Hace ya un tiempo, en Artes
y Letras, sostuve que la visualidad
plástica chilena pasaba por la arquitectura y no por las artes visuales.
Desde hace ya más de una década. Y que la demostración de esto eran los tres últimos envíos a la Bienal de Venecia de
arquitectura. Incluyendo el libro Blanca
Montaña, de la misma editora que publicó otrora Copiar
el Edén. Este último, el mayor
refrito y guía-telefónica del arte chileno, concebido para designarlo
efectivamente como un arte-de-catálogo.
Nada de lo que ocurra en las artes visuales tiene, realmente,
significación como pulsión exportadora, pero que a la vez tiene un retorno
específico, no solo en el terreno de la residencia secundaria, sino en las nuevas ficciones de vivienda social.
En el curso de mi trabajo en el Parque
Cultural de Valparaíso, uno de mis propósitos fue el de reivindicar ciertas
prácticas rituales cuyo efecto estético me parecía más consistente que muchas
de las obras de artistas contemporáneos fondarizados. (En Valparaíso, prefiero los pintores, que no
son reconocidos como artistas contemporáneos por la nomenclatura
estatal y la obscena burocracia
universitaria local). Esa es la razón de por qué privilegié mi
relación con los arquitectos y los cocineros de la “cocina pobre local”.
El día de hoy, re-leo un texto de Juan
Luis Uribe y Victor Letelier Salas, El
lujo de un territorio, (Escuela de Arquitectura, Universidad de Talca,
Revista_AT.pdf) del que recupero el
siguiente fragmento: “Esta experiencia
de apertura podría vincularse con el arte
relacional, o las prácticas artísticas que toman como punto de partida el conjunto de las relaciones humanas
y su contexto social, más que sólo
considerar un espacio autónomo y privativo como soporte de una labor”. Y lo que ocurre es que muchas de esas prácticas
rituales son sometidas al olvido. Ciertamente, por quienes desestiman el valor
de la reconstrucción de los vínculos sociales.
El olvido es un tipo de producción específico, que compromete los
activos de la autoridad que maneja la energía de las poblaciones vulnerables.
En la misma revista,
Andrea Griborio analiza la experiencia de un modelo de taller de enseñanza donde se “busca reactivar la dinámicas del
tejido social como motor del desarrollo”, en que “todo aquello que se construya (esté)
vinculado a las necesidades, prácticas y deseos de la comunidad en la cual se
involucren” (…) “al tiempo que ofrece tomar acción mediante propuestas a
problemáticas importantes de la ciudad contemporánea, valiéndose de una
intervención física que pueda mejorar las condiciones de vida de los sectores
mas desfavorecidos, con el fin de reutilizar espacios residuales o
subutilizados”.
Andrea Griborio no emplea la palabra
ruina, que es propio de un contexto patrimonializante, sino que usa el término
“espacio residual”, que proviene de la
depreciación temporal cercana de un espacio productive determinado. Esta sea, quizás, la gran diferencia entre
las enseñanzas y las prácticas de arquitectura entre Talca y Valparaíso. Esta
última, siendo ostentosamente el lugar de una batalla declarada entre diversos
estamentos del Estado, que subordinan a
su antojo las iniciativas de oficinas locales de arquitectos que no tienen otra
perspectiva que enganchar proyectos de mitigación.
En Talca, la situación es otra. La gran diferencia es de carácter ético. Existe, en efecto, una ética del territorio que antecede y determina la estética de la
subordinación institucional. Lo lament: respect de Valparaíso, así de feo se ve. Lo afirmo porque en algún momento, muy próximo
al “megaindencio” del 2014, hubo la posibilidad de articular de manera crítica el poder de la polìtica con el poder del saber; sin embargo, el resultado fué que el saber solo tenía “poder” para recalificar su dependencia del un
poder politico local que se ha caracterizado, tanto por su banalidad como por
su venalidad.
En Talca es posible una autonomía relativa de la enseñanza, así
como de una determinación en última
instancia de la economía simbólica
regional, porque existe una gran conciencia de la relación problemática entre el
“trabajo en el sistema” y la negociación
desde una producción de Obra que
reconoce el valor de una poética del lugar que involucra a las comunidades en los procesos
constructivos.
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