Robert Walser sostuvo durante su vida un diálogo
íntimo con la pintura. Su primer interlocutor fue su hermano mayor Karl , que
fue muy activo en el Berlin de los años 1900 como pintor muralista, escenógrafo
e ilustrador de libros. Fue él quien lo hizo descubrir tanto a los clásicos como
a los artistas de vanguardia y lo introdujo en el ambiente de los secesionistas.
Bajo el título de “Historias de imagen”, se ha reunido bajo la responsabilidad
de selección de Bernard Echte, unos veinte textos de Walser, acompañados de las
obras (fotografiadas) a las que dichos textos se refieren, a veces
indirectamente.
No hago más que reproducir las palabras que
aparecen en una pequeña presentación inicial, que antecede a la portada
interior. No es un prólogo. Quizás una advertencia necesaria, impresa
directamente después de la portada, antes del título del libro. Al reverso de
la portada se señala que la edición posee la licencia de la Robert Walser
Stiftung (Zurich). Lo que parece dejar establecido que Rober Walser no imaginó
este libro, sino que vino un investigador, seleccionó unos textos que éste
escribió sobre pintura, los reunió en un libro y los publicó, con el apoyo del
cantón de Ginebra y de Pro-Helvetia.
En Santiago, de seguro, este gesto institucional
pasaría a ser denunciado como “fabricación de una obra” a manos de algún dueño de
editorial, no controlada por académicos aquejados de un mal muy extraño y no
menos comprensible que se podría calificar como “deseo de ser viudas”. Temas al que dedicaré columnas futuras.
Al parecer, todo indica que “Historias de imágenes”
no fue un libro publicado en vida por
Walser.
Sin embargo, el título de la selección de textos
se asemeja a “Historias de pintura” de Daniel Arasse. Pero es tan solo una
proximidad literaria, aunque ambos se refieran a las imágenes y cuenten con las
clásicas páginas de ilustraciones.
Ahora bien: en la página 44 de la edición de “Historias
de imagen” realizada por Zoe/Poche en el 2006, hay una reproducción de “La libertad guiando
al pueblo”, que acompaña a un poema titulado “Delacroix”. Me fijo en los versos
en que se refiere a los mil pliegues del vestido de quien a cuyos pies yace la
Canalla; que es el nombre que le asigna a la “alegre comadre” que reclama
piedad y que hace llorar de compasión a las piedras de la sala en que se
desarrollaba la escena.
La sola palabra piedad me hace pensar en las
pinturas de descendimientos de la cruz, que sostienen la atención flotante que
conecta esta tentativa con las columnas anteriores que ya he rotulado con el
nombre de “María”. Ya se sabe que todo ese pietismo está asociado al efecto
gráfico de la plegadura del drapeado en la historia de la sepultación. Toda
mención a los pliegues y despliegues anticipan los mitos de fundación católica de
la pintura, ya inscritos en el Calvario.
En Delacroix, en esa pintura que es la más
reproducida de la historia de la pintura francesa, bajo los pliegues del
vestido, la representación ha naufragado, al punto que estos cuerpos podrían
ser intercambiados por otros, que están en otras pinturas cercanas, colgadas en
la misma sala del Louvre. Habrá que hacer un estudio de los cuerpos yacientes,
siempre, en la parte inferior de las pinturas, como en “La balsa de la Medusa”
y “La batalla de Eylau”. Habría que hacer una “tipología” de cuerpos yacientes,
hasta el cuerpo pintado de Cristo, por Holbein; ese que “no se para más”.
Francesca Lombardo me decía: “ese no se
levantará jamás”. Es la pintura de un naufragado. Me lo confesaba después de haber
leído a Kristeva en “poderes de la perversión”, que dicho sea de paso nos
informaba suficientemente de la figura del cuerpo como vejiga, en una extraña y
curiosa dependencia de la hipótesis elaborada por los padres totémicos de la
escena artística chilena de los años ochenta, que habían “descubierto” el
cuerpo (que) mancha, en una bien poco materialista manera de instalar un mito
de primeridad. Resulta curioso que en la misma coyuntura, cuando la matriz (leniniana)
de la historia es severamente reprimida y amenazada de aniquilación, emergen en
la escena estrategias vitalistas que denotan el excesivo valor que se atribuye
a la seminalidad originalizante.
Benny Kid Paret naufragó en el mar corpuscular
de la transmisión de la NBC.
En la pintura de Delacroix, cruzando sobre los
cuerpos tendidos sobre la barricada, el mito del gamín de Paris avanza con una pistola en cada mano, para encarnar uno de los tipos ideales que pueblan la actual
sociología de la recepción sobre el siglo XIX, antes de dar inicio a una
historia de la infancia irregular, centrados en el momento de la Monarquía de
Julio, que es el marco político y tecnológico para la emergencia de la
fotografía. Giselle Freund dixit. (Lo
que ocurrió fue que en Chile circuló primero el libro de Susan Sontag y marcó
precedencia en el régimen de las citas).
Todo es problema de circulación de textos y
señalamiento pertinente de fuentes bibliográficas. Sin embargo, ese no es mi
propósito en la introducción de las referencias a la imagen del gamín de París
que porta una pistola en cada mano, sino habilitar por una proximidad forzada
una acometida con la imagen de un pintor que aparece retratado en una pintura
de Eugenio Téllez, que en una de sus manos porta una pistola, mientras en la
otra sostiene un pincel. Es decir, el “pintor como gamín”, expresión de una irregularidad en la historia de la
representación. A propósito de lo cual es preciso recordar que desde un
comienzo, al hablar de fotografía, se habló de disparo. De ahí que el pincel
quedó en falta, convertido en un arma corto-punzante, pero fláccida, goteando
(el cuero que mancha).
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