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jueves, 8 de agosto de 2019

PASTEL



La pintura como gallinero.  La comparación es buena. La pintura, el espacio del cuadro, es entendida como el patio de una quinta en la conviven aves de corral con otros animales. ¿Acaso una versión pictórica de la granja orweliana? Más bien, un espacio de divergencia cromática en cuestiones relativas al género y a la especie. Luego, el cuadro deja de ser un patio y pasa a convertirse en gabinete de museo de historia natural, porque la representación ha tenido que ser puesta en un estante. Es decir, distribuida en un mueble clasificatorio que facilita o perturba el movimiento, que ya parece congelado.

El tiempo de la demostración ha sido capturado por el tiempo de la representación.

El cuadro es un gabinete diversificado en varios planos. No hablaré de “más atrás” ni de “adelante”. Hablaré (solo) de arriba y abajo. Línea de horizonte, bien arriba, como en una pintura de Pablo Burchard (el viejo), para sintomatizar –al menos- el paso de Eugenio Dittborn por esa Facultad.  Franja de playa, para sosegar las expectativas. Luego, hacia abajo, otra franja, un curso de agua. Finalmente, el espacio blanco invierno de las gallinas seriadas, más abajo, limitando con la línea de corte inferior de la placa de madera aglomerada.



La imagen de un hipopótamo está incrustada ocupando la franja del agua y una tercera parte, en proporción, del estacionamiento de las gallinas. El animal está a medio camino, con la mitad del cuerpo en el agua y la otra mitad en tierra. Sin embargo, incrustar es una palabra que proviene del léxico del video de los años ochenta. La incrustación referida apunta a designar dicha imagen como la reproducción de un juguete de plástico rosado, destinado a flotar en la tina a la hora de un baño de infantes. La profusión de gallinas remite a una sobredosis de maternidad, en relación a la solitaria disposición de esta imagen de “cerdo” exagerado. Solo así podría tener sentido el ajuste de proximidad con las aves de corral.

Sin embargo, nada puede favorecer la hipótesis que se trata de una imagen recortada, traída de otra parte –un medio gráfico- para ser pegada sobre la reproducción de un suelo de ceniza.  Sería un objeto pegado, indistintamente, fuera de proporciones, sobre el fondo. Lo que no es efectivo, porque las ondas en torno a la pata trasera derecha del animal denotan su movilidad ribereña. La imagen, entonces, no está sobrepuesta, sino que está favoreciendo el amago de salir del agua para adentrarse en el patio de las gallinas, amenazando irreflexivamente solo por presentación de masa, acercando el hocico, para oler lo que no se debe.  Sabiendo, todos, que no es un animal carnívoro. Pero que es convertido en un portador del fantasma de la carne desollada.

Las gallinas pueden deambular tranquilas. Dejando atrás la acequia de color verde-turqueza  donde ejerce la defensa territorial, el hipopótamo ingresa en el terreno de la negociación continental. Caminará como si pisara huevos. Para eso están las gallinas del tipo Leghorn, que son el efecto de cruce de gallinas italianas de Livorno con grandes gallinas andaluzas, que dan origen a una raza netamente ponedora, que nunca se pone clueca. A lo que se puede agregar que se trata de una raza con un porte estilizado con gran armonía entre sus partes.

La cresta, el pico y la barbilla de la Leghorn han sido convertidas en un complejo iconográfico repetible, formando la parte invariable de la oración. El complejo de tres elementos indisociables que corona cada cuerpo pintado, se acomoda a masas proporcionadas variables. Hay tres de ellas en que domina un leve rosa pálido, para dejar a otras tres disputarse el color crema pálido, dejando una gallina en posición de picar en el suelo una lombriz virtual. Es la única gallina cuyo cuerpo coincide cromáticamente con el agua verde turqueza. Diré que es un efecto de salpicadura sobre el suelo de ceniza. Quizás ésta sea la única causa que motiva la atracción del animal excedido por las gallinas ponedoras fabricadas con algodón de azúcar.

¿Cómo podía saber Eugenio Dittborn que los tonos pastel iban a sobrevivir contra viento y marea? No eran los colores empleados por el interiorismo chileno de la primera mitad de los sesenta, sino los colores del neocapitalismo francés que se expresa con sus mayores contradicciones en 1967, con colores plásticos y diseños que viven a la hora del sueño americano. La tradición funcionalista del diseño de interiores se ve obligada a incorporar nuevos parámetros: esteticismo, confort, innovación; todos ellos sometidos a la tecnicidad industrial que estará definida por el moldaje en plástico.

Es así como el color en esta pintura de Eugenio Dittborn está moldeada, modelada y modulada, para hacerse ver como pintura de un objeto de matricería. Sin embargo, admito la posibilidad de que esta lectura esté determinada por las conveniencias de la reproducción por semejanza de contacto que caracterizará la obra de Dittborn desde fines de los setenta en adelante. Aquí, en cambio, nos encontramos en los fines de los sesenta, y lo que pinta lo hace bajo condiciones efectivas de dislocación. 

lunes, 5 de agosto de 2019

ZOO




La primera vez que escuché hablar de las sesiones de dibujo que hacía Eugenio Dittborn en el Zoo de Berlín a fines de los años sesenta, fue por testimonio de Cristián Olivares, a quien encontré en el galpón en que Raúl Ruiz filmaba un documental sobre el Juramento de la sala del juego de pelota, para la celebración del Segundo Centenario de la Revolución Francesa. Cristián Olivares había construido la maqueta de la sala y estaba presente durante el rodaje, en el curso del cual, en verdad, Raúl Ruiz filmaba otra película. Yo andaba con Pancho Vargas. Raúl Ruíz, en un momento, nos agarró junto a otras personas que trabajaban con él e hizo que nos cubriéramos con unas frazadas militares, ocultando la cabeza, dejando apenas una apertura para respirar, y que nos situáramos en un sitio oscuro del galpón, diciéndonos: “Ustedes serán alacalufes”. 

Después de eso, salimos con Cristián Olivares a tomar un café-calva en un bar cercano. De lo único que hablamos fue de Eugenio Dittborn. De cómo, en 1969, iban a dibujar papagayos, cacatúas e hipopótamos al Zoo de Berlín. Me hablaba, además, del olor a piña podrida que había en el ambiente, a raíz de la alimentación de las aves. Pero ahora, a veinte años de eso, él estaba en el rodaje de una obra sobre el Juramento que se sabe. Actores de la Comedie Française interpretaban a plenipotenciarios que discutían con Benjamin Franklin. Antoine Bonfanti hacía el sonido de referencia y se llevaba a los actores a un estudio de fortuna que había improvisado para hacer doblaje japonés. Todas esas cosas había una vez, cuando yo pensaba el mundo al revés. Entonces, veinte años después de la escena de los alacalufes, regreso entre otros tantos regresos, para encontrar colgada en la casa del poeta y artista Bernard Collin, una pintura realizada por Eugenio Dittborn en 1967, cuando estuvo en Paris. Ya había pasado por la experiencia del Zoo de Berlín. Ahora, enfrentaba, para el discurso de posteridad, un hipopótamo rosado que “se coloca” sobre una línea de gallinas.



En el revés de este relato, en el marco de la propia historia de obra, habría que reconsiderar el color rosado como plataforma de anticipación, en al menos una década, para concretar las citas dependientes a otras menciones del rosado-deliberadamente-crudo, esgrimidas como indicio en la inscripción tardía de una poesía objetivada por el impreso, al pie de la letra, demarcando la subordinada interpretabilidad de la obra dittborn al  diagrama de la poesía-de-ronald-kay, como si en esta última residiera la clave de acceso a la comprensión de la primera. Lo que no es efectivo. La complejidad de la obra dittborn es mucho “más compleja”, habiendo tenido que experimentar la violencia de modulación en una lengua que prometía el acceso a un tipo de atención crítica que a la postre demostró su gran ineficacia.

Esta pintura de 1967 viene a postular un magnífico desmentido, si tan solo tomáramos en cuenta que el hipopótamo es una ostentación razonable de la-forma-cerdo. Esto es muy importante: la forma-cerdo en la representación de las tóxicas completudes de  interpretaciones que pasan a dominar un período. En pintura, el rosado al que se accede mediante desollamiento es una fascinación perversa que define la aptitud de una (en)carnación. Por eso, Bacon zonifica la carne tumescente para reproducir la aceleración del deterioro. Eugenio Dittborn tonifica la superficie del cuerpo pictórico atribuyéndole facultades de una absorbencia que solo puede sostener el papel secante y la tela de yute pakistaní, cuya cromaticidad converge con la tierra cocida del hipopótamo que, a título de modelo reducido, es exhibido en una vitrina de arte egipcio en el Altes Museum de Berlín y que éste pudo verificar antes de ir a dibujar al Zoo, junto a Cristián Olivares.



Primero fue la distanciación museal, luego vino la parodia del naturalismo;  finalmente,  la reversión representativa de la carne viva. Todo esto configuraba en la obra dittborn el complejo de problemas que definía su momento en la coyuntura formal de 1967, en París-Berlín, mientras los padres totémicos de la Facultad-de-la-Chile dudaban entre la culposa la eficacia del pop (Núñez) y la inocencia hipostalinista del obrerismo objetual (Brugnoli), en una escena subordinada a la Dirección Política del Proceso, en sentido estrictamente literal.