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domingo, 12 de mayo de 2019

TRAZABILIDAD (2)



En el libro de Jorge Semprún[1] hay un relato que tiene lugar después de la liberación del campo de Buchenwald. Junto a un camarada le cabe recorrer por una última vez la zona del Petit Camp, donde se acumulan cadáveres que las autoridades del ejército aliado deciden reunir, identificar, enterrar en una fosa común para impedir una epidemia. Entonces, ingresan al sitio sin esperanza de encontrar a nadie con vida. Pero de pronto se escucha un susurro. Es apenas un hilo de voz que estremece el recinto. Se acercan y descubren que un hombre emite un sonido en el límite de lo humano. Es efectivo, dice Semprún, era la voz de la muerte. Y cuando acercan sus orejas a la boca del agonizante, perciben que éste repite una plegaria en yidish.

La muerte hablaba yidish. Era la plegaria de los muertos. A los pocos minutos pudieron extraerlo de la ruma de cadáveres. Lo rescatan porque recita el hilo inaudible de una canción. El hombre mantenía los ojos cerrados, pero nunca dejó de cantar, dibujado en el borde de la ininscripción. 

Semprún nunca había visto una figura humana que se pareciera tanto a un crucificado. Pero  no a esos sufrientes cristos románicos,  sino a la figura atormentada de los cristos góticos españoles. Lo único que hacía oír el agonizante era la fatiga extrema de su voz.

Lo tomó en brazos, lo más ligeramente posible, para que la vida no se le escapara entre los dedos recogidos como unas patitas de pájaro, y lo trasladó a la nueva enfermería, donde un médico francés declaró que no sería imposible que lo lograra. Era un judío de Budapest que había llegado en un tren cualquiera en medio de la debacle.

La frase que Semprún repite, como una plegaria, le permite recordar la doble escena de otra pose, en la que toma en brazos a otro agonizante. Estaba tendido en la litera de en medio y su cabeza le quedaba a la altura de su pecho. Entonces pudo introducir sus brazos por debajo de sus hombros y levantarlo; acercarlo a su pecho, a su boca, para comenzar la ceremonia inversa, de tener que hablarle a quien ya no tiene fuerza siquiera para hablar. Y lo primero que se le viene a la cabeza es un poema de Baudelaire. No importa que cosa fuera. Lo único que le interesaba era que escuchara su voz; la voz de otro cuyo murmullo le acompañara reiterando en su lugar la plegaria de los agonizantes: ô mort, vieux capitaine, il est temps, levons l´encre… Era su profesor, en la Sorbonne, Maurice Halbwachs[2].

La frase queda fijada en la matriz de los relatos que se asemejan a los del descendimiento. Ya dije en otro lugar que parte de la discursividad de las obras chilenas claves de los años ochenta no eran más que la declinación de una disputa bíblica. Una manera de reconocer que el autocompasivo conceptualismo crítico de la coyuntura no era más que una expansión narrativa ilustrativa, bajo nuevas condiciones de subordinación representativa, accediendo a los efectos de un “método escolástico” que (a)tomistizaba la “teoría de la significancia”, aplicada como patrón de medida para obras que habían sido creadas bajo el régimen de otras epistemes.

En un debate registrado en el “Memorial de la Shoah”, una sobreviviente confiesa que no regresó a Auschwitz sino treinta años después y que encontró una escenografía; nada comparable a lo vivido. Ciertamente. En Mauthausen hice ingreso al barracón de los republicanos españoles. La disposición del lugar se asemejaba a una instalación. Quizás ese haya sido el momento en que se (me) diluyó la escasa credibilidad y respeto que tenía por el arte contemporáneo de hoy. Digo, de ayer. Esa estética calculadamente povera, de ropa europea usada, con la pátina de dramática extrañeza, encubriendo el olor a desinfectante, ha sido la base para promover el floreciente mercado de arte político. Ahí reside su obscenidad. En el suplemento de valor de la imagen de la pérdida, impresa (ojalá) en blanco y negro (con algo de grano), incluyendo la cita del fragmento de Adorno que ustedes ya conocen.

La frase: “lo tomó en sus brazos”.   Esa es la cita de Semprún que me permite recuperar el valor de la obra de Dittborn como expansión del grano impreso en el límite de la aglutinante cohesión de una figura apenas visible. Lo tomó en sus brazos, como el árbitro que se acerca a Ben “Kid” Paret y reproduce el gesto de la madre, sentada, con su cabeza apoyada en una mano, cuidando el sueño de su hijo enfermo. Esa era la frase residual de la última columna que me señaló el camino para repetir el gesto de quien debe acercarse de ese modo, para vestir un cadáver. Pasar la mano por detrás, sostenerlo, y poder colocar su chaqueta. Esa es la matriz del descendimiento en el arte chileno de la era post-dittborniana. No ya respecto de Miguel Angel, que era una pista falsa, sino de Rubens, en el Descendimiento que se encuentra en el Ermitage. Ese es el mito de origen del arte chileno contemporáneo de ayer. Por eso, siguiendo a Stéphane Lojkine[3], en la estructura del mito originario hay que distinguir tres momentos; de esos que jamás serán abordados en ninguna escuela.  Primero, el momento del choque, en que se narrativiza  la muerte del Hijo; segundo, el momento de la reparación que instituye en el propio mito de origen el tótem, como suplemento de la muerte; y tercero, el momento de la repetición, en el curso de la cual dicha reparación es conmemorada, socializada y ritualizada, en el (de)curso de una historia del arte chileno.


[1] SEMPRÚN, Jorge. “L´écriture et la vie”, Éditions Gallimard, Folio, 1994.

[2] Alumno de Lévi-Bhrul y Durkheim, fue profesor en Caen, en Strastbourg y en Paris, terminando su carrera en el Collège de France, en el que fue nombrado poco antes de su muerte en deportación en  Buchenwald. La paradoja es que su obra de conjunto se caracteriza por haberla articulado en torno a la noción de consciencia social, manifestada de manera particular a través de na memoria colectiva que obedece a sus propias, reglas.
[3] LOJKINE, Stéphane. “Image et subversión”, Éditions Jacqueline Chambon, 2005.

sábado, 11 de mayo de 2019

TRAZABILIDAD



La necesidad de elaborar una teoría de la trazabilidad se justifica por el imperativo de desbenjaminización de la historia del arte en Chile, para dejar el terreno accesible a la diagramaticidad de las obras entre-las-lecturas en disputa. Declaro mi pertenencia metodológica: entre Leroi-Gurhan y Lyotard. Es decir, entre la materialidad de los utensilios y el color  y la pulsión que sostiene los dispositivos de inscripción gráfico-cromática del territorio, para su habilitación en paisaje.  De modo recursivo frente a la distinción  traza/huella solicito el reconocimiento de los campos de color y del efecto afectivo del utillaje de la incisión. Mancha balsámica  y línea incidente.
Dos libros escogidos por la imagen de portada. Jorge Semprún, “L´écriture et la vie” (La escritura y la vida), con una reproducción de la pintura de Zoren Music (autoretratot-detalle);  J.-B.Pontalis, “Le dormeur éveillé” (El durmiente despierto), con el detalle de una reproducción de “El sueño de Constantino”, de Piero della Francesca. Lo que las imágenes nos dicen es más que una estrategia de adquisiciones, sino una plataforma de lectura que pone en crisis las operaciones de inquisición. De todos modos, la magia homeopática funciona cuando se ingresa -desde ya-  al edificio de la librería y se asocia la decisión de compra con el principio warburguiano de la buena vecindad (temático investigativa) de los libros (no acorde con el código de organización bibliotecológica  de Dewey).
En tal sentido, Pontalis es el co-autor del ineludible diccionario de psicoanálisis con el que (tanto) hemos trabajado en la interpretabilidad de algunas obras claves del período[1]. Laplanche, por su parte, está en el origen de nuestra precupación decisiva por los problemas de filiación y transferencia en el arte chileno contemporáneo como zona de reconfiguración discursiva de la nobiliaridad. Cuando tuvo lugar la exposición del 2000 en el MNBA, me ocupé particularmente de  mencionar que ésta coincidía con dos operaciones extra-artísticas: la edición de un libro sobre los apellidos de las “familias fundadoras” y la reforma de la ley de filiación.


Pues bien: el librito de Pontalis habla de pintura, en la retaguardia de los conceptos, siendo fiel a la logística argumental que hace posible la lectura de la escena chilena como una escena-de-celos, sometida tanto a la horda-florida-primitiva como a las acometidas institucionales de sectas universitario-administrativas que no pueden ya encubrir sus fallas.
De todos modos, existe otra escena de sutura independiente que trabaja sobre  distinciones habilitadoras de sujetos insomnes operando en el entre-dos del sueño y la vigilia, aunque un paso adelante de la reproducción post-dadá-para-wostelliana que tanto daño ha ocasionado en las huestes de quienes carecen-de-poder[2] y solo operan mediante delegación pactada.
La figura del “durmiente despierto” precede a todos los usos del oximoron convertido en canon provincial y disocia la memoria de la consciencia respecto de la memoria de los cuerpos. Más que nada, atraviesa las disciplinas, desde la historia del arte a la política y a la historia de las mentalidades. Entonces, aparece el momento de recordar la introducción del libro tomado a préstamo en la biblioteca barrial de la rue de Grenelle, que menciona tres casos: Foucault escribiendo sobre Velázquez, Merleau-Ponty escribiendo de Cézanne, Lacan escribiendo a partir de Holbein. Todas esa pinturas han sido motivo de portadas. Existe la diplomacia editorial del entre-dos. En el momento de hacer la recapitulación del psicoanálisis como ciencia, el maestro se resbala sobre aquello que, fuera de lenguaje, hace imagen[3].
¿Cuál es la función del vigilante? ¿Cuál es la función de la portada como vigilante?[4] En la pintura de Piero hay dos guardias; uno se llama Arcis y el otro La-Chile[5]. Vigilan el acceso al recinto privado del emperador, donde está guardada la prueba documental del dinero chavista y los recibos de Fondecyt “retrasados”. (Risas). 
Pero después de la línea de los guardias conceptuales, el primero premunido de una  lanza-Laclau y el otro de una espada-Mouffe, aparece un sirviente "sentadito" a un costado del umbral, con la cabeza apoyada en una de sus manos, como una madre que cuida el dormir afiebrado de un hijo enfermo después de entererse de los resultados del Fondart. Sin embargo, los vigilantes no suelen ser (tan) eficaces. Al final de cuentas, siempre, en los consejos académicos de una escuela el concepto de hegemonía se valida por mayoría de votos, que viene a ser el único “recurso epistemológico” validado.
La portada del libro de Jorge Semprún produce, por su parte, la confirmación del ensayo que escribe Jean Clair sobre Zoran Music. Patricio Court me presentó a Jorge Mara en Buenos Aires, hace muchísimos años. Este nos mostró en su casa una parte de las obras de Washington Barcala. Pero sobre todo, me enteré que había realizado una exposición de Zoran Music, con un catálogo cuya presentación estaba escrita por el propio Jorge Semprún. 
Era la época en que yo asesoraba a José Balmes en el MSSA. Fue  ese el momento que descubrí una pintura pequeña de Zoran Music en la colección del museo. Nunca supe cómo tuvo lugar  su ingreso. Pero es la pintura que más aprecio de toda esa colección. Cuando Todorov visitó Valparaíso en el marco de Puerto de Ideas, estando en mi oficina del PcdV le hice obsequio de ese catálogo que tanto apreciaba, luego de que éste me dijera que Music era uno de los pintores que más amaba.


[1] Me refiero a la época en que a la escena corporal del arte chileno “le bajó el período” y la abundancia de flujo fue enfrentada con efecto moderno de un discurso-apósito- absorbente.

[2] El político italiano Giulio Andreotti es autor del aforismo “el poder corrompe … a quien no lo tiene”. Esta sentencia, aplicada a la administración académica, suele significar que la localización del poder nunca se encuentra allí donde los agentes suponen. Siempre está en otro lugar del cuadro.


[3] LOJKINE, Stéphane. “Image et subversión”, Éditions Jacqueline Chambon, Paris, 2005, p. 9.

[4] En París, una mesa de exhibición de libros en una librería, con sus portadas desplegadas, suele ser más significativa que la programación de reputadas instituciones canónicas de arte contemporáneo.

[5] Denominaciones que adquieren el valor de significantes institucionales.