En la Cinemateca francesa, en el aniversario de
los diez años de CinemaChile, noche y
niebla.
Estas palabras me resuenan, siempre. En “La
mujer fantástica” (LMF) hay una escena de secuestro y tortura que es un residuo
con el que la película conecta con el presente de un pasado inscrito en las
bases mismas de la socialidad chilena. Cuando los raptores emplean el último recurso
para castigar la transgresión de(l) género reproducen la imagen de una
performance de Leppe, del año 1977 o 1978, donde hace lo mismo, con cáñamo,
sobre su propia cabeza, comprometiendo parte de su rostro, como un paquete
amarrado, exagerando los efectos de hematomas en las cejas y en los labios.
Pero no le dan una pateadura a Marina/Daniela, sino que dibujan en su rostro la
anticipación de un castigo. Es decir, lo connotado es que ya estamos en un
Estado de Derecho, en que las amenazas reales (solo) se simulan. Lo denotado es
que nunca se olvidan las viejas formas de defensa de la familia. Nadie pensó en
lo que significó como antecedente del Acuerdo de Unión Civil, que ponía término
a una situación discriminatoria. Conocí personas que fueron expulsadas de las
viviendas que ocupaban con sus parejas, por familias que recuperaban el poder
sobre el cuerpo del fallecido y los excluyeron hasta de las ceremonias de
despedida. Esto aparece como sordina en el fondo de la restauración de los
derechos, porque al final de cuentas, de lo que se trata es de una disputa por
los despojos. El tema es que con LMF, la transgresión pone en evidencia, sobre
todo, las condiciones de la regresión.
Ahora, hay dos escenas, al comienzo, al final,
en que la exposición del cuerpo reproduce el fantasma de la imposibilidad de la
resurrección. Primero, Onetto está tendido en el sauna, como si fuera un
cristo-de-holbein-de-pacotilla; segundo, Onetto está tendido sobe la camilla en
la que lo conducen a la cremación. Quizás, la escena más compleja, porque
revela la existencia de un momento en que el cuerpo queda a disposición de una
administración, donde ya la familia ha entregado el manejo y solo se espera que
el protocolo sea cumplido, en el secreto de un gabinete. Independiente del
“tema” explícito de la película, hay una toma de partido que está implícita en
la exhibición de la ausencia de sepultación, como sello de una operación de
reparación de una sutura en el inconsciente cristiano. Nuevas formas de
secularización de la muerte, no solo acortan los tiempos de velatorio, sino que
encapsulan aceleradamente la agonía, convirtiéndola en un espectáculo de
espera. De modo que la película es, desde ya, des-católica.
Para luego, poner en escena la dificultad de
nombrar, cuando el país ha pasado ya por la experiencia de la sustitución de
nombres, destinada a cancelar la ciudadanía, que autentifica filiación y domicilio. La película pone en
evidencia dos buenos problemas en el debate; el primero es el de la definición
simbólica de la identidad de género, con su correspondencia jurídica; y el
segundo es el derecho a la fijación de un lugar ante la Ley. La escena en la
clínica es paradigmática. El orden de las familias debe criminalizar la
insubordinación de los signos; el territorio de la familia, como el de la
propiedad, es sagrado. ¡Vaya! Conceptualmente, lo trans/género posee
expansiones reales en el imaginario nacional. Recuerdo la lectura del libro de
Jean-Louis Déotte, “Catástrofe y olvido”, cuando recomienda que, estando de viaje,
no preguntemos por los nombres “antiguos” de las ciudades que visitamos.
La ex esposa de Onetto tuene que armarse un
guión que le permita explicar el abandono, y pronuncia una palabra que no se
vuelve a emplear en la película, y que por ese solo hecho me parece que ocupa
un lugar mayor: perversión. Dejémonos de jugarretas: père/versión. La versión/padre. No la “versión del padre”. Porque
el francés ayudará nuevamente. Cuando se lee en el sub-titulaje “maîtresse”, no
es lo mismo que en español. Porque es aquí donde el lenguaje fortalece el
desplazamiento de la imagen biológica, porque juega en dos registros: la
maestra y la matriz, lo que en español traduciré como la causa eficiente de
moldaje. ¡Eureka! El lugar de localización del miembro es ocupado por un espejo
que moldea la devolución de la mirada, cuando Marina/Daniela se autoriza como
dis/posición extensa. Curioso momento: en “Gloria”, hay una escena en que
Paulina García se dispone, totalmente desnuda, para ser vista como soporte de
un sufrimiento reconocido como emancipación. Pero su cuerpo no reemplaza al
lenguaje.
En “Gloria”, Gloria/Paulina canta, reproduciendo
en un leve diferimiento de palabra, lo que le dicta una matriz sonora; se hace
sujeto en la medida que cumple con el calce, a pesar de la merma tonal. En LMF,
Marina/Daniela no reproduce ninguna matriz sonora previamente modelada, sino
que modula la versión autónoma de un hilo cuya exhalación hace un surco en la
memoria de género, tanto en el terreno de la identidad sexual como en el de los
formatos narrativos. En ese sentido,
LFM es la contra-cara de “Gloria”; objetivamente, su contra-historia.
En el debate posterior a la proyección, un
profesor de cine alabó la película y mencionó que había ido con todos sus
alumnos a verla. Preguntó luego si ésta había tenido efectos en la sociedad
chilena. Sebastián Lelio, con mucha precisión y modestia hizo el relato de cómo
era el marco social del debate sobre la ley de identidad de género, antes de la
película y después del Oscar. Por cierto, aceleró y enmarcó un debate que había
sido retenido. Pero sobre todo, fijó un rango respecto de lo que se puede
esperar de un debate, cuando una película aparece en el momento adecuado y se
convierte en vector para un período. Quizás, ese mismo rol fue asumido por “El
chacal de Nahueltoro” (1969), en un momento equívocamente determinado. De todos
modos, en la cinemateca grabaron todo el debate y supongo que dentro de un
tiempo podrá estar disponible. Es un muy buen material para estudiar en las
escuelas de cine, como documento de análisis formal y como un monumento de
parálisis social. Me replico: al final del debate una mujer, chilena, tomó la
palabra y al borde de la emoción le dio las gracias a Sebastián Lelio por haber
hecho esa película, porque “refleja cómo somos los chilenos”. Una película
inicia un camino por recepciones insospechadas y parece resumir estados de
ánimo colectivos que anticipan procesos. Sebastián Lelio sólo deseaba que la
película funcionara.
Entre la
exposición del cuerpo en la camilla del sauna y la deposición de los restos en la bandeja del cinerario, la narración
abre y cierra una acción muy concentrada, que consiste en la disputa por la
disposición del cuerpo. La ley de filiación, por un lado, la subversión de los
nombres y de las funciones, por otro. No es casual, entonces, que la primera
imagen corresponda a una vista aérea de las cataratas de Iguazú, y la última
fije la mirada irrefutable, inevitable, inomitible, de Marina/Daniela, como el
Antoine Doinel de “Los 400 golpes”, cuando cansado de correr, llega al borde
del agua, en la playa, y se da vuelta, hacia sus captores. En el colegio, Filma
Canales nos hizo ver la película y nos dijo que la mirada de Antoine decía:
“Este soy yo, ¿Qué quieren ustedes de mí?”. Una imagen hace hablar otra imagen,
de más de cincuenta años atrás. En verdad, con la mirada, él decía: tengo un
nombre que está pegado a mis huesos. Marina/Daniela huye de la clínica en un
vano intento de postergar el momento en que tendrá que decir su nombre, porque
ya está en instancia de despegue plantea la problemática del límite; es decir,
del sexo y de la muerte. Y en lo inmediato, el sexo es antes que nada un hecho
de representación y de lenguaje. Por eso, aquí aparece el “paco malo” enardecido
por la familia y el “paco bueno” (la inspectora de la brigada) que verifica la
existencia de una línea delictiva que debe operar como amenaza simbólica, antes
de que se defina la nueva ley. Su pregunta por hematomas posibles antecede la
sesión de fotografía, realizada por un médico forense que tiene todos los
atributos fisiognómicos de un “carnicero”.
La película será montada en la dinámica de ese paralelismo: paco bueno y
paco malo. Sin embargo, los términos del
problema se revelan insuficientes. Superan la dualidad de los corredores
habituales de la normalidad, haciendo ingresar las cosas en un triángulo
formado por el cuerpo, la imagen y el lenguaje, en cuya articulación se plantea
lo que el mismo prefijo trans
habilita; a saber, “un más allá del sexo; es decir, la pretensión inconsciente
de la superación de la condición misma del límite”.
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