En la columna sobre las películas pentecostales,
había dos problemas; por una parte, la lealtad restringida para las mujeres
encargadas de reproducir la casta; por otra parte, el rol de los
secretos-a-voces en la economía doméstica de la virilidad. La alfombra solo fue
sustituida por un baúl y lo único visible es que las nuevas generaciones de
latifundistas “no dan jugo”. Tenemos a un bueno para nada que todo indica que
se dedicó a las finanzas en la capital y sacó esposa gringa después de
probables estudios en una universidad americana. Tenemos a otro bueno para nada
que renuncia a los privilegios de la clase para dedicarse a escribir novelas.
Esa es la conclusión radical de “Calzones rotos”, la película de Arnaldo
Valsecchi (2015). Finalmente, ambientada en 1959, es preciso conectar la trama
con el triunfo de Jorge Alessandri en 1958. Lo que se viene ni se prefigura
siquiera. A retener, la obra es del 2015 y hace el relato de un tipo singular
de contradicciones, localizada en 1959, con lo cual pasa a ser un documento de
ficción que posee efectos documentales. No hay registros fílmicos de la vida
hacendal en plena crisis de su
autoconsciencia. Los documentales de Sergio Bravo, “Trilla” y “Mimbre” datan
respectivamente de 1959 y 1957 y no diremos que adopta una posición orgánica de
clase, sino que hace gala de la estetización antropológica ingenua de un
campesinado al que no logra atribuir la superioridad ontológica deseada,
llegando a ser, indefectiblemente católico en su recuperación de la pobreza
ejemplar de las formas. De ahí, a los muebles de palo quemado hay tan solo un
pequeño paso. La extrema izquierda de ese entonces carece de capacidad
documental, porque apunta a desarrollar el “frente informativo” contra la
burguesía urbana y la oligarquía terrateniente, reproduciendo en el mito
impreso el semanario del partido. Al final de cuentas: el triángulo
Kaulen/Littin/Francia –en 1969- no superan la ideología católica del sacrificio
pedagógico expositivo. Los tres carecen
de voluntad cinematográfica soviética. Miguel
Enríquez nunca supo quien era Zviga Vertov, aunque algunos publicistas del
allendismo histórico reivindicaron el “tren de la victoria”, porque pensaban en
Pancho Villa, más que nada; que dicho sea de paso, filmó cargas de caballería
ficticias para noticieros americanos. La gran epopeya de Ranquil solo sirvió
para señalar el camino gráfico a las tomas de fundos del Movimiento Campesino
Revolucionario, que repetía el gesto paleolítico de los hombres de Lascaux y
Altamira, incorporando rojo y el negro arcaico en sus banderas. Todo esto es de
una gran ternura. Entonces, Valsecchi
reproduce en el 2015 una ficción asignada a figurar el derrumbe simbólico ya
prefigurado en la narrativa de José Donoso y Jorge Edwards. Pero llegó tarde. Caiozzi
la reacomodó reduciendo el modelo de Eduardo Barrios en “Gran señor y
rajadiablos”, justo en el momento que don Mario Góngora publicaba sus libros
sobre la historia del Estado en Chile. Las relaciones entre historia y
literatura nunca estuvieron más fecundas, al punto que muchos historiadores se
volvieron novelistas de la gran saga de Chile como relato de una
des/soberanización originaria. Y otros grandes novelistas colmaron las fallas
epistémicas de la historia académica, reconstruyendo la retórica que sustentaba el enunciado de
unos proyectos deseados por una vanguardia perverso-polimorfa que no estaba a
la altura ni de sus propias ficciones. Entonces, la epopeya del No tuvo su
propia “operación Verdad” y fue plasmada en una película, que se ha convertido
en el único documento crítico disponible para abordar la paradoja de la
transición interminable e interminada. Solo llegaré hasta aquí. No hay
condiciones para proseguir. Ya lo decía Guattari, el cine es el psicoanálisis
de los pobres. Así lo hizo recordar, anteayer, de manera magnífica, Gabriela
Trujillo, al presentar y moderar el debate posterior a la exhibición de
“Gloria” de Sebastián Lelio, en la Cinemateca francesa. Algo pasó entre los
personajes de Valsecchi y el hombre personificado por Sergio Hernández. Todo
están amarrados por el síndrome de “la falta de jugo”. Amarrados, dije. Mientras que todo parece
indicar que todo el “novísimo cine chileno” se habilita en las mujeres para
montar historias de des/amarre. Sobre todo “El clan”, que es una historia de
des/amarre simbólico. Más aún, “Jesús”,
que se ofrece como un “manual de cortapalos” sobre la caída del padre.
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