Hace algunos años, unas airadas personas me citaron a un comité muy
oficial, para que yo explicara el por qué del gasto incurrido en el envío de un
artista chileno a una bienal. Los enfrenté por el lado que menos esperaban. A
su juicio les parecía escandaloso gastar demasiado dinero en una muestra. No
entendían nada de nada. Ni siquiera les preocupaba sobre qué materialidad se
realizaba la muestra. El punto era que tratándose de un problema de arte, lo
que yo vi fue un problema de agua; es decir, de soberanía territorial. No había
otra forma de que pudiesen comprender. Y lo menos que puedo decir, es que
quedaron estupefactos.
Al salir de dicha reunión me vino a la mente ese viejo recuerdo que no
había logrado reprimir desde los inicios de la “transición interminable”,
cuando la visibilidad de un país de solidaridades anti-dictatoriales fue sustituida
por los avatares ascendentes de la marca-país. De seguro, los viejos
tercios saben a qué me refiero… La epopeya del Iceberg de Sevilla como resumen de una Imagen-País donde la frialdad
debía ser comparada con el rigor y la austeridad, me ponía en la indeseada
senda del mito político que nos había
conducido a la catástrofe. ¿Luchar para
esto? Era una paradoja, como si la
recuperación de la democracia no implicara un cambio de paradigma en la
concepción del territorio y de su manejo cultural como condición del paisaje.
Hace unos años, Gianfranco Foschino comenzó a realizar tomas
videográficas en lugares extremos. Lo que me impresionó fue que para obtener
dicha vistas fue necesario desplazarse de manera radical y simular, en un modo
mínimo, los rudimentos técnicos y corporales de los primeros pioneros; sobre
todo en las islas y en los canales australes. El problema con los extremos era
que había que producir la noción de Lugar (Locus) y colocar en él unas
condiciones mínimas de habitabilidad. Ciertamente, el primer ejemplo que se me
venía encima era el campamento que los tripulantes del Endurance construyen
en Isla Elefante con los restos del navío aprisionado en los hielos en 1916. Sin
embargo, en este ejemplo la situación era excepcional al interior de la
excepción misma. No había tenido lugar un naufragio y el desmantelamiento
paulatino del navío obedeció mas bien a un acto de urbanización extrema; es
decir, una actividad de gestión cultural y de construcción de un paisaje que no
podía satisfacer los límites de la imaginación humana. Por mi parte, lo único que
yo tenía a mi favor era la lectura de algunas pocas novelas polares, donde la
vida marinera de fines del siglo XIX se levantaba como el caso ejemplar de una
modelo de “vida en común” excepcional.
Entonces pude pensar que el trabajo de Gianfranco Foschino consistía
en visitar lugares críticos; es decir, donde el paisaje mantuviera todavía
condiciones de impedimento a intervenciones descuidadas del hombre. Sin embargo, el descuido no existe, sino la
voracidad. De este modo, cualquier intento por registrar un “estado de naturaleza” determinado es la
validación de su inexistencia, por cuanto toda intervención en el territorio supone la ejecución de un
protocolo de dominio político.
Fue lo que pensé cuando por los años ochenta tomé consciencia de lo que
podía significar un “tratado antártico”, después de haber aprendido en el
colegio “de antes” que Chile tenía un “territorio antártico” de 1.250.000
kms2. De todos modos, no fue sino
después de los años noventa que una cierta preocupación internacional
no-gubernamental comenzó a ocuparse de
un tema para el que ya había consciencia en la comunidad política; de que la cooperación científica opera en un
doble propósito; por un lado, fomenta el conocimiento para validar de modo
regulado la abstención como política; y por otro lado, encubre una política de
dominio mundial, sin más, en su fase de simulación de igualdad jurídica.
¿Qué puede hacer un artista, bajo estas condiciones? En la invención
del paisaje chileno, está claro que la pintura se ocupó de condensar el
imaginario del valle central oligarca, mientras que la fotografía se hizo cargo
de colonizar la representación del progreso con una nueva tecnología del
registro, que se desarrolla en forma paralela a las empresas de conquista del
territorio, compartiendo sus modalidades extractivas. Es decir, fotografía y
termodinámica se articulan para acompañar el desplazamiento que experimenta la
ciencia de los mapas y el dibujo naturalista que acompaña a las primeras grandes
expediciones, deseosas de realizar el más exhaustivo inventario de lo que los
mercaderes tendrían que poner, tanto sobre el papel moneda como sobre el papel
de los títulos de propiedad.
El artista de la retracción videográfica solo puede, hoy día, señalar
los lugares de peligro, en el reverso del turismo de intereses especiales como
política cultural incidente en el desarrollo regional.
Ciertamente, lo que aquí se juega es mucho más decisivo; porque es
netamente político. Pensar en el Sur
Austral como una “pasión”, como
sostendría Shakleton, es fijar el destino del uso de la reflexión sobre el agua
como un momento crítico sobre los destinos del planeta.
En el marco de la exposición LOCUS de Gianfranco Foschino en el Museo
de Artes Visuales, hemos organizado un conversatorio en torno a estos temas,
sin proponer un eje manifiestamente definido. El marco general es lo que
podríamos denominar “la política del agua” y compromete la participación de
Alberto Peralta (glaciólo), Rodrigo Rojas (escritor), Patrick Lynch (abogado
ambiental) y quien escribe.
Bastaría mencionar, a título de inducción teórica algunas referencias
textuales “antiguas” que nos pueden señalar un camino en esta reflexión, desde
el terreno de la crítica. Pienso en el texto que Gilles Deleuze escribe en 1963
y que ha sido publicado en Dits et Ëcrits (1954-1975) bajo el título La isla desierta. Todo comienza así: “Los geógrafos dicen que hay dos tipos de
islas. Esta es una información preciosa para la imaginación porque en ella se
encuentra la confirmación de lo que ya sabía, desde otro lugar. No es el único
caso en que la ciencia hace que la mitología se vuelva material, y en el que la mitología se convierta en una
ciencia animada.” Y luego entra en el detalle de definir las islas
continentales como islas accidentales derivadas de un cierto tipo de
desarticulación, de una erosión o de una fractura. Y están las islas
oceánicas, originarias, esenciales, ya
sea hechas de coral o producto de erupciones volcánicas submarinas. Ambas
islas, proporcionan una distinción profunda entre el cielo y la tierra. No es
una casualidad que esta exposición lleve por título, justamente, LOCUS (lugar).
En un pequeño texto, también de 1963,
Michel Foucault se refiere a las aguas y a la locura, no sin antes declarar que
en la imaginación occidental, la razón ha pertenecido largo tiempo a la tierra
firme: “Isla o continente, empuja el agua
con masiva resolución, concediéndole nada más que la arena. La sin razón ha
sido acuática desde el fin de los tiempos y hasta una fecha relativamente
reciente. Pero más específicamente, oceánica, como espacio infinito, incierto;
poblado de figuras en movimiento, inmediatamente borradas, que dejan tras de sí ya sea un delgado surco y una espuma, ya sea
tempestades, o un tiempo monótono; todo ello sin destino”. La locura, que
duda cabe, es el exterior líquido de la razón rocosa.
Entonces, la propuesta está planteada y les extendemos nuestra
invitación a discutir sobre las “políticas
del agua”, en la literatura, el derecho, el arte y las ciencias.
El conversatorio
tendrá lugar el miércoles 12 de octubre
a las 19.30 hrs en el MAVI ubicado en
José Victorino Lastarria 307 (Plaza Mulato Gil De Castro), Barrio
Lastarria, Santiago.
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