Mostrando entradas con la etiqueta prueba. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta prueba. Mostrar todas las entradas

miércoles, 18 de abril de 2018

VIAJE Y REPARACIÓN (1) [1]



La casa de don Pedro del Río Zañartu fue edificada para tener un vista sobre la ciudad (hacia la izquierda) y otra sobre la desembocadura del Bio-Bio (a la derecha). Era este emplazamiento un atributo de poder sobre la política y la naturaleza, puesto que a sus pies había diseñado un parque “a la chilena”, solo con especies criollas. En la misma época, doña Isidora Goyenechea se había hecho diseñar por un experto inglés, los jardines del Parque de Lota. Mientras don Pedro del Río se establecía como un notable regional, empresario avanzado en la economía regional, articulador de los primeros mitos de desarrollo local, el Parque de Lota se verifica como un enclave, producto de la ensoñación ordenadoramente decorativa de quien debía hacer el trabajo de la compensación pública. La mina está ordenada en estratos, pero sobre la superficie, el Parque satisface la representación de una construcción que localiza el ocio en la primera franja de visibilidad, dejando al Chiflón del Diablo como un remedo literario. Me refiero a los efectos de reconstrucción del imaginario que hoy día mismo, ambas instalaciones siguen ejerciendo en la memoria local.

Pero regreso, por ahora, a don Pedro del Río, que era un hombre de negocios cuya sola historia como empresario debiera ser objeto de mayor estudio, sin desmerecer, por cierto, lo que se ha escrito sobre su biografía. Pienso en la necesidad de organizar una historia del empresariado penquista en los albores del siglo XX, en lo que significa la apertura de un espacio de desarrollo local que tiene lugar en el momento de pleno funcionamiento de las minas de Lota. Necesidad, simplemente, de buscar indicios de desarrollo local en competencia con enclaves tecnológicos que permitieron la constitución de un modo específico de conciencia laboral. Lo que me importa, por el momento, Es un momento biográfico duro en la historia de don Pedro del Río: el fallecimiento de su esposa y de su hija, a manos de la difteria. El hombre quedó en tal estado de tristeza que emprendió un viaje alrededor del mundo para trabajar su duelo.
De hecho, realizó varios viajes. Pero en concreto, en cada sitio que visitaba, adquiría un objeto. Es así como llenó sus baúles de muñecas bolivianas, zapatos chinos, babuchas turcas, dagas malayas, máscaras amazónicas, sombreros, bastones, piezas de arte popular, joyas, tonteritas, hasta una armadura veneciana del siglo XV, un traje de samurai, ¡y una pequeña momia egipcia! Todo eso, lo trajo a Concepción, lo instaló en su casa y lo donó a la ciudad. La ciudad se hizo cargo y armó este museo. Resulta necesario, hoy día, rehacer la historia de esta institucionalización, porque señala un marco para la reconstrucción de las fuentes de la historia local. Otra tarea. Pero lo que debe ser retenido, por el momento, Es el hecho de que este señor, aristócrata regional, se construye algo así como su propio “gabinete de curiosidades”. Siempre me ha sorprendido la ausencia de fotografías del viaje. Es probable que existan. Pero no las he visto. Lo que me sugiere la siguiente idea: ¿para qué iba a fotografiarse en esos lugares, si ya tenía en su poder objetos que señalaban la prueba de su paso? Pero hay otra cosa: fotografiarse solo era una prueba de la ausencia de su mujer y de su hija. Adquirir objetos implicaba hacerse de un objeto reparatorio, probablemente. Quizás esa sea la razón de nuestra fascinación infantil por esa colección; saber que es el producto de un duelo.
La última vez que visité el Museo Hualpén fue en enero del 2002. De regreso a Santiago, en plena carretera, en una estación de servicio cercana a Los Angeles, encontré a un ciclista, completamente varado. No era un ciclista cualquiera. El vehículo tenía alforjas delanteras y traseras. Era un ciclista de fondo. No era un ciclo-turista. Estaba vestido con una camisa y con pantalones de carabinero, dados de baja, muy bien conservados. O sea, presentaban cuidadosos remiendos. Llevaba puesta una gorra deportiva con insignias de diversos origen. Era un hombre delgado, moreno, la piel curtida. Pero estaba varado. En el suelo, había ordenado los restos del piñón y tenía la rueda trasera desarmada.
De inmediato, por complicidad ciclista, entablé conversación con el hombre. Había recorrido el país como unas cuatro veces. Vivía en la ruta. Vivía para pedalear. Dormía en comisarías. No molestaba a nadie. Solo pedaleaba. Hacía algunos trabajos para comer y seguía en la ruta. No era un indigente, sino un rutero de fondo que se había perdido en el pedalear. Era un “principe” del camino. Esperaba, en esa estación de servicio, a un tipo que lo llevaría en camión hasta un pueblo cercano donde conocía a alguien que le repararía la bicicleta, porque debía seguir su camino en los próximos días, para asistir a las festividades del aniversario de la Comuna de Lota.
Como decía: llevaba toda sus pertenencias en las alforjas. Sobre una de ellas, advertí un álbum de fotografías. Le pedí autorización para hojearlo. Eran sus pruebas. Efectivamente, había fotos suyas pedaleando en medio de una ruta cubierta por la nieve, en Puerto Williams, como también, parado junto a su bicicleta, en un paisaje andino, cercano a Putre. Hasta que entre las páginas del álbum encontré un trozo de periódico local, en que se le hacía una crónica. El hombre había perdido a su esposa y a su hija en un accidente automovilístico, en las cercanías de Lota, hacía como diez años. El hombre, para hacer su trabajo de duelo, ¡emprendió un viaje!




[1]   En la última columna hice referencia al Museo Hualpén, en el contexto de  un comentario sobre la noción de “museo mestizo”, sostenida por un equipo de trabajo del Museo Histórico Nacional.
En marzo del 2005 escribí dos columnas en www.justopastormellado.cl que titulé “Viaje y reparación (1)” y “Viaje y reparación (2)”.  He recuperado ambos textos y los presento en el formato de escenaslocales.blogspot.cl  trece años después, sin cambiar una coma.  En el imaginario penquista el Museo Hualpén ha sido un fondo de referencia ineludible, que explica en parte la sujeción simbólica que tengo por las inquietantes ensoñaciones vinculadas a la topografía de una desembocadura como  la del rio Bío-Bío.

viernes, 15 de julio de 2016

LA EYACULATIVIDAD EN EL ARTE CHILENO


Estamos a 15 de julio.  Estoy a la espera de que me envíen las ponencias de quienes se han inscrito para el Coloquio sobre Política Nacional de Artes de la Visualidad. He solicitado su conocimiento. Yo he hecho pública mis propuestas. Me parece que puede ser útil para preparar los debates. He solicitado su conocimiento.  No me han respondido desde el artesdelavisualidad@cultura.gob.cl  que es la dirección donde se reciben las ponencias. Me han solicitado, sin embargo, mi ficha de inscripción y mi curriculum vitae, señalando que en los próximos días me darán a conocer el programa. Se supone que el programa será definido a partir de las ponencias recibidas.  Solo quiero saber qué ha sido recibido. Pero nada. Nadie responde.

Solo aparece de nuevo, después de la crónica de “Que Pasa” del viernes pasado, el Ministro de Escenografía entregando un premio a Raúl Zurita. Mejor así que darse cuenta, un poco tarde ya, que su política de artes visuales  evidencia unas incongruencias que no serán resueltas por la remodelación de Cerrillos y su victoria sobre Brugnoli, que convierte el fenómeno en una “asunto de rencillas internas” entre el director de un museo-que-no-es y un candidato-a-rector-derrotado. 

Subí un twitter para recordarle al ministro que Raúl Zurita hizo de la masturbación un acto discursivo y político de extraordinaria proyección,  en 1979.  ¡Genial! La entrega del premio a Zurita coincide con la inauguración de Dávila en Matucana 100. En 1979, Zurita realiza la acción frente a las pinturas de Dávila, exhibidas en Galería CAL.  Hay que hacer historia, pero de otra manera a como lo entiende Ottone y su asesor cuestionado.  (El cuestionamiento del asesor se convirtió rápidamente en un cuestionamiento del propio ministro).

La historia es la que conecta a Zurita con Dávila en dos coyunturas diferentes,  distantes en casi treinta años,  lo que determina el destino de dos carreras.  Uno recibe un premio, y el otro, un apremio. Regresar, cada vez, es una apremio simbólico de proporciones.  

Pero mi hipótesis para la acción de Zurita en 1979,  es que el gesto se sobrepone a la teoría. Es decir, es un gesto vitalista que hace del grumo eyaculatorio un sustituto de la literalidad impresa del Verbo.  Zurita realiza la acción frente a una pintura de Dávila, como un “comentario corporal”. 

¿Y por qué no sería posible entender el acto de Rivas como un “comentario corporal” ante la imagen del prócer? El prócer es un Allende transmutado en Bolívar en la memoria del arte chileno, como construcción travestida de un mito que representa la política viril.  Es como para repensar el efecto-grumo en la historia y su representación, si ponemos atención a la densidad de la tinta serigráfica en las primeras experiencias seriales durante la Unidad Popular. 

¿Qué es lo que funciona como inconsciente político en esa coyuntura? O más bien, ¿qué es lo que hace funcionar dicho inconsciente como condensación de la palabra pentecostal?  Es la Política del Verbo en el Seno de las Masas, como un modelo operativo que hace la factura del engendramiento positivo de la voz de la vanguardia, que se hace grumo en la impresión serigráfica, que es la tecnología “doméstica” del modelo leninista de partido político.

En su primeras acciones, el MAPU-Lautaro robó cantidades de preservativos en una salto a una farmacia y los distribuyó en poblaciones. Fueron los primeros en colectivizar el uso del condón en una perspectiva de felicidad popular, porque había que evitar engendrar la voz política que los había traicionado.  Distribuir los condones en las poblaciones,  era una respuesta micro-política al optimismo oportunista del CADA, que distribuyó la leche para la fotografía.  ¡Que curioso! En  lenguaje coloquial se le dice al semen, “la lechita”.  El MAPU-Lautaro no quería que esa “lechita” se  propagara, porque sabía que no había futuro en la corporalidad de la política pasada y que ellos mismos se erigían como un exceso  demostrativo de su desconfianza máxima en la historia de las manipulaciones de miembro.  Ante dicha evidencia no quedaba más que el sacrificio en nombre de la  seminalidad elevada al rango de   pegamento místico y mítico de la  “teoría de la vanguardia”.  

Al final, la eyaculación está en la base de las ensoñaciones de los artistas  más importantes de los ochenta,  reconocibles a través de las  fabulaciones poéticas de la mancha, entendida como efecto terminal sobre un soporte determinado. No en vano ni en broma es Dittborn quien re-imprime las imágenes del ahorcado con la leyenda sobre la duda que existe acerca de la eyaculación de éste en el momento de la muerte.  Es una situación que no habría sido suficientemente comprobada. La tinta grumosa sustituye y encubre  la pentecostalidad del discurso de ese entonces.  Esto es lo que llamé en más de una ocasión “la disputa de la cita bíblica”.

Es curioso que en las “pinturas impresivas” de Díaz de años años 84 y 85, la imagen prevaleciente sea una escena de felación; es decir, instancia en que la cavidad bucal recoge la seminalidad, para que no se pierda una gota e ingrese en el aparato digestivo de la crítica alemana.  En cambio, en el 79, la seminalidad de Zurita es análoga a la de un encuadre porno, que pone a “prueba” la prueba de las pruebas, en un momento en que los militares ponen a prueba la filiación misma de la izquierda. Sin embargo, ya en el 77, Dittborn había definido  el espacio de la seminalidad convirtiendo a la pintura en un “paño reglero” que recolectaba la “imagen residual” de un cuerpo concebido como “vejiga” (Kristeva).  ¿Cómo no saludar que la exposición de Dávila, en Matucana 100 tenga por título “Imagen residual”? La eyaculatividad parece  ser, entonces, un carácter en el arte chileno contemporáneo, ya sea por ostentación como por omisión.