marido/patrón contagia a su
mujer/templo la sífilis. Pero nada es (tan) simple. El marido la contrae a
través de una prostituta joven del pueblo, que a su vez ha sido contagiada por
el primo de su mujer. Es el quien descubre a la joven en el campo y luego de
hacerla suya la interna en un burdel, donde se la ofrece al marido de su prima,
de la que está enamorado. De ahí, por la intercesión del marido de acuerdo a la
magia homeopática, el primo hace el amor (figurado) con su prima, sembrando la
semilla de la destrucción de la estirpe.
En la película uruguaya, una mujer tiene
relaciones con su novio, de quien está “relativamente” distanciada. Luego, ella
corre a juntarse con su novia –si, si, su novia-, de modo que al frotarse ambas
e intercambiar sus humedades vaginales, esta última queda embarazada.
Es una situación “bizarra”, pero puede ocurrir;
de hecho, tuvo lugar sobre un fondo discursivo que apelaba a la paternidad como
factor de normalización social. Ahora, justo cuando se trata de conservar un
trabajo, postergando la posibilidad de creación. Esta última no asegura
condiciones mínimas de reproducción laboral y debe subordinarse al realismo de
la reproducción de la vida familiar.
Lo curioso es que la película chilena –“Calzones
rotos”- no fue muy bien recibida en el medio, acostumbrado ya al valor de los
temas comercialmente edificantes. Pero se trata del triunfo de lo denotativo.
Porque la película, des/calificada mediante un oxímoron –comedia trágica-,
posee un valor suplementario en el terreno de su estructura simbólica. El primo
ama a la prima y le envía un mensaje grumoso a través de su marido, para hacer
cumplir la ley, y la contagia, porque no se puede esperar otra cosa, ya que es
un amor que porta consigo el principio de su tragedia. El marido da muerte a la
amante/prostituta por haberlo contagiado. La esposa contagiada, a su vez, da
muerte al marido y esconde su cadáver en un cuarto de herramientas y trastos
viejos, que es descubierto por una pareja de nietos que ha quedado huérfana.
Sin embargo, en el baúl hay un segundo cadáver cuya presencia da origen a otra
historia, paralela, pero que al final complejiza la historia de seminalidad ya
descrita. La oligarquía esconde, siempre, sus cadáveres en un desván.
El primo que inicia la seminalización contagiosa
se cuelga de una viga del techo de la galería externa de la casa patronal. La
mujer da muerte al marido, no enterándose jamás que el origen de su contagio ha
sido su propio primo, portador de su propia (mala) sangre.
Todo lo anterior es como una fábula marxista que
prepara el ambiente ideológico de la inevitabilidad de la reforma agraria. El derrumbe de la oligarquía terrateniente es
posible porque padece un mal que la está
pudriendo por dentro, como clase. En este sentido, “Calzones rotos” vendría a
ser la contracara de “Julio comienza en julio” (Caiozzi). Lo que falta en la
trama, sin embargo, es la presencia de la fuerza social portadora de una nueva
diseminación programática. No basta con
exponer la corrupción interna del sistema.
El amor lésbico aparece como una declaración de
principios que se autoriza en la lealtad
de las mujeres. La paradoja es que solo esa lealtad es fecunda.
Habría que calificar con mayor cuidado esa
película, porque pone en evidencia la micro-política de un derrumbe, ya que
ninguna de las figuras masculinas jóvenes puede encarnar el cumplimiento, ya
sea de obligaciones maritales en el lecho como de compromiso de matrimonio en
el papel. Literalmente, estas figuras no
dan jugo; mientras que las figuras masculinas mayores solo daban jugo
contaminado. Mientras en Santiago, se da término a un simposio que reproduce la disputa por la herencia como (d)efecto
interno de una “literatura alterada”.
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