En el catálogo razonado de Valenzuela Puelma realizado por
Richter/VAldivieso, está La lección de
geografía. No podía faltar. Es uno de los íconos de la colección del
MNBA. De este cuadro, Josefina de la
Maza hace una observación crítica en su libro sobre los “mamarrachos” y las Obras Maestras de la pintura chilena,
en el sentido de señalar su fecha de ejecución, coincidiendo con el final de la guerra del
Pacífico, como un caso ejemplar de que los artistas chilenos no se ocupan de
los asuntos de la política, si bien, anticipan mediante un ejercicio de pintura
el acto de apropiación territorial.
Josefina de Maza cita un fragmento de Renan, de 1882, sobre
la apropiación del territorio y la geografía. Pero se supone que Valenzuela
Puelma no habría leído a Renan. El factor pintura y apropiación simbólica de
un objeto parece definir su propia práctica, como un residuo arcaico
anticipado. Sin embargo, es en Renan que
se apoya para sostener una hipótesis en la que podría haber empleado
directamente a Ives Lacoste, con su proverbial sentencia que sostiene la
editorialidad de la revista Heródoto:
la geografía, solo sirve para hacer la
guerra. La pintura, solo sirve,
apenas, para ilustrar la distancia que hay entre los notables de la elite
oligarca de fines del XIX y la voracidad de las inversiones económicas en el
Norte Grande, que solo accede al imaginario mediante la práctica excavadora de
la fotografía.
Marcelo Mellado, en
su novela La batalla de Placilla, advierte que Juan Francisco González visita el lugar
de la batalla al día siguiente de la derrota balmacedista y no ejecuta ningún
apunte. No se conocen dibujos del día
siguiente de la batalla. No es posible entender cómo, un artista, no deja traza
de esta visita del campo de batalla. Derrotado político, se abstiene de
representar la catástrofe. La novela de Marcelo Mellado persigue a la historia
e intenta explicar por qué esta renuncia
a figurar la fisura.
De la guerra del Pacífico no hay pintura, porque sería la marca de un sentimiento de
incomodidad por la ocupación del territorio. Para la derrota del Otro es mejor la
fotografía. Lo que conocemos son placas de la inspección de oficiales en un
campo de batalla en que solo cabe la
temporalidad del reconocimiento de los muertos propios y la disposición de su entierro. En las fotos que se conoce de Placilla, hay
humaredas que provienen de la quema de cuerpos. No se especifica si es del
enemigo. Para los propios, siempre hay tiempo para unos funerales de rigor.
Entonces, no habría pintura de la guerra. Los artistas esquivarían la representación del cuerpo. Es, por de pronto, la hipótesis con que trabajó
Roberto Amigo, el historiador argentino, cuando hizo la exposición en el charco de la Trienal, en el 2009. Recurrió a este cuadro de Valenzuela Puelma
porque se ajustaba de manera ejemplar a la hipótesis sobre la construcción imaginaria de la Nación. Pero
a diferencia de los artistas argentinos del XIX, en Chile no hay algo similar
–en pintura- a la guerra del Desierto. Lo que encontramos es la “pulcritud de
interior” reservada a una escena de transmisión de enseñanza.
Sin embargo, en (en)clave Masculino la pintura de Valenzuela Puelma ocupa el cuarto lugar en la secuencia de ingreso
a la sala del museo (a la izquierda de la sala Chile), a mano derecha. La primera pintura es el retrato de O´Higgins,
la segunda es el retrato de Ramón Martínez de Luco. Ambas, pinturas de un mulato,
peruano. La tercera corresponde a la
imagen del pintor Enrique Lynch con su
hija, pintada por Richon-Brunet. Un
pintor pinta a un pintor y a su descendencia. La cuarta escenifica la pose de un preceptor que enseña geografía a un
infante. Las tres últimas pinturas tienen
algo en común: la pose de la manos,
que cubre el hombro del infante, o bien, es la mano de la hija pequeña que descansa sobre la
pierna del padre, que a su vez, coloca su mano en el talle. Gesto de protección máxima que hoy día sería
leído no sin cierta sospecha.
La mirada
contemporánea sobre lo no contemporáneo implica abstenerse de volcar sobre
ésta última la aplicación automática de
los cánones de lo contemporáneo. Me
refiero a que hoy día resulta complejo no referirse a estas pinturas sin hacer
mención a las perturbaciones de la filiación.
Es decir, abordamos las
filiaciones a partir de unas perturbaciones y unas anomalías que no eran visibles para los
contemporáneos de estas pinturas; como si existiera una especie de obstrucción
estructural a su acceso.
No es posible exigir a los pintores de 1885, por decir, el diseño de una “política cultural” explícita
y determinada, porque supondría la existencia de un público en cuyo seno la circulación de la
pintura tendría alguna eficacia comunicacional en provecho del esfuerzo de
guerra. Más bien, se puede hablar de una
“política de la imagen” que se inscribe
en la producción impresa de revistas de caricaturas, sobre todo durante la guerra
del Pacífico, aunque el Album de las
glorias de Chile es recién de 1883, cuando la guerra ya ha concluido. De este modo, el rol que durante el conflicto
realiza la pintura queda delimitado al
estrecho círculo de la élite santiaguina que convierte su gusto privado en
“política pública”. La guerra produce
una severa transformación del tiempo histórico, a cuya aceleración solo puede
responder la fotografía.
Sin embargo, lo que Gloria Cortés armó para validar esta
secuencia, es una hipótesis acerca de los linajes del museo. Es decir, las condiciones bajo las cuáles se
instalan pinturas matriciales, como las de Mulato Gil, como un síntoma de la
plebeyización del discurso contemporáneo. Al
tiempo que se reconstruye el rol del diagrama implícito de una obra como Sísifo, de Pedro Lira, ingresada en 1913 a la colección del museo, y
que reclamó para esta exposición la necesidad de adquirir Prometeo. De este modo, la hegemonía de la “pintura galante” de
Lira se disuelve en provecho de una “pintura viril” que hace visible una
polémica que hasta ahora ha sido invisibilizada; a saber, la ostentación de la virilidad para encubrir
las perturbaciones del femenino operando en la cultura como zona de infracción subversiva.
Es decir, la versión que corre
por debajo/por detrás de una representación sintomática de lo viril como
sustituto.
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