En “Gloria”[1],
hay dos escenas extraordinarias que son la prueba de una erudición. Gabriela
Trujillo se dio cuenta y le preguntó a Sebastián Lelio por esas dos
construcciones muy ajustadas que se han convertido en citas de remate: aquella,
en que Gloria va a la peluquería y “se suelta las trenzas”; y aquella, en la
misma peluquería, cuando se pone bajo el secador de ultrageneración que gira en
torno a su cabeza, como si fuera una escenografía de “Odisea del Espacio”. La
peluquería como gabinete de curiosidades instala un régimen de cierre de todos
los fragmentos que hasta ese momento han modulado la historia del derrumbe
simbólico del homo chilensis. En ese punto, las canciones operan como el
sub-texto sobre el cual se montan los diálogos, y pasan a construir la
logística afectiva del relato, que expone el estado de la estética dominante
que modela la sentimentalidad de masas, tomando el festival-de-viña como un templo wagneriano-rasca donde se modela el
super-hombre que exhibe su histeria en proporción inversa a la ética de la
teletón, como encubrimiento de la falta, del abandono y de la minusvalización
como amenaza de segundo orden, para una sociedad sometida a la violencia de la
donación impositiva por la vía de la espectacularizarión de la caridad.
Desde ahí, hacia atrás. Esta película debe ser
vista desde ahí. Dos veces. La primera, como relato de una caída continua; la
segunda, como retroversión radical de unas escenas finales que conducen a leer
las primeras como si ya fuera un final anticipado. Esto es una maravilla.
Gloria es desestimada por sus hijos. Es una madre que atravesó la dictadura y
los hijos no aprecian el costo del fascismo ordinario en la vida de las
personas comunes, a las que les han sustraído la Palabra, y que solo hablan en
el código ofertado por una industria de la sentimentalidad, que los hace
repetir como si fuera una traducción directa-consecutiva, la falta-que-les-hace.
Los hijos tienen un padre pollerudo que depende
de las intrigas de su nueva mujer para “reunirlos a todos”, pero no soporta la
materialidad de las imágenes y se destruye cuando toma conciencia de que no
estaba en la foto. ¡Es que en esta película ningún hombre tiene cuerpo para
estar en la foto! La única vez que son encuadrados es para registrar el paso
patético de unos combatientes embutidos en “monos” (nueva versión de los
overoles fabriles) que “desfilan” –en francés: qui se faux-filent- después de un combate simulado, cuando ya los
uniformados reales han sido conminados a “regresar” a sus cuarteles.
La voz repeticional de Gloria, que se apega a la
voz-de-origen, dibuja un campo de
sensibilidad que los excluye y los convierte en “tema”, porque ya están fuera
del encuadre. Lo único que parece tener cuerpo es, justamente, la voz, en un
contexto dominado por el efecto de la frase imperativa de
ser-la-voz-de-los-sin-voz. Pero la voluntad representativa de la frase, que se [2]encarnaba
hasta ese entonces en un colectivo –la Iglesia-, se descubre en su versión
encapsulada como hit.
La ceremonia de la cosmética final en la
penúltima escena recompone la producción de auto-reparación que termina con la
negativa de Gloria a bailar con el último galán, re/semantizando en el
imaginario chileno la decisión de bailar sola (ella baila sola), sellando la dinámica de un derrumbe simbólico de
proporciones. ¡A no olvidar! En la primera versión de ella-baila-sola ha sido arrebatado un cuerpo –noche y niebla-; en esta segunda
versión, ella-baila-sola porque quien se
acerca ha sido destituido de su función. Que alguien pueda efectivamente
operar un corte, significa que hay alguien a quien el corte le está impedido
porque el pasado no libera al presente.
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