Debo cuidarme de lo(a)s doctore(a)s de la ley:
se ha abordado la obra de Dittborn desde la-lectura-Kay-de-Benjamin.
Es de imaginar lo que puedo recibir de regreso si sostengo que la hipótesis de Benjamín
en el ya (demasiado) famoso ensayo sobre la reproductibilidad es un tanto
equívoca, porque desde hacía varios siglos las obras de arte eran reproducidas
en forma técnica. Las pinturas siempre fueron reproducidas, repito, bajo forma
de grabado, ya sea por los artistas mismos, como por grabadores especializados
que solo actuaban como impresores-editores. Las pinturas, entonces circulaban
no solo en Europa, bajo la forma de grabados, incluso, por cierto, en las
nuevas colonias.
Esto es muy gracioso. En algunos lugares de Brasil
y de las “nuevas Españas”, la decoración de las iglesias tenía como patrón de
referencia un libro de grabados que traían los frailes en sus alforjas. Siempre
hay un libro. Entonces, hubo pintores indígenas que fueron formados por
franciscanos que asumieron la merma
de estilo como condición de (la) reproducción misma. Sobre todo, en la
representación del nuevo mundo.
Pero es de imaginar el escándalo en medio de la
docilidad estudiantil de estos tiempos sin paradigma docente, si se sostiene
que la propia obra de Dittborn es anti-benjaminiana;
o bien, para matizar las cosas, a-benjaminiana.
Mejor dicho, que la propia obra desmiente –brechtianamente-
a su principal habilitador discursivo en la escena de 1980. Es decir, que
existe, en el seno de la propia obra, una zona
de resistencia a Kay.
No quiero ser asociado al discurso de la Tía
Yoya, pero debo decir que ya en los años ochenta sostuve que todo el debate en
la micro-escena dittborn-dávila-leppe estaba
regida por la disputa de la cita bíblica.
Lo cual complicaba la lectura canónica que afirmaba la existencia de un
triángulo de insubordinación materialista de los signos. La única materia
operativa interpretable era la literalidad de la historia del arte. De modo que
el calce de los gestos matriciales
pasaron a ser un tema interno de los cursos que impartía como profesor-gásfiter, ya que nunca pude
acceder a la condición de filósofo-ropavejero
(suspiros en el texto). Entonces, a la hora de poner un suple en el discurso, recurrí a la hipótesis siempre eficaz de la “disputa
de la cita bíblica”, definida por el deseo de un calce mariano: “ay, María, madre mía, yo te doy mi corazón”. ¿No
era ésta una frase impresa en el alma
de los niños que fuimos?
Entonces, el calce supone una matriz; una matriz
reclama el espacio del grabado; el grabado remite a la reproducción barata de
la pintura; la pintura amarra su mito de origen y sobredetermina a la
fotografía, al menos, en el uso que hacen no pocos artistas, desde el momento en
que Manet la pinta en el retrato que hace de Zola. (¿Recuerdan esa zona en que
hay una especie de diario mural donde hay, pintados, una estampa japonesa, una
agua fuerte y una reproducción en blanco y negro de la “Olimpia”?). En Manet
estaban, pintadas, tres “eras de la reproductibilidad técnica”. Ya, en esa
escena, estaba expuesto el escepticismo y la decepción sobre la materialidad de
la imagen.
La formulación de la hipótesis de la cita
bíblica tenía otra ventaja: subordinaba todo discurso “explicativo” a la
existencia de una Sagrada Escritura. En los casos que recuerdo, Kristeva,
Barthes, habían sido convertidos en escritura testamentaria. Para quien provenía
de la crisis del discurso político, el trato dependiente de los efectos con sus referentes era ya un modelo estructural, suficientemente reconocido
en el tráfico de las ciencias humanas. Era la época en que recién la gente de
Flacso leía a T.S. Khun, para cubrir el haberse saltado al Bachelard que (se)
debían. Los dineros de la Rockefeller siempre estarían disponibles para “montar”
un nuevo paradigma.
En el asentamiento del arte, en cambio, sometido
a la reforma de los sistemas de tenencia y manejo de la crítica, la
benjaminización ritual hacía efectiva la interpretación oficial de una epopeya,
en que la propia representación de la defección del cuerpo pasaba a exhibir la
acumulación primitiva de las imágenes como su capital simbólico para los
inicios de la Transición. La cita bíblica era un ostentoso clamor para reposicionar
el falo destituido, acogido en su descendimiento por la madre/matriz[1],
que portaba consigo el sudario que debía cubrirlo para efectuar su sepultación.
Es decir, toda la micro-escena del arte de los
ochenta está signada por el choque (asesinato), por la restitución (la figura
de la Pietà) y por la repetición
(impresión). Este triángulo solo es
habilitado porque la restauración del “aura” en clave católica, pudo recomponer la posición de María que ya
estaba inscrita como condición de la historia de las formas.
[1] De ahí, la ensoñación crítica en torno al aparato del
grabado como regreso al origen mencionado por Benjamin en “El autor como
productor”, en que llama -en 1934- al artista a situarse junto al proletariado
para transformar, justamente, los medios de producción artística. De ahí,
Dittborn remonta el camino de la filiación y nos pone en contacto con las
matrices determinantes de la propia fotografía, que como aparato proviene del
ensamble y articulación de otras herramientas, como la cámara oscura, la óptica
y un mecanismo de obturación. Pero cuya
noción de encuadre la encontramos, desde ya, en los bordes de la tapicería renacentista y
en la historia del marco (del cuadro). La Pietà,
como figura de sobrevivencia –en sentido
warburguiano- , definió el carácter (como impresión
del espíritu) de la micro-escena, recomponiendo el “aura” como retorno a lo reprimido; es decir, a una
pintura retínica que debía rehuir a los intentos de castración de la “crítica conceptual”.
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