domingo, 31 de enero de 2016

TALCA


Hace ya un tiempo, en Artes y Letras, sostuve que la visualidad  plástica chilena pasaba por la arquitectura y no por las artes visuales. Desde hace ya más de una década. Y que la demostración de esto eran los  tres últimos envíos a la Bienal de Venecia de arquitectura. Incluyendo el libro Blanca Montaña, de la misma editora que publicó otrora  Copiar el Edén.  Este último, el mayor refrito y guía-telefónica del arte chileno, concebido para designarlo efectivamente como un arte-de-catálogo.  Nada de lo que ocurra en las artes visuales tiene, realmente, significación como pulsión exportadora, pero que a la vez tiene un retorno específico, no solo en el terreno de la residencia secundaria, sino en las  nuevas ficciones de vivienda social.

En el curso de mi trabajo en el Parque Cultural de Valparaíso, uno de mis propósitos fue el de reivindicar ciertas prácticas rituales cuyo efecto estético me parecía más consistente que muchas de las obras de artistas contemporáneos fondarizados.  (En Valparaíso, prefiero los pintores, que no son reconocidos como artistas contemporáneos por la  nomenclatura  estatal y la  obscena burocracia universitaria local).   Esa es la razón de por qué privilegié mi relación con los arquitectos y los cocineros de la “cocina pobre local”. 

El día de hoy, re-leo un texto de Juan Luis Uribe y Victor Letelier Salas, El lujo de un territorio, (Escuela de Arquitectura, Universidad de Talca, Revista_AT.pdf)  del que recupero el siguiente fragmento:  “Esta experiencia de apertura podría vincularse con el  arte relacional, o las prácticas artísticas que toman como punto de  partida el conjunto de las relaciones humanas y su contexto social,  más que sólo considerar un espacio autónomo y privativo como  soporte de una labor”.  Y lo que ocurre es que muchas de esas prácticas rituales son sometidas al olvido. Ciertamente, por quienes desestiman el valor de la reconstrucción de los vínculos sociales.  El olvido es un tipo de producción específico, que compromete los activos de la autoridad que maneja la energía de las poblaciones vulnerables.

En la misma revista, Andrea Griborio analiza la experiencia de un modelo de taller  de enseñanza donde se  busca reactivar la dinámicas del tejido social como motor del desarrollo”, en que  “todo aquello que se construya (esté) vinculado a las necesidades, prácticas y deseos de la comunidad en la cual se involucren” (…) “al tiempo que ofrece tomar acción mediante propuestas a problemáticas importantes de la ciudad contemporánea, valiéndose de una intervención física que pueda mejorar las condiciones de vida de los sectores mas desfavorecidos, con el fin de reutilizar espacios residuales o subutilizados”.
Andrea Griborio no emplea la palabra ruina, que es propio de un contexto patrimonializante, sino que usa el término “espacio residual”, que  proviene de la depreciación temporal cercana de un espacio productive determinado.  Esta sea, quizás, la gran diferencia entre las enseñanzas y las prácticas de arquitectura entre Talca y Valparaíso. Esta última, siendo ostentosamente el lugar de una batalla declarada entre diversos estamentos del Estado,  que subordinan a su antojo las iniciativas de oficinas locales de arquitectos que no tienen otra perspectiva que enganchar proyectos de mitigación. 
En Talca, la situación es otra.  La gran diferencia es de carácter ético.  Existe, en efecto, una ética del territorio que antecede y determina la estética de la subordinación institucional.   Lo lament:  respect de Valparaíso, así de feo se ve.  Lo afirmo porque en algún momento, muy próximo al “megaindencio” del 2014, hubo la posibilidad de  articular de manera crítica  el poder  de la polìtica con el poder del saber; sin embargo,  el resultado fué que el saber solo tenía  “poder” para recalificar su dependencia del un poder politico local que se ha caracterizado, tanto por su banalidad como por su venalidad.
En Talca es posible una autonomía relativa de la enseñanza,   así como de una determinación en última instancia de la economía simbólica  regional, porque existe una gran conciencia  de la relación problemática entre   el “trabajo en el sistema”  y la negociación desde una  producción de  Obra que  reconoce el valor de  una poética del lugar   que involucra a las comunidades en los procesos constructivos.  










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