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domingo, 24 de julio de 2016

IMPORTANCIA DEL COLOQUIO


El Coloquio ha sido muy importante.  Si bien asistieron setenta personas el miércoles y cuarenta el jueves, y si bien hay que restarles los doce funcionarios del CNCA que estuvieron siempre presentes,  hay que decir que el coloquio fue muy importante, porque se cumplió finalmente la promesa que el asesor cuestionado le había hecho a las comunidades de artistas y gente que se ocupa del arte.

Camilo Yáñez no pudo  evitar que se discutiera lo que ha mantenido en secreto y bajo el rigor amenazante de los encuentros personales.  Es decir, no hubo una sola mención al proyecto de Centro de Arte en Cerrillos.  En este tema Yáñez puso todo su interés y no condujo la discusión  del sector  tendiente a formular una política nacional.  Lo único que hizo fue tensionar innecesariamente  el ambiente previo con amenazas y reuniones  informales excluyentes, invitando solo a   agentes  de los que esperaba aprobación para un proyecto en que la reforma arquitectónica era el punto  clave.  Incluso quiso involucrar a personalidades especiales que venían de visita a Chile, como el caso de Jaar y Camnitzer, pero le fue pésimo. Y eso que no les hemos pedido la lista de personas a las que ha hecho ir a ver la remodelación del aeropuerto,  a partir de la cual se le ha ocurrido sostener la metáfora según la cual éste será el despegue del arte chileno.

Lo que ha quedado claro es que la ficción sobre el Centro ha sido una gran pérdida de tiempo, porque  la base real para la discusión de la política nacional estaba en otro lugar, respecto del cual se estableció de inmediato una  gran coincidencia sobre el método de trabajo, elaborado por Estudios, cuyas orientaciones todos los participantes aceptamos y colaboramos  en la  redacción de las  actas de mesas en las que se abordaron gran parte de  los tópicos  que habíamos señalado en nuestras ponencias.  

Se podría sostener que Estudios hizo como el “paco bueno”, mientras Camilo Yáñez oficiaba de “paco malo”. Aún así, el trato de Estudios fue amable y proyectual, de modo que se pudo trabajar sin problema alguno.

Todos entendemos que el proceso de discusión y validación de la política es largo y complejo. Nadie piensa que las propuestas estarán recogidas en su totalidad y en el sentido en que fueron planteadas.  Pero eso es de otro resorte, mucho más “político”, en el peor sentido.  Es como si hubiésemos trabajado en la “previa”.  Camilo Yáñez piensa en la “posteridad”.

Lo que hay que recalcar es que sin necesidad de tensionar el sector, fue posible discutir sobre  los grandes desacuerdos e imprecisiones existentes,  porque en los dos últimos años el propio sector ha experimentado severas transformaciones, sobre todo en el terreno de musealidad y de la administración de recursos para internacionalización.  Esto ha sido muy importante: delimitar los desacuerdos, que son, en primer lugar, conceptuales.  No es algo a lo que haya que tenerle miedo.

En concreto, existe una gran consciencia acerca del realismo de una historia institucional desigual, y a lo menos, se espera que de aquí a dos meses se llegue a formalizar algunas cuestiones decisivas sobre  “creación”, producción de obra,  circulación y mediación, de arte contemporáneo.  Es necesario poner el acento en esta cuestión:  la gestión  (sistémica) de arte contemporáneo.  El futuro está en las obras. Es el diagrama de las obras el que define las formas organizativas del campo.

Sin embargo, la vida de la “gente de a pie” del sector   es el gran tema a seguir debatiendo.  Ha sido una gran cosa  poder establecer que a los artistas no se les puede cargar con la mochila de la  alfabetización visual de la población.  Y que de paso, tampoco es posible desestimar la existencia de una visión casi-pre-contemporánea  sobre las visualidades en regiones.  Lo que tenemos es un sector de desarrollo combinado y desigual.

Entonces, la pregunta sobre la justificación del Centro de Cerrillos, del que no se habló una sola palabra,   quedó subordinada al privilegio de una exigencia previa: la política nacional, en cuyo seno, dicho centro se inscribe. Pero como la primera no se ha definido todavía, resulta incomprensible que no haya siquiera una ficción convenida para validar el proceso  de “centrificación” iniciado.  Un centro no se define por su edificio sino por su concepto de futuro.  Y no lo vemos por ninguna parte. Camilo Yáñez representa el fututo del operador político, que trabaja en la “historia corta”, mientras que el futuro del arte están en las obras que se están haciendo ahora, que nadie conoce, y que se proyectan como un potencial de inediciones programáticas para cuya lectura es preciso disponer de nuevas herramientas.

El Coloquio fue organizado por Estudios del CNCA, lo que dio las garantías metodológicas  necesarias para llevar a cabo una actividad para la cual ya había un compromiso no cumplido de parte del área de artes de la visualidad, que demostró no tener ni cuerpo ni agallas para conducir este complejo proceso de participación en la elaboración de una política nacional.

Incluso, haciendo un  sarcástico comentario a mi primera ponencia, el Señor Ministro  hizo ver  que la distinción entre arte y cultura, tal como lo he planteado en mi primera ponencia, podía perfectamente ser asumida en la organicidad de un Ministerio de las Culturas, las Artes y el Patrimonio. Me pareció que su intervención fue clara y precisa, en cuanto a acoger la viabilidad de tal posibilidad; en el entendido que la radicalidad de la distinción puede dar pie a una nueva consideración sobre el lugar de las artes visuales en la estructura del Estado, sin olvidar que el  aspecto principal de la contradicción se localiza  en la propia producción de obra.  

Lo anterior significa poner a la Obra en el comienzo y fin de todos los esfuerzos. No es posible subordinar la creatividad a  la “difusión”,  la “financialidad” y la “formación”.  Estas son esferas de intervención subordinadas, cuyo funcionamiento será aclarado por el carácter de la obra.

Existe en Chile una estructura de obras  suficientemente consistente, cuyo diagrama  deben definir la administratividad de la escena.  Esa estructura de obras determina unos ejes que existen y que es necesario    hacer visibles, y que poseen claridades suficientes como para definir a su vez programas de acción que combinen de manera articulada una “política exterior” con una “política interna”, y que de paso, aseguren el “discurso de posteridad” que permita recomponer los indicios de institucionalidad en el terreno de la edición, la  musealidad,  la conservación y el coleccionismo público. 

Nada de esto es posible si no nos abrimos hacia lo ilimitado y superamos los límites de la cultura (del cálculo ilustrativo del arte de hoy), como sostiene Max Loreau “destruyendo la figura en la figura, el paisaje en el paisaje, el objeto en el objeto”, teniendo por finalidad desencadenar lo no-visible hacia un nuevo visible, la no-forma hacia una nueva forma, la ausencia hacia un tipo de nueva presencia que signifique privarla de un Lugar  Cultural para afirmar  el Lugar del Arte.  


lunes, 18 de julio de 2016

PONENCIA: EL ARTE COMO CONSCIENCIA CRÍTICA. COLOQUIO “ARTES DE LA VISUALIDAD Y POLÍTICA DE ESTADO”- (para ser leída el Miércoles 20 de julio 2016)


En un magnífico ensayo de cien páginas publicado en la revista “Textures”, en el  verano de 1968, el fenomenólogo y poeta belga  Max Loreau,  realiza un análisis de las relaciones de conflicto que se establecen entre arte y cultura, a partir de una frase enigmática que a Jean Dubuffet le gustaba repetir: el arte es anticultura.

Max Loreau trabajó, entre otras cosas, en el catálogo razonado de la obra de Jean Dubuffet. Además, escribió sobre Alechinsky, Michaux, Asger Jons, y Dubuffet, por cierto. En 1980, ediciones Gallimard incluyeron este ensayo en un volumen que lleva por título “La pintura puesta en obra y el enigma del cuerpo”, que no ha sido traducido todavía.  Un ejemplar llegó a Chile en 1981 y fue donado a un conocido profesor que luego me lo obsequió, probablemente porque no era un autor de moda. Es decir, no era Barthes,   que era profusamente leído en la escena chilena.  Tampoco era Derrida. De modo que no podía interesar mucho. Y por añadidura, era fenomenólogo y escribía, entre otras cosas, de pintura. Sin embargo, siempre he mantenido este libro en reserva.

El título inicial de esta ponencia proviene también de la coyuntura de 1968; es decir, de los comienzos de la Reforma Universitaria y de mis primeras clases, en las que un profesor nos introdujo en el léxico existencialista y, de paso, nos hizo conocer el ensayo de Merleau-Ponty sobre fenomenología. Entonces, aprendimos que “toda consciencia es consciencia de algo; de algo que no es ella”.  Existencialismo precario que fue barrido por la lectura de Althusser, por cierto.

Me encontré con el libro de Loreau, entonces, y lo que me interesó de inmediato fue esta reflexión sobre los límites del campo cultural, en que lo propio es disociar y distinguir un más acá y un más allá en el que cada cual descansa en si mismo, fuera del otro, que es como someterse a la hipótesis de que la cultura se condenada a si misma si se pensaba más allá de la cultura,  que, como tal, no sería cultura. Lo cual sería absurdo puesto que el más allá de la cultura sería también cultura.  Y la cultura es ese elemento más allá del cual nada puede existir; por lo tanto, es la cultura es impotente de pensar la existencia de un fuera de si.

Por esto mismo,la afirmación “el artes es anticultural” adquiere un tono más enigmático y paradojal todavía, ya que nos pone frente a la siguiente consideración: por un lado, el arte es la experiencia de los límites de la cultura; y por otra parte, la cultura es ilimitada.

He aquí la contradicción: el arte dibuja el limite de un medio por esencia ilimitado. Este es el tipo de cosas que podríamos encontrar en Bourriau y sus disquisiciones sobre la insistencia de un arte relacional, que está tan de moda entre los profesores y los gestores culturales.  Pero lo que permanece entre ambos autores es la vigencia de la contradicción principal, que se ha vuelto hoy día el aspecto principal de la contradicción, es la pregunta por el carácter de un límite que no de/limita y que deja ilimitado aquello de lo que es límite. 

Ahora bien: el límite que nos intriga no sabría ser aquel que se sitúa en torno a, sino que es reconocido en el adentro del campo.  El límite en cuestión está en aquello que define sin por ello privarlo de su carácter de ser ilimitado. Es decir, aquí está  planteada  el nudo crucial de la frase de Dubuffet; a saber, ¿qué es un límite que está en lo que limita y no a su alrededor?

Me sostengo en esta hipótesis para pensar en otra topografía del pensamiento, que permita formular una distinción funcional, funcionaria, administrativa, presupuestaria y jurídica.  Es decir, es absolutamente imperativo des/squellizar el concepto organizativo que se filtra a través de la propuesta de ministerio que están diluyendo los parlamentarios en este momento de distracción, que nos tiene realizando este rito de  simulación participativa.

Y como Barbara Negrón y su Observatorio, así como el Proyecto Trama,  saben que  al tercerizar  la pensabilidad de la glosa llamada Cultura,  el uso de la definición Unesco  resulta de un rigor medianamente suficiente para completar minutas. Lo mas interesante del CNCA tiene lugar fuera del CNCA.  La cultura es thesaurización, acumulación,  acopio y engranaje de una gran cantidad de productos recolectados.  La cultura conserva y retiene. 

Según Max Loreau: “cuando el arte se proclama como anticultura, realiza un acto de retracción instantáneamente comprensible (…) que pone de manifiesto que no es acumulación, y que, sea cual sea el tratamiento que le impone la cultura, no entra en el proceso de thesaurización de las riquezas”. 

La cultura se asocia a un fondo a transmitir.   La cultura proporciona la prueba de lo que es,  fijando un precio al acto de transmitir, que en términos estrictos, significa asegurar la permanencia y la subsistencia del pensamiento y proteger a la cultura de todo aquello que pudiera significar una ruptura de su régimen interno; es decir, de todo lo in/forme, lo in/acabado, in/perfecto, que no encuentra lugar en este régimen homogéneo de las formas y que inaugura la era de las formas de lo visible. 

El arte se ocuparía, entonces, de las latencias.  Es por eso que en mi ponencia de mañana, la palabra que pongo como límite interno de l práctica artística es una palabra desde ya acosada por ambigüedades; razón por la que he optado por recurrir a una especie de comodidad nocional.

Hablar de latencia, en mi economía, permite desterrar el arte del imperio de la teoría de la visión.  Cuando el arte se subordina a la visión y a la imagen se deja abusar por la cultura. La cultura maltrata al arte porque lo reduce a ser su ilustración.  Pasamos a padecer la existencia de un arte cultural. Y ocurre que el arte se las juega, para no devenir un juguete de la cultura, en la separación, en el más allá del límite.   A  propósito de esto, lo diré en voz baja, el título de Ronald Kay para uno de los  libros más pregnantes de la escena chilena, deja en suspenso presente la noción del “espacio de allá”, como la existencia prefigurada de  una cultura respecto de la que la práctica artística sería su condición crítica, como crítica, por ejemplo, puede ser la diagramaticidad de la obra de Eugenio Dittborn en relación a la determinación metafísica  de la historia de las transferencias tecnológicas y de sus efectos en la condición de los soportes.  Y esta separación, continúo, entre cultura y arte no podría, sino, ser de carácter insurreccional; es decir, destinada a violentar el lenguaje establecido de una época determinada.

Termina sosteniendo Louriau: “La posibilidad radical de un arte no cultural implica una acción en cadena: un trabajo de sapa sistemático que, por aproximaciones sucesivas reúne en una misma malla todos los elementos que constituyen el campo cultural,  que dibuja el contorno de este último,  elevando  a un nivel tal que pueda de un solo gesto negar en bloque todo lo que es cultura”.

Mediante este acto el arte se lubera de la cultura y se evade del lenguaje recibido para producirse como  el no-lenguaje  in/comunicable, lo que conduce a una salida destinada a inscribir el no-lenguaje en el lenguaje, a provocar la experiencia del no-lenguaje que es el límite mismo del lenguaje  y que se dibuja en él. Esto es lo que produce el arte anticultural por la sola pronunciación de su nombre y que pone en juego la ruptura con el pensamiento instituido.  

Toda la existencia de un arte no cultural descansa sobre la posibilidad de eyacular un gesto no pensado, que en su propia progresión se presenta como un gesto sin finalidad que avanza en el no-ver del más allá que procede sin pre/visión (sin tener nada delante de si), como la traza de una aventura, de una errancia, como un devenir significante de la insignificancia, dibujando la singularidad de un trabajo que define, delimita y traza en el curso de un trayecto in/terminado, el contorno exterior del pensamiento cultural tradicional sometido a la universalidad de la mediación y de la comunicación.  Entonces, se trata de una insurgencia contra las formas que se ve obligada a ir más allá de si misma llevando consigo la impronta de su origen incierto, comprometiéndose en el surco de un grafismo original que ha inaugurado la condición de trazabilidad del arte no cultural,  desmantelando la ilusión de transparencia patrimonial (subordinada al Padre edificador) mediante un trabajo de de/culturación desconcertante, tomando la cultura “por debajo” de la cintura, por así decir, en una sub-versión que repudia la estética, ya que ésta es el arte convertido en cultura, pero sin dejar de conservar  la propia estética y  la propia cultura como bases de su gesto de  repudio, porque la evasión del arte no puede sino realizarse desde el fondo de la cultura misma,  porque el verdadero más allá de la cultura está en la misma cultura,  comprometiendo las nociones del adentro y del afuera, a condición de ser desmantelada por  el gesto de un arte que se realice como su consciencia crítica.