Mañana se firma el acuerdo y se baja el Paro de la DIBAM.
Sin embargo, es preciso mencionar que la
Ministra de Teatro se acercó a los trabajadores el día de hoy y por intermedio
del director del MNBA les solicitó disponer del museo para una actividad del
festival. Es decir, con el director al lado, para garantizar la
presión, solicitó “suspender” el Paro
para llevar a cabo su programa. Los
trabajadores se negaron. No insistió. Pero el síntoma es gravísimo. La
voracidad de Santiago a Mil no tiene
límites, incluso a riesgo de emplear
métodos que en la jerga sindical se denomina amarillismo.
El acuerdo será firmado mañana. No vaya a ser que la Ministra piense que
es por su intermedio que se baja el
Paro. Se verá beneficiada de todos modos
y podrá hacer uso del museo como un galpón eminente en provecho de una
operación de intervención del espacio público.
En el apoyo a los trabajadores de la DIBAM en Paro, me he visto
en la obligación de afirmar
cuestiones obvias. Ingresar a una
biblioteca o a un museo exige una actitud que no se da en la condición de
auditor de un espectáculo de calle. Los
organizadores de los pasacalles que nos dibujan el paisaje exterior de enero en Santiago apelan a una
idea de participación que no es más que
consolación boba. Y lo saben.
No solo se ha promovido la banalización del concepto de intervención mediante la monumentalidad de la
neo-decoración pública. Ya adelgazaron
la performance. Ahora van con la
carnavalización de la vida ciudadana. Lo he escuchado esta mañana por la radio.
Eufóricos de sustituir al vandalismo estudiantil promueven
el nuevo trato con el mobiliario público. Al fin y al cabo, realizan un gran trabajo
comunitario como prevencionistas de riesgo. Es el “nuevo” viejo género. Bufones. Saltimbanquis. Declamadores de
opereta. Teatralidad de servicio para el
consumo de poblaciones en riesgo de convertirse en actores sociales. Consolación bacheletista a bajo costo. Bueno: todo el mundo tiene derecho a
trabajar.
Sin embargo, los comentadores de glosa tendrán que recurrir
a la lectura de la Paradoja del comediante, de Diderot. Existe una versión en internet
con una introducción de Copeau. Y luego,
El lector, una novela de Pascal
Guignard. A veces, la novedad de algunas
cosas está en el acontecimiento de su regreso como problema. Pensemos en que el Espectáculo de Calle
masacra el Trabajo del Libro como deseo de Política, porque exige una
concentración mayor y personal; no la protección detrás de una masa ansiosa en
recuperar fragmentos de infancia perdida inventada a la medida. El libro exige el conocimiento de otros libros.
Se lee para seguir leyendo.
El libro solicita silencio. Delimitación de espacio: distinción entre lo
privado y lo público. Vivimos bajo la
dictadura de una noción histerizante de lo público. También existe la lectura en voz alta. Pero es una práctica única,
intransferible. Meditativa.
Una lectura da que hablar.
Obliga a montar un dispositivo de expresión. Es un trabajo. Pero también instala una
pausa, retiene, desacelera; hace que redactemos fichas, anotemos, resumamos,
para poder dibujar unos mapas mentales.
A fines de los años sesenta la universidad llevaba la sinfónica a una población. Era la gran cosa. También, obras de
teatro. Recuerdo: La historia del hombre que se convirtió en perro, de Osvaldo
Dragún, en el paradero 14 de Vicuña Mackenna.
Era así como se quería entender la relación de la universidad con la sociedad;
a través de un cándido y paternalizante programa de Extensión. Hoy día, eso pasó a llamarse Producción de
Vínculos e incide de manera específica en la “matriculosis”.
Santiago a Mil es
como el “aparato de extensión” del gobierno. Allí
donde hay que disolver indicios de conflictividad, se monta un espectáculo para distribuir
momentos concentrados de catarsis, directamente vinculados a la presencia de
los cuerpos declamatorios. El texto de Shakespeare, por ejemplo, es leído como una letanía repetida en memoria
del efectivo tiempo perdido por la política criolla, que no resiste una escena de teatro al
interior del teatro que la sostiene. Y que no
puede retener lo que está más allá de si mismo y que confirma que
siempre hay algo más que podrido en la dinamarca-administrativa-y-parlamentaria.
Habría que preguntarle a las empresas que invierten en esto
si sus directorios están de acuerdo en financiar un mecanismo de consolación
gubernamental. Es probable que dicho
acuerdo exista y que nos enfrentemos a un particular tipo de colusión
ideológica.
Para reírnos un poco: existen proyectos de artes visuales
que enfatizan en la crítica de la razón
minera y que jamás han recibido
apoyo. ¿Obvio, no? El financiamiento es, paradojalmente, un
modelo de censura blanda. Por omisión. De
modo que la financiabilidad estratégica de Santiago
a Mil garantiza la permanencia de su iniciativa de carácter mixto, que
demuestra ser bastante más flexible y decisiva en el destino del teatro de lo
que pudiera ser un ministerio, bajo las actuales circunstancias.
En este sentido, la Ministra del Teatro ha resultado ser más
eficaz que el propio Ministro de Cultura; lo que es una injusticia, porque la
banalización exitosa de indicios de teatralidad desplaza el eje de atención,
hacia el limbo de la simulación bien temperada para una noche de verano. Lo que
hace por consiguiente es relegar el Paro de la DIBAM hacia una especie de
inanición argumentativa, apelando a la
fatiga de los materiales en discusión. Pero
lo que ha quedado claro es que la subordinación de la DIBAM parece ser la única
operación para montar un ministerio que solo estaría habilitado a gestionar el
efecto reparatorio de prácticas minoritarias.
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